Al principio pensé que tenía los ojos ocultos por costras negras de sangre. Luego observé que no tenía ojos. Estaba mirando unas cuencas vacías.
Recordé al viejo con la hemorragia y lo espantoso que nos había parecido a Bobby y a mí. No era nada comparado con esto. Aquel fue tan sólo un trabajo de naturaleza impersonal, mientras que ahora se trataba de perversidad humana.
Durante los meses de octubre y noviembre de años atrás, Bobby Halloway y yo volvimos periódicamente a la ventana del crematorio. A hurtadillas, en medio de la oscuridad, procurando no tropezar con la hiedra del suelo, saturábamos los pulmones con el aire perfumado de los eucaliptos, aroma que desde entonces asocio con la muerte.
Durante aquellos dos meses, Frank Kirk dirigió catorce funerales, pero sólo tres difuntos fueron incinerados. A los otros los embalsamaron para un entierro tradicional.
Bobby y yo lamentábamos que la sala de embalsamar no tuviera ventanas. Aquel sancta sanctorum -donde «hacen el trabajo sucio» como Bobby y yo lo bautizamos- estaba en el sótano, al resguardo de espías truculentos como nosotros.
Yo sentía un secreto alivio de que nuestro curioseo se limitara al trabajo limpio de Frank Kirk. Creo que Bobby también sentía ese alivio, aunque pretendiera estar muy desilusionado.
Supongo que Frank llevaba a cabo este trabajo durante el día, mientras restringía las incineraciones a las horas nocturnas. Este hecho hacía posible que yo pudiera presenciarlo.
Aunque el voluminoso crematorio -más antiguo que el Power Pak II que Sandy utiliza ahora- ponía los restos humanos a temperaturas muy elevadas y poseía un dispositivo para el control de emisiones, por la chimenea se escapaba un delgado hilo de humo. Frank llevaba a cabo las incineraciones por la noche, toda una deferencia para los desolados miembros de la familia o amigos que así podían, a la luz del día, contemplar desde la ciudad la funeraria de la colina y ver cómo el ultimo de sus seres queridos se dirigía al cielo formando finas serpientes grises.
Por suerte para nosotros, el padre de Bobby, Anson, era el director de la Moonlight Bay Gazette . Bobby aprovechaba su amistad y familiaridad con los periodistas para enterarse de las muertes por accidente y por causas naturales.
Siempre sabíamos cuándo Frank Kirk tenía un muerto reciente, aunque no estábamos seguros de si lo iba a embalsamar o a incinerar. Inmediatamente después del anochecer, subíamos con nuestras bicicletas hasta las proximidades de la funeraria y luego nos metíamos a hurtadillas en la propiedad, esperando ante la ventana del crematorio hasta que empezara la acción o hasta asegurarnos de que en aquella ocasión no iban a incinerar ningún cadáver.
El señor Garth, presidente del First National Bank, de sesenta años, falleció de un ataque de corazón a finales del mes de octubre. Esperamos a que lo metieran en el horno.
En noviembre, un carpintero llamado Henry Aimes se cayó de un tejado y se rompió el cuello. Aunque Aimes fue incinerado, Bobby y yo no presenciamos el proceso, porque Frank Kirk o su ayudante se acordaron de cerrar los listones de la persiana.
Las persianas estaban abiertas la segunda semana de diciembre, cuando volvimos para la incineración de Rebecca Acquilain. Estaba casada con Tom Acquilain, profesor del instituto donde Bobby asistía a clase pero yo no. La señora Acquilain, bibliotecaria de la ciudad, sólo tenía treinta años y era madre de un niño de cinco llamado Devlin.
En la camilla, cubierta con una sabana hasta el cuello, la señora Acquilain estaba tan hermosa que la visión de su rostro no fue un deleite para la vista sino que nos encogió el corazón. Nos quedamos sin respiración.
Supongo que nos dimos cuenta de que era una mujer hermosa, con la que nunca habíamos soñado. Era la bibliotecaria, la madre de alguien, y nosotros a los trece años no nos dedicábamos a observar una belleza tan serena como la luz de las estrellas del cielo y tan pura como el agua de la lluvia. La carne que nos encandilaba era la de las mujeres desnudas de los naipes. Hasta ese momento, habíamos visto con frecuencia a la señora Acquilain pero nunca la hablamos mirado.
La muerte no le causo estragos, porque había fallecido rápidamente. Un defecto en una arteria cerebral, que sin duda era de nacimiento pero no se lo habían diagnosticado, se dilató y reventó una cierta mañana. Se fue en cuestión de horas.
Yacía en la camilla de la funeraria, con los ojos cerrados. Con los rasgos relajados, parecía dormida. Tenía la boca ligeramente curvada, como sumergida en un sueño agradable.
