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Me quedé tan inmóvil como la ceniza en una urna, pero la vida siguió sin mí: el corazón empezó a latirme como nunca había latido, apenas un instante, pero girando con pánico en su jaula de costillas.

Volví a mirar aquella ofrenda de ojos que llenaban las manitas de porcelana, ojos castaños ensangrentados, lechosos y húmedos, asombrosos y asombrados en la desnudez de los parpados. Una de las últimas cosas que habían visto aquellos ojos fue una camioneta blanca frenando como respuesta a un pulgar levantado. Y luego un hombre con una cabeza rapada y una perla en la oreja.

Hubiera podido asegurar, sin embargo, que no era el mismo que estaba en casa de Angela. La burla, jugar al escondite, ese no era su estilo. La acción rápida, perversa y violenta era más de su gusto.

Me sentí como si me encontrara en un sanatorio para jóvenes sociópatas, donde unos niños sicóticos, tras reducir a sus guardianes, estuvieran jugando en medio de una libertad que les produjera aturdimiento. Casi podía oír su risa escondida en otras habitaciones: risitas salvajes y macabras tras unas manitas frías.

No quise abrir el guardarropa.

Había subido allí para ayudar a Angela, pero ya no iba a poder hacerlo. Solo quería bajar las escaleras, salir, montar en la bicicleta y marcharme.

Cuando miré hacia la puerta, las luces se apagaron. Alguien había desconectado el interruptor de la caja de conexiones.

La oscuridad era tan profunda que ni siquiera me satisfizo a mí. Las ventanas tenían gruesas cortinas y el cántaro de leche de la luna no encontraba un resquicio a través del cual verterse. Todo era negro sobre negro.

Camine a ciegas hacia la puerta. Luego giré hacia un lado y me dominó la sensación de que había alguien en el corredor, que me encontraría con la verdad de una hoja afilada en el umbral.

Apoyé la espalda en la pared del dormitorio, y aguce el oído. Contuve la respiración pero fui incapaz de aplacar mi corazón, que latía como los cascos de los caballos sobre guijarros, una estampida de caballos desbocados, y me sentí traicionado por mi propio cuerpo.

Luego, sobre la retumbante estampida de mi corazón, oí el crujido de las bisagras. Las puertas del guardarropa estaban completamente abiertas.

Jesús.

Fue una oración, no una maldición. O quizás ambas cosas.

Sosteniendo la Glock con ambas manos, apunté hacia donde pensé que estaba el armario. Luego lo reconsideré y la desvié tres pulgadas hacía la izquierda, para luego dirigirla inmediatamente otra vez hacia la derecha.

La absoluta oscuridad me desoriento. A pesar del convencimiento de que estaba escondido en el guardarropa, no hubiera podido asegurar que apuntaba al centro del espacio situado encima de los dos cajones. Tenía que acertar el primer disparo, porque el fogonazo revelaría mi posición.

No podía arriesgarme a disparar indiscriminadamente. Aunque una lluvia de balas probablemente sorprendería a ese hijo de puta, estuviera donde estuviese, existía la probabilidad de que solo lo hiriera y una pequeña oportunidad, aunque muy real, de que apenas lo afeitara.

Y si la pistola estaba vacía… ¿entonces qué?

¿Entonces que?

Salí al corredor, arriesgando un encuentro, pero no fue así. Cuando cruce el umbral, cerré la puerta del cuarto de invitados detrás de mí, poniéndola entre quienquiera que hubiera salido del guardarropa y yo, asumiendo que el crujido de las bisagras no había sido producto de la imaginación.

Las luces de la planta baja debían tener su propio circuito, porque un brillo se elevaba por la escalera al final del negro corredor.

En lugar de esperar a ver quién había allí, si había alguien, corrí hacía las escaleras.

Oí cómo se abría una puerta a mis espaldas.

Bajé jadeando las escaleras de dos en dos, y ya casi estaba en la planta baja cuando mi cabeza en miniatura pasó volando y fue a estrellarse contra la pared que tenía enfrente.

Sorprendido, levante un brazo y me protegí los ojos. La metralla de porcelana me alcanzo la cara y el pecho.

El resbalón del talón izquierdo en el borde de un escalón me obligó a lanzarme hacia delante y chocar contra la pared del descansillo, pero conseguí mantener el equilibrio.

En el descansillo, con los fragmentos crujientes de mi cara vidriada bajo los pies, me volví rápidamente para enfrentarme con mi asaltante.

El cuerpo decapitado de la muñeca, apropiadamente vestido de negro, se precipitó escaleras abajo. Me agache y pasó por encima de mi cabeza para estrellarse contra la pared que había detrás de mí.

Cuando alcé la vista y apunté con la pistola a la parte superior de las escaleras, no había nadie a quien disparar, como si la muñeca se hubiera arrancado la cabeza para arrojarla contra mí y luego se hubiera lanzado por la escalera.

Las luces de la planta baja se apagaron.

A través de la ominosa oscuridad llego hasta mí el olor de algo que se estaba quemando.

15

Busqué a tientas en la impenetrable penumbra y finalmente conseguí encontrar la barandilla. Sujeté la madera pulida con una mano sudorosa y bajé el último tramo de escalera que llevaba al vestíbulo.

Aquella oscuridad poseía una sinuosidad extraña, parecía enroscarse y retorcerse a mi alrededor mientras descendía a través de ella. Luego comprendí que eso se debía al aire, no a la oscuridad: tortuosas corrientes de aire caliente subían por la caja de la escalera.

