Esperaba que la hierba fuera lo bastante flexible para combarse y recuperarse detrás de mí, ocultando toda huella de mi paso por aquel lugar. De todas formas, lo más probable es que un rastreador con dotes de observación diera conmigo.
Aproximadamente unos sesenta metros más allá de la verja, al fondo del declive, el prado se interrumpía con unos arbustos más frondosos. Una barrera de espesa hierba de metro y medio de altura se mezclaba con lo que debían de ser barbas de cabra y densos grupos de aureolas.
Avancé apresuradamente a través de esta vegetación y me metí en una profunda rambla. Pocas cosas prosperaban porque la temporada de tormentas había puesto al descubierto la espina dorsal del lecho de roca de la parte inferior de las colinas. Y como hacía más de dos semanas que no llovía, el curso rocoso estaba seco.
Me detuve para recuperar el aliento. Luego me incliné sobre la maleza y aparté la hierba para comprobar hasta dónde habían descendido mis perseguidores.
Cuatro de ellos se acercaban a la verja. Los haces de luz de sus linternas cortaron el cielo, tartamudearon entre las estacas puntiagudas y apuñalaron accidentalmente el suelo cuando se encaramaron y pasaron al otro lado de la verja.
Pensé con desaliento que eran rápidos y ágiles.
¿Irían todos armados, como Sandy Kirk?
Considerando su agudo instinto animal, su rapidez y su persistencia, quizá no era necesario que fueran armados. Si me capturaban, podían dejarme fuera de combate con las manos.
Me pregunté si me arrancarían los ojos.
La rambla -y el amplio declive en el que discurría- subía colina arriba hacia el nordeste y descendía colina abajo hacia el suroeste. Como me encontraba casi en el extremo nordeste de la ciudad, no encontraría ayuda si continuaba subiendo la colina.
Me encaminé hacia el suroeste, siguiendo la rambla flanqueada de matorrales, con la intención de volver a la zona poblada tan rápidamente como me fuera posible.
En el sombrío y hueco canal que tenía ante mí, la luna lustrosa brillaba suavemente en el lecho de roca como el hielo lechoso en una laguna invernal. La envolvente cortina de hierba silvestre parecía congelada.
Dominando el temor de caer en las piedras desprendidas o de romperme un tobillo en un agujero, me metí en la noche dejando que la oscuridad me empujara como el viento empuja un barco de vela. Corrí a toda velocidad por el declive sin sentir los pies en el suelo, como si estuviera patinando sobre roca helada.
Tras recorrer doscientos metros, llegué a un lugar donde las colinas se enlazaban unas a otras, dando como resultado una ramificación del hueco. Sin apenas reducir la carrera, elegí el camino de la derecha porque me dirigiría directamente a Moonlight Bay.
Me encontraba a poca distancia de la intersección cuando vi unas luces que se aproximaban. A un centenar de metros delante de mí, el hueco giraba y desaparecía hacia la izquierda, dando una vuelta completa alrededor de la colina. La fuente de luz de los rastreadores se encontraba detrás de aquella curva y observé que se trataba de la luz de unas linternas.
Ninguno de los hombres de la funeraria había tenido tiempo de salir del jardín de rosas y adelantarme con tanta rapidez. Estos eran otros.
Querían atraparme haciendo una pinza. Me dio la sensación de que me perseguía un ejército, un pelotón surgido del mismo suelo.
Me detuve.
Consideré la posibilidad de bajar a las rocas, a la protección del prado con la hierba de la altura de un hombre y de la espesa maleza que se agrupaba en la rambla. Pero aunque no dejara muchas huellas de mi paso entre aquella vegetación, estaba casi seguro de que los pocos signos de mi paso serían descubiertos por mis perseguidores. Atravesarían la maleza y me capturarían o me dispararían cuando subiera por el espacio abierto de la falda de la colina.
Aumentó el brillo de los haces de luz en la curva que tenía delante. Las tiras de la alta hierba del prado llamearon como formas bellamente cinceladas en una bandeja de plata fina.
Retrocedí hasta la Y en la cavidad y tomé la ramificación de la izquierda, que había despreciado minutos antes. Al cabo de ciento ochenta o doscientos metros encontré otra Y; quería ir hacia la derecha -hacia la ciudad- pero como temí entrar en el juego de sus conjeturas, tomé la ramificación de la izquierda que me iba a adentrar en la zona despoblada de las colinas.
Desde algún lugar en lo alto y a gran distancia, del lado oeste, llegó el gruñido de un motor, al principio distante pero luego, de pronto, más cercano. El ruido del motor era tan fuerte que pensé que procedía de una aeronave en vuelo rasante. No se parecía al estruendoso tartamudeo de un helicóptero, sino más bien al rugido de un aeroplano de ala fija.
Luego una luz deslumbrante barrió la cima de las colinas a mi izquierda y a mi derecha, pasó directamente a través de la cavidad, a dieciocho o veinte metros por encima de mi cabeza. El foco era tan brillante, tan intenso, que parecía poseer peso y textura, como el chorro de calor blanco de una sustancia fundida.
Un reflector de gran potencia. El círculo se alejó e iluminó las lejanas lomas hacia el este y el norte.
¿De dónde habían sacado ese complejo pertrecho en tan poco tiempo?
