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Miró con desasosiego al techo, donde tres anillos superpuestos de luz temblaban como los ojos llameantes de una aparición: imágenes de los vasos rojo rubí de la mesa.

– No salió -dije para animarla a seguir.

En lugar de responder se levantó de la silla, se dirigió a la puerta de atrás y comprobó si el pestillo estaba corrido.

– ¿Angela?

Haciendo un gesto para que me callara, apartó un poco la cortina y escudriñó el patio y la entrada iluminada por la luna, la apartó con temblorosa precaución y sólo un milímetro, como si temiera descubrir un rostro espantoso al otro lado del paño mirándola.

Tenía vacío el vaso de licor. Cogí la botella, dudé, y luego la devolví a su lugar sin haberme servido.

– No era una risa, Chris. Era ese sonido espantoso que no podría describirte. Era un maligno… un cloqueo maligno, perverso. Oh, sí, ya se lo que estás pensando, que solo era un animal, un mono, que no podía ser bueno o perverso. Malo quizá, pero no perverso. Porque los animales pueden tener mal carácter, pero no son conscientes de la malevolencia. Esto es lo que estás pensando. Bueno, pues yo te digo que ese mono era algo más que malo. Aquella risa tenía el sonido más frío que había oído en mi vida, más frío y más repugnante y perverso -dijo Angela mientras volvía de la puerta.

– Te entiendo -le aseguré.

En lugar de volver a su silla, se dirigió al fregadero. Cada milímetro de cristal de las ventanas de encima del fregadero estaba cubierto con las cortinas, pero ella tiro de los paneles de tela amarilla para asegurarse bien de que estábamos libres de ojos escrutadores.

– Cogí la escoba, creyendo que tiraría a esa cosa al suelo y luego hacia la puerta. Quiero decir que no iba a empezar a repartir golpes, sino que lo conseguiría barriendo hacia ella ¿Comprendes?

– Claro.

– Pero no se intimidó -dijo- Exploto rabiosa. Tiró la mandarina a medio comer, agarró la escoba e intento arrancármela. Como yo no la solté, esa cosa empezó a escalar la escoba derecha a mis manos.

– Caray.

– Ese mono era muy ágil. Rapidísimo. Con los dientes prominentes, chillando, escupiendo, venía directo hacia mí, así que solté la escoba y el mono cayó al suelo con ella, yo retrocedí y choqué con la nevera.

Chocó con la nevera y el sonido de las botellas llegó desde los estantes del interior.

– Estaba en el suelo, justo delante de mí. Lanzo la escoba a un lado Chris, estaba furioso. Una furia que no guardaba proporción con lo que había sucedido. No estaba herido, ni siquiera le había tocado con la escoba y no iba a hacerle ningún disparate.

– Has dicho que los rhesus son pacíficos.

– Ese no. Tenía los labios abiertos y enseñaba los dientes, chillaba, corría hacia mi y luego se apartaba, volvía otra vez, brincaba arriba y abajo, desgarrando el aire, mirándome con mucho odio, golpeando el suelo con los puños.

Las mangas de su jersey se habían desenrollado parcialmente y metió las manos dentro para ocultarlas. El recuerdo del mono era tan vivo que al parecer temía que se arrojara contra ella y le mordiera la punta de los dedos.

– Parecía un troll -dijo-, un gremlin, algo malvado salido de un libro de cuentos. Y aquellos ojos amarillo oscuro.

Casi podía verlos yo también. Ardientes.

– Entonces, de pronto, subió de un salto a los armarios, encima del mostrador que estaba a mi lado, en un abrir y cerrar de ojos. Aquí -señaló-, junto a la nevera, a unos centímetros de donde yo estaba, al nivel de los ojos cuando volví la cabeza. Entonces me lanzó un silbido, un silbido perverso que olía a mandarinas. Estaba muy cerca. Ya sé…

Se interrumpió otra vez para escuchar los sonidos de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda para mirar hacia la puerta abierta, hacia el comedor sin luz.

Su paranoia era contagiosa. Claro que lo que me había sucedido desde el atardecer me hacía vulnerable al contagio.

Me erguí en la silla y alcé la cabeza para poder escuchar bien cualquier sonido.

Los tres anillos de luz brillaban tenuemente y en silencio en el techo. Las cortinas colgaban silenciosamente de las ventanas.

– Su respiración olía a mandarina. Silbó y volvió a silbar. Sabía que podía matarme si quería, matarme, aunque fuera sólo un mono y pesara la cuarta parte que yo. Mientras estaba en el suelo, hubiera podido quizá darle una patada a ese pequeño hijo de puta, pero ahora estaba a la altura de mi cara -añadió Angela poco después.

Pude imaginar con facilidad todo su temor. Una gaviota, protegiendo su nido en un barranco junto al mar, zambulléndose repetidamente en el cielo nocturno con chillidos iracundos y un fuerte batir de alas, picándote la cabeza y arrancándote mechones de pelo, es una fracción del peso del mono que ella describía, pero no menos terrorífico.

– Pensé en correr hacia la puerta abierta -dijo-, pero temí que aquello le hiciera enfadarse más. Así que me quedé aquí inmóvil. La espalda apoyada en la nevera. Mirando fijamente a aquella cosa odiosa. Después de un rato, cuando se aseguró de que me había intimidado, saltó del mostrador, atravesó la cocina, cerro la puerta de atrás de golpe, volvió a encaramarse a la mesa y cogió la mandarina que no había acabado.

Me serví otra copa de brandy de albaricoque.

– Entonces busque el asa de este cajón que está junto a la nevera -siguió- Aquí está la bandeja con los cuchillos.