Instantes después zarcillos, luego tentáculos y luego una gran masa modulada por impulsos de humo maloliente se derramó en la caja de la escalera desde abajo, invisible aunque palpable, y me envolvió como una anémona marina gigante podría envolver a un buceador. Tosí, me sofoqué, me esforcé por respirar y volví sobre mis pasos, con la esperanza de escapar por una ventana del segundo piso, aunque no por la del cuarto de baño principal, donde estaba Angela.

Volví al descansillo y subí a gatas tres o cuatro escalones del segundo tramo antes de detenerme. A través de las lágrimas que me llenaban los ojos debido al picor que producía el humo, vi una luz palpitante arriba.

Fuego.

Habían encendido dos fuegos. Uno arriba y otro abajo. Aquellos invisibles niños sicóticos, ocupados en su juego demente, eran al parecer numerosos. Me vino a la memoria el pelotón de rastreadores que parecían salir del suelo de la funeraria, como si Sandy Kirk tuviera el poder de convocar a los muertos fuera de sus tumbas.

Inclinado y una vez más con la mayor rapidez, me precipité hacia la única esperanza de aire respirable. La encontraría, si la había en algún sitio, en el punto más bajo del edificio, porque el humo se eleva mientras que la llama succiona el aire frío en la base para alimentarse.

Cada aspiración me provocaba un ataque de tos espasmódica que incrementaba la sensación de ahogo y aumentaba el pánico, de manera que contuve la respiración hasta que llegué al vestíbulo. Una vez allí, caí de rodillas, me extendí en el suelo y noté que podía respirar. El aire era caliente y tenía un olor acre, pero como todas las cosas son relativas, me alivió más que el aire tonificante procedente del Pacífico.

No me quedé allí echado, entregado a una orgía respiratoria. Dudé lo suficiente para hacer algunas aspiraciones profundas que limpiaron mis pulmones sucios y para acumular la suficiente saliva que me permitiera escupir el hollín que tenía en la boca.

Luego levanté la cabeza para catar el aire y comprobar hasta dónde llegaba la zona en que podía estar a salvo. No era muy alta. Tendría de diez a doce centímetros. Sin embargo, el somero refugio sería suficiente para mantenerme vivo mientras buscaba una salida.

Siempre que la alfombra no se quemara, claro está, porque entonces ya no sería un lugar seguro.

Las luces seguían apagadas, el humo era denso y cegador, repté sobre el estómago, dirigiéndome en línea recta hacia donde creía que iba a encontrar la puerta principal, la salida más próxima. Lo primero que encontré en la oscuridad fue un sofá, a juzgar por el tacto, lo que significaba que había atravesado la arcada y me encontraba en la sala de estar, al menos unos noventa grados lejos del trayecto que había creído seguir.

Unas cadencias de un luminoso naranja atravesaron el aire limpio próximo al suelo, iluminando por debajo las rizadas masas de humo como si fueran cúmulos pasando sobre una llanura. Desde mi perspectiva, sobre la alfombra, las fibras de nailon beige se pusieron tiesas como una gran llanura de hierba seca, iluminada a intervalos por una tormenta eléctrica. Aquel refugio reducido y vital bajo el humo parecía un mundo paralelo en el que había caído después de atravesar la puerta hacia otra dimensión.

Las siniestras vibraciones de la luz eran reflejos del fuego del otro lado de la habitación, aunque no mitigaban la penumbra lo suficiente como para ayudarme a encontrar el camino de salida. Aquella fluctuación sólo contribuía a confundirme y a atemorizarme.

No podía ver el fuego vivo, por lo que imaginé que se estaba produciendo en un extremo alejado de la casa. Pero ahora ya no tenía el refugio que pretendía. Como desde allí no podía vislumbrar el reflejo del fuego, era incapaz de decir si las llamas estaban a unos centímetros o a unos metros de distancia, si se acercaban o se alejaban de mí, de modo que la luz aumento mi ansiedad sin proporcionarme una guía.

O bien estaba sufriendo los efectos perjudiciales de la inhalación del humo, entre ellos una percepción del tiempo distorsionada, o bien el fuego se extendía con una rapidez poco habitual. Los incendiarios probablemente habían utilizado un acelerador, quizá gasolina.

Determinado a volver al vestíbulo y luego a la puerta principal, aspiré desesperado el aire cada vez mas acre cerca del suelo y repté por la habitación, hundiendo los codos en la alfombra para darme impulso, rebotando en los muebles, hasta que mi frente choco contra el saliente de ladrillo de la base de la chimenea. Me encontraba aún mas alejado del vestíbulo y lo cierto es que no podía imaginarme metiéndome en el hogar y subiendo por el tubo de la chimenea como un Santa Claus en su camino de vuelta al trineo.

Estaba aturdido. El dolor de cabeza me partía el cráneo en diagonal desde la ceja izquierda hasta la parte derecha del cabello. Los ojos me picaban a causa del humo y el sudor salado que caía sobre ellos. No me atraganté, sino que aquellos punzantes humos que sazonaban el aire mas limpio próximo al suelo me hicieron sentir náuseas y empecé a pensar que no iba a sobrevivir.

Procuré recordar cómo estaba situada la chimenea en relación con el arco del vestíbulo, di la vuelta a la base de ladrillos y luego me volví a mover en ángulo por la habitación.

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