¿Era Sandy Kirk el gran jefe de una milicia antigubernamental con centro de operaciones en búnkeres secretos atestados de armas y municiones en las profundidades de la funeraria? No, aquello no sonaba a real. Tales cosas eran un ingrediente de la vida de esta época, sucesos corrientes en una sociedad que pierde sus valores, pero esto otro parecía sobrenatural. Era un territorio por el cual el torrencial y salvaje río de los acontecimientos de la tarde todavía no había atravesado.
Tenía que saber lo que estaba sucediendo allá arriba. Si no investigaba, me iba a sentir peor que un estúpido ratón en el laberinto de un laboratorio.
Salí bruscamente de la maleza y me dirigí hacia la derecha de la rambla, crucé el suelo resbaladizo de la cavidad y luego trepé por la extensa ladera de la colina, porque el proyector de luz parecía haberse originado en esa dirección. Mientras ascendía, el foco iluminó otra vez la zona de mas arriba -de hecho siguió en dirección noroeste, como yo había supuesto- y luego pasó a gran velocidad por tercera vez, iluminando con su brillo la cima de la colina hacia la cual yo me dirigía.
Tras arrastrarme los penúltimos diez metros con las manos y las rodillas, me deslice serpenteando sobre el vientre los diez finales En la cima, me enrosqué en un afloramiento de rocas castigadas por la intemperie que me proporcionaron un poco de protección y alcé la cabeza con cautela.
Un Hummer negro -o un Hymvee quizá, la versión militar original del vehículo antes de haber sido elevado de categoría para venderlo a los civiles- estaba en una colina próxima a la mía, inmediatamente a sotavento de un gigantesco roble. Aunque sólo tenía encendidas las luces traseras, el Hummer poseía una silueta inconfundible una furgoneta cuadrada, pesada, de transmisión en las cuatro ruedas, con gigantescos neumáticos, capaz de atravesar cualquier terreno.
Entonces vi los dos reflectores ambos eran de asidero, uno del conductor y el otro del pasajero del asiento delantero y ambos tenían unas lentes del tamaño de una bandeja de ensalada.
El conductor apagó su luz y puso el Hummer en marcha. La gran furgoneta salió de debajo de las extensas ramas del roble y cruzo velozmente el prado alto como si atravesara una autopista, dirigiendo hacia mí su parte trasera. Desapareció en el borde extremo, reapareció saliendo de una hondonada y ascendió rápidamente por una ladera más alejada, conquistando sin esfuerzo las colinas costeras.
Los hombres que iban a pie, con las linternas y quizá las pistolas, habían alcanzado las hondonadas. Para evitar que me ocultara en los terrenos elevados y para obligarme a bajar a donde los rastreadores pudieran encontrarme, el Hummer patrullaba por la cima de las colinas.
– ¿Quien es esta gente? -murmure.
Los reflectores del Hummer se proyectaban como látigos, barrían las colinas mas alejadas, iluminaban un mar de hierba en una brisa vaga cuyo flujo menguaba y se acrecentaba. Una ola tras otra rompía al otro lado del suelo ascendente y lamía los troncos de las islas de robles.
Luego, la gran furgoneta se puso otra vez en movimiento y retozó en un terreno menos acogedor. Las luces delanteras se agitaban, un reflector osciló violentamente a lo largo de la cima de una colina, luego se metió en una hondonada, salió de nuevo y se dirigió hacia el este y el sur a otro punto ventajoso.
Me pregunte si estas actividades serían visibles desde las calles de Moonlight Bay, en las colinas más bajas y en el llano, cerca del océano. A pocos ciudadanos se les ocurriría salir y mirar hacia arriba, en un ángulo que revelara el suficiente movimiento como para atraer su curiosidad.
Quienes avistaran los reflectores pensarían que unos adolescentes o los alumnos de un colegio, en un vulgar cuatro por cuatro, perseguían a un alce o un ciervo en la costa: un deporte ilegal aunque no sangriento con el que la mayoría era tolerante.
Poco después el Hummer dio un giro hacia mí. A juzgar por sus pautas anteriores, podía llegar a la colina en dos movimientos.
Me refugié en la parte baja de la ladera, en la hondonada por la que antes había trepado exactamente donde ellos me querían. No tenía otra elección.
Hasta ese momento había confiado que podría escapar. Ahora mi confianza estaba menguando.
Me dirigí al prado y a la rambla y continué en la misma dirección hacia la que me había encaminado antes de que los reflectores me obligaran a subir a la cima de la colina. Sólo había dado unos pasos cuando me detuve, sorprendido por algo con unos brillantes ojos verdes que permanecía a la expectativa en el sendero frente a mí.
Un coyote.
Semejantes a los lobos aunque más pequeños y con un hocico más estrecho, estos animales esbeltos y larguiruchos pueden ser peligrosos. Cuando la civilización invadió su territorio, fueron literalmente aniquilados con la excusa de proteger los patios traseros de los barrios residenciales próximos a las colinas. De vez en cuando oyes que un coyote ha atacado a un niño. Aunque sólo raramente atacan a personas adultas, yo no confiaría demasiado en su limitación o en mi tamaño superior si me encontrara con un grupo, o hasta con un par de ellos, en su territorio.
Mi visión nocturna todavía se estaba recuperando del deslumbramiento de los reflectores, y hubo unos instantes tensos antes de que percibiera que aquellos brillantes ojos verdes estaban demasiado cerca para ser los de un coyote. Además, a menos que aquella bestia estuviera dispuesta a saltar con el pecho contra el suelo, me dirigía su maligna mirada desde una posición demasiado baja para ser la de un coyote.