Sin desviar su atención de la mesa, tal como había hecho aquella noche de Navidad, Angela se subió las mangas del jersey y buscó a tientas el cajón, para mostrarme el que contenía los cuchillos. Sin apartarse, se ladeó y me lo mostró.

– No iba a atacarlo, solo iba a coger algo con que poder defenderme si él lo hacía. Pero antes de que pudiera poner la mano sobre uno de los cuchillos, el mono se puso de pie sobre la mesa y empezó a chillar otra vez.

Buscó a tientas el asa del cajón.

– Cogió una manzana del bol y me la lanzo -dijo-, realmente la aplastó contra mí. Me dio en la boca y me partió el labio -cruzó los brazos delante de la cara como si estuviera de nuevo siendo atacada- Intenté protegerme. El mono me lanzó otra manzana, luego la tercera, con la fuerza suficiente para romper un cristal si hubiera habido alguno en su trayectoria.

– ¿Quieres decir que sabía lo que había en el cajón?

– Tenía que ver con la intuición, sí -dijo bajando los brazos y abandonando la postura defensiva.

– ¿Y no intentaste coger un cuchillo otra vez?

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– El mono se movía como un rayo. Podía saltar de la mesa y lanzarse sobre mí al mismo tiempo que yo abría el cajón y me iba a morder la mano antes de que pudiera agarrar el mango de un cuchillo. Y yo no quería que me mordiera.

– Aunque no le saliera espuma por la boca, debía de estar rabioso -convine.

– Peor aún -dijo con expresión enigmática, subiéndose de nuevo las vueltas del jersey.

– ¿Peor que la rabia? -pregunté.

– Así es que me quedé delante de la nevera, con el labio sangrando, asustada, procurando pensar qué hacer, cuando Rod llego del trabajo, entró por la puerta de atrás, silbando, y se encontró con el fregado. Sin embargo no hizo nada de lo que yo esperaba que hiciera. Se sorprendió… pero no se sorprendió. Le sorprendió ver aquí al mono, claro, pero no le sorprendió el mono. Lo que le alarmó fue verlo aquí ¿Comprendes lo que quiero decir?

– Creo que sí.

– Rod, maldita sea, conocía a ese mono. No dijo «¿Un mono?» Ni dijo «¿De dónde demonios ha salido este mono?» Sino, «Oh, Jesús». Sólo «Oh, Jesús». Hacía frío aquella noche, amenazaba lluvia, llevaba un impermeable, sacó una pistola de uno de los bolsillos, como si eso fuera lo más normal. Quiero decir que venía del trabajo, de uniforme, pero no se lleva un arma en el despacho. Estamos en tiempos de paz. No estamos en zona de guerra, gracias a Dios. Estaba destinado a las afueras de Moonlight Bay, trabajaba en una oficina, rellenaba cuestionarios y se quejaba de aburrimiento, hacía su trabajo y esperaba la jubilación, y de pronto resulta que lleva una pistola cuya existencia yo ignoraba hasta ese momento.

El coronel Roderick Ferryman, oficial del Ejército de Estados Unidos, estaba destinado en Fort Wyvern, que durante mucho tiempo había sido una de las máquinas económicas que impulsaron el condado. La base había sido cerrada hacía dieciocho meses y permanecía abandonada, uno de los muchos centros militares que se desmantelaron cuando acabó la Guerra Fría. Aunque yo conocía a Angela desde niño -y desde hacia mucho menos a su marido-, nunca había sabido qué era exactamente lo que hacía el coronel Ferryman en el ejército.

Quizás Angela tampoco lo supiera. Hasta que volvió a casa aquella víspera de Navidad.

– Rod sostenía el arma en la mano derecha con el brazo estirado y rígido, el orificio apuntando al mono y parecía más asustado que yo.

Y ceñudo. Los labios apretados. Había desaparecido todo el color de su rostro, parecía el de un muerto. Me miró, miró el labio que comenzaba a hincharse y la sangre que me cubría la barbilla, no hizo ninguna pregunta y volvió al mono, temeroso de perderlo de vista. El mono cogió la última mandarina pero no la comió. Miraba fijamente el arma. Rod dijo «Angie, ve al teléfono. Marca el número que te voy a dar».

– ¿Recuerdas el numero? -pregunte.

– Ya no importa. No esta en servicio. Lo reconocí porque tenía los mismos tres primeros dígitos que el de su despacho en la base.

– Te dio un número de Fort Wyvern.

– Sí Pero el tipo que contesto no se identifico ni dijo a qué oficina pertenecía. Sólo respondió con un «diga» y yo le dije que llamaba el coronel Ferryman. Entonces Rod cogió el teléfono con la mano izquierda y sostuvo la pistola con la derecha. Le dijo al tipo «Acabo de encontrarme al rhesus en mi casa, en mi cocina». Escuchó la respuesta sin apartar la vista del mono y luego añadió «Al infierno si lo sé, pero está aquí, delante de mí, y necesito ayuda para trasladarlo».

– ¿Y el mono lo presenció todo?

– Cuando Rod colgó el aparato, el mono apartó sus horribles ojitos del arma, clavó la vista en él, una mirada de desafío y de enfado, y luego lanzó ese sonido perverso, esa tremenda risita que te ponía la piel de gallina. Luego pareció perder todo interés en Rod y en mí y en el arma. Se comió el último gajo de la mandarina y empezó a pelar la otra.

Cuando levanté el vaso con el licor que me había servido antes pero que todavía no había probado, Angela volvió a la mesa y cogió su vaso medio vacío. Me sorprendió que hiciera chocar su vaso contra el mío.

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