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Esta noche del mes de marzo tan lejana de la época de la infancia, la ventana del crematorio y la escena que se desarrollaba tras ella eran más reales de lo que yo hubiera deseado. Alguien había apaleado brutalmente al vagabundo hasta matarle y luego le había arrancado los ojos.

Si el asesinato y la sustitución de aquel cadáver por el de mi padre tenía sentido cuando se conocieran todos los hechos, ¿por qué arrancarle los ojos? ¿Había alguna razón lógica para enviar a aquel pobre hombre sin ojos a consumirse en el fuego del crematorio?

¿Habían desfigurado al vagabundo por alguna razón oscura e inmoral?

Recordé al gigante de la cabeza rapada y el pendiente con la perla. Recordé su rostro sin ángulos. Los ojos de cazador, negros y fijos. La fría y desagradable voz metálica. Imaginé a ese hombre sintiendo placer ante el dolor ajeno, cortando carne con la misma despreocupación y facilidad que un leñador una ramita.

Además, en aquel extraño nuevo mundo que había entrado en mi vida tras la experiencia en el sótano del hospital, no era difícil imaginar a Sandy Kirk desfigurando el cuerpo: Sandy, tan atractivo y superficial como un modelo profesional, Sandy, cuyo querido padre había llorado al incinerar a Rebecca Acquilain. Es posible que hubieran sacrificado los ojos en el altar del santuario, en el rincón más alejado y de difícil acceso del jardín de rosas, que Bobby y yo nunca pudimos encontrar.

Cuando Sandy y su ayudante dirigían la camilla hacia el horno, sonó el teléfono en el crematorio.

Me aparte sobresaltado de la ventana como si se hubiera disparado una alarma.

Cuando me acerque otra vez al cristal, vi a Sandy sacarse la mascarilla de cirujano y alzar el auricular del teléfono de pared. El tono de su voz indicaba confusión, después alarma, enfado, aunque a través del doble paño de la ventana no pude escuchar la conversación.

Sandy colgó el auricular del teléfono con tanta violencia que estuvo a punto de arrancar la caja de la pared. Quienquiera que estuviera en el otro extremo de la línea había hablado claro.

Sandy dijo algo a su ayudante mientras se quitaba los guantes de látex. Creí oírle decir mi nombre, y no precisamente con admiración o afecto.

Jesse Pinn, el ayudante, era un hombre de rostro enjuto y pálido, pelirrojo, de ojos castaños y unos labios finos y apretados que parecían anticipar el sabor de un conejo recién abatido. Pinn se dispuso a abrir la cremallera de la bolsa que encerraba el cadáver del vagabundo.

La chaqueta del traje de Sandy colgaba de una de las perchas a la derecha de la puerta. Cuando la cogió, me quede atónito al ver que debajo de la americana le colgaba una pistolera hundida por el peso de un arma.

Sandy vio a Pinn manipular torpemente la bolsa del cadáver, le dijo algo con un tono abrupto y señalo hacia la ventana.

Pinn corrió directamente hacia donde me encontraba y yo me separe deprisa del paño. El hombre cerro los listones medio abiertos de la persiana.

En ese momento dude de lo que había visto.

Por un lado, teniendo presente que soy profundamente optimista y esta es una condición inherente en mí, decidí que en esta ocasión sería prudente prestar atención a un instinto más pesimista y no vacilar. Me aleje apresuradamente de la pared del garaje y de la arboleda de eucaliptos, rodeado por un aroma a muerte, y me dirigí al patio posterior.

Las hojas amontonadas crujían con tanta dureza como caparazones de caracol bajo los pies. Por suerte me protegía el susurro de la brisa entre las ramas de los árboles.

El viento, lleno del rumor apagado del mar a través del cual había viajado tanto, enmascaraba mis movimientos.

Pero también ocultaría el sonido de unos pasos que me siguieran.

Estaba seguro de que la llamada telefónica procedía de los auxiliares del hospital. Habían examinado el contenido de la maleta, habían encontrado la cartera de mi padre y en consecuencia dedujeron que yo debía de haber estado en el garaje y había sido testigo del cambalache con el cuerpo.

El informador le había hecho ver a Sandy que mi aparición ante su puerta no había sido tan inocente como parecía. Saldría con Jesse Pinn a comprobar si yo todavía estaba oculto en su propiedad.

Llegue al patio posterior. El prado recortado me pareció más extenso de lo que recordaba.

La luna llena no brillaba más que unos minutos atrás, pero toda la superficie que antes había absorbido su lánguida luz ahora la reflejaba y la amplificaba. El resplandor plateado y espectral que bañaba la noche me ponía en evidencia.

Decidí no atravesar el amplio patio de ladrillo y acercarme a la casa y a la avenida de la entrada. Alejarme del camino por el cual había llegado sería demasiado arriesgado.

Atravesé el prado hacia el terreno de la rosaleda en la parte trasera de la propiedad. Delante de mí se extendían unas terrazas descendentes con extensas hileras de espalderas dispuestas en ángulo, numerosas glorietas como túneles y un laberinto de senderos tortuosos.

En nuestra suave costa la primavera no retrasa su estreno, su aparición corresponde a la fecha del calendario, y casi todas las rosas estaban abiertas. Las flores rojas y otras de tonos mas oscuros parecían negras a la luz de la luna, rosas para un altar siniestro, pero también había enormes capullos blancos, tan grandes como la cabeza de un bebe, inclinándose con el arrullo de la brisa.

Escuche voces masculinas detrás de mí. Llegaban débiles y a retazos entre el viento intermitente.

Agazapado detrás de un alto enrejado, mire hacia atrás a través de los recuadros abiertos entre los blancos cruces de las celosías. Aparté cuidadosamente las agudas espinas de las enredaderas.

Cerca del garaje, dos haces de luz expulsaron a las sombras de los arbustos, de un salto enviaron a los espectros a las ramas de los árboles y se reflejaron en las ventanas.

Sandy Kirk estaba detrás de uno de aquellos haces de luz y era indudable que llevaba el arma que yo había descubierto fugazmente. Jesse Pinn también debía de ir armado.

Hubo un tiempo en que los empresarios de las funerarias y sus ayudantes no eran peligrosos. Hasta aquella tarde creí que todavía vivía en aquella época.

Entonces apareció un tercer haz de luz en el extremo de la casa. Luego el cuarto y el quinto.

Y el sexto.

Ignoraba de donde habían salido aquellos nuevos perseguidores ni de donde habían llegado con tanta rapidez. Se abrieron hasta formar una línea y avanzaron con un propósito determinado por el patio, pasaron la piscina, se dirigieron al jardín de rosas, escudriñando con los haces de luz amenazadoras figuras tan misteriosas como los espíritus malignos de un sueño.

7

Los rastreadores sin rostro y los retorcidos laberintos que importunan nuestro sueño se convirtieron en una realidad.

Los jardines se escalonaban en cinco amplias terrazas siguiendo una de las laderas de la colma. A pesar de aquellas pequeñas mesetas y de la suavidad del declive entre unas y otras, a medida que descendía fui adquiriendo una velocidad tal que temí tropezar, caer y romperme una pierna.

Las glorietas y las caprichosas espalderas que se alzaban por todos lados parecían ruinas. En los niveles más bajos, se elevaban en exceso con las enredaderas que se trenzaban en la celosía, y cuando pase corriendo junto a ellas parecían animales retorciéndose.

La noche se había convertido en una pesadilla.

El corazón me latía con tanta fuerza que las estrellas daban vueltas.

Sentí como si la bóveda del cielo se aproximara hacia mí y ganara impulso como una avalancha.

Cuando llegue al extremo de los jardines intuí tanto como vi la forma vaga de la reja de hierro forjado de dos metros de altura, su pintura de un negro reluciente brillaba a la luz de la luna. Hundí los talones en la tierra blanda y al frenar choque contra los gruesos palos aunque no con la fuerza suficiente para hacerme daño.

No hice demasiado ruido tampoco. Las astas verticales estaban sólidamente unidas a las horizontales, cuando recibió mi impacto, la verja emitió un sonido breve y sordo.

Me apoye en el hierro.

Un sabor amargo me molesto. Tenía la boca tan seca que no podía escupir.

Sentí un picor en la sien derecha. Alce la mano hasta la cara. Tenía tres espinas clavadas en la piel. Las extraje.

Durante la carrera colina abajo debí de haber pasado rozando un rosal silvestre aunque no recordaba haberlo hecho.

Es posible que, como respiraba sin pausa, la suave fragancia de las rosas fuera demasiado tenue, y quedara camuflada por un cierto hedor a podrido. De nuevo podía oler la crema antisolar, casi tan intensa como cuando me la había aplicado -pero ahora con un punto de acidez- porque el sudor había revitalizado el olor de la loción.

Me dominaba el absurdo y firme convencimiento de que mis seis perseguidores podían descubrirme por el olor como si fueran sabuesos. Por el momento me encontraba a salvo solo porque estaba con el viento a favor.

Agarrándome con fuerza a la reja, cuya vibración sentí en las manos y en los huesos, miré hacia lo alto de la colina. La partida de persecución se dirigía desde la terraza mas elevada hacia la segunda.

Seis guadañas de luz se agitaban entre las rosas. Porciones de celosías, brevemente iluminadas y distorsionadas por aquellas brillantes y largas espadas, parecían huesos de dragones muertos.

Los jardines presentaban la dificultad de tener mas lugares en los que ocultarse que los prados abiertos de arriba. Sin embargo, los perseguidores avanzaban ahora a mayor velocidad.

Escale la verja y me balanceé en la cima, procurando que la chaqueta o la pernera de los téjanos no se quedaran enganchados en las afiladas puntas. Más allá se extendía el campo abierto: valles en sombra, la curva ascendente de hileras de colinas iluminadas por la luna, grupos de robles negros aquí y allá, apenas visibles.

Cuando me dejé caer al otro lado de la verja la hierba, exuberante debido a las recientes lluvias de invierno me cubrió hasta la rodilla. Aspire el aroma del verde jugo procedente de las hojas aplastadas bajo mis zapatos.

Seguramente Sandy y sus ayudantes revisarían todo el perímetro de la propiedad, así es que rodeé la parte inferior de la colina, para alejarme de la funeraria. Quería salir del alcance de sus linternas antes de que llegaran a la verja.

Pero me alejé también de la ciudad, lo cual no era conveniente. No encontraría ayuda en una zona desierta. Cada paso hacia el este era un paso hacia el aislamiento, y en una zona aislada yo era tan vulnerable como cualquiera, más vulnerable que la mayoría.

Por suerte la época del año estaba de mi parte. Si hubiera sido pleno verano la hierba estaría tan dorada como el trigo y tan seca como el papel. Mi avance hubiera quedado marcado por una franja de tallos hollados.

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