Cuando los dos empleados de la funeraria retiraron la sábana para trasladar a la señora Acquilain a la caja de cartón y luego al crematorio, Bobby y yo observamos su esbeltez, sus exquisitas proporciones, más allá de lo que cualquier palabra pudiera describir. Era una belleza que sobrepasaba el mero erotismo y no la contemplamos con un deseo enfermizo, sino con reverencia.
Parecía tan joven…
Parecía inmortal.
Los empleados de la funeraria la llevaron al horno con una deferencia y un respeto poco habituales. Cuando la puerta se cerró detrás de la muerta, Frank Kirk se quito los guantes de látex y se pasó el dorso de la mano por el ojo izquierdo y luego por el derecho. No fue un alarde de perspicacia comprobar que se enjugaba las lágrimas.
Durante las otras incineraciones, Frank y su ayudante charlaban sin parar, aunque nosotros no podíamos oír lo que decían. Aquella noche, apenas lo hicieron.
Bobby y yo también permanecimos en silencio.
Devolvimos el banco al patio. Salimos apresuradamente de la propiedad de Frank Kirk.
Recuperamos las bicicletas y rodamos a través de las calles más oscuras de Moonlight Bay.
Nos dirigimos a la playa.
A aquellas horas, y en aquella estación, la extensa playa estaba desierta. A nuestra espalda, tan magníficas como el plumaje del ave fénix, anidadas en las colinas y fluctuantes a través de los abundantes árboles, aparecían las luces de la ciudad. Frente a nosotros se extendía la negra capa del vasto Pacífico.
Había un suave oleaje. Pequeñas olas muy espaciadas se deslizaban hasta la orilla, arrojando perezosamente sus crestas fosforescentes, que se desprendían de derecha a izquierda, como la blanca corteza de la oscura carne del mar.
Sentado en la arena contemplando el ir y venir de las olas, recordé que la Navidad estaba muy cerca. Faltaban dos semanas. No quería pensar en la Navidad, pero la idea me bailaba y campanilleaba dentro de la cabeza.
Ignoro lo que Bobby estaba pensando. No se lo pregunté. No quería hablar. Él tampoco.
Imaginé lo que serían las Navidades para el pequeño Devlin Acquilain sin su madre. Quizás era demasiado pequeño para comprender el significado de la muerte.
Tom Acquilain, el marido, sabía lo que significaba la muerte, seguro. Y es probable que pusiera un árbol de Navidad para Devlin.
¿De dónde sacaría la fuerza suficiente para colgar las cintas en el árbol?
– Vamos a nadar -dijo Bobby, hablando por primera vez desde que habíamos visto retirar la sábana del cuerpo de la mujer.
Aunque el día había sido templado, estábamos en diciembre y no era un año en el que El Niño -las corrientes cálidas procedentes del hemisferio sur- discurriera hacia la costa. La temperatura del agua era inhóspita y el aire ligeramente frío.
Bobby se desnudó, doblo la ropa y para mantenerla libre de arena, la apiló ordenadamente sobre una manta de algas que se habían lavado en tierra durante el día y el sol había secado. Yo doble las mías y las puse al lado.
Nos metimos desnudos en el agua negra y nadamos contra corriente, alejándonos demasiado de la orilla.
Giramos hacia el norte y avanzamos paralelos a la costa.
Braceamos sin esfuerzo. Moviendo apenas las piernas. Subiendo y bajando con el movimiento de las olas. Nadamos hasta una distancia peligrosa.
Éramos magníficos nadadores, aunque nos estábamos arriesgando.
El nadador encuentra el agua fría menos desagradable después de un rato de encontrarse en ella, cuando la temperatura del cuerpo desciende, la diferencia entre la temperatura de la piel y el agua se hace mucho menos perceptible. Además, el ejercicio provoca la sensación de calor. Y una sensación segura pero falsa de calor puede ser peligrosa.
Sin embargo aquellas aguas se fueron enfriando cada vez más a medida que la temperatura de nuestros cuerpos descendía. No alcanzamos ese punto de relajación, auténtico o falso.
En lugar de adentrarnos tanto hacia el norte, hubiéramos tenido que dirigirnos hacia la orilla. Si nos hubiera quedado una pizca de sentido común, habríamos vuelto al montón de algas secas donde habíamos dejado la ropa.
Sin embargo apenas hicimos una pausa, y flotamos aspirando profundamente el aire frío y el agua que nos enfriaba la garganta. Luego, sin decir una palabra, giramos hacia el sur y seguimos nadando demasiado lejos de la orilla.
Los miembros me pesaban cada vez más. Sentí en el estómago unos terribles retortijones. El latido de mi corazón era tan fuerte como para hundirme bajo la superficie.
Aunque nuestros movimientos eran tan suaves como cuando habíamos entrado en el agua, eran mucho más torpes y la boca se nos llenaba de una espuma blanca y fría.
Nadamos el uno junto al otro, procurando no perdernos de vista. El cielo invernal no era agradable, las luces de la ciudad estaban tan distantes como las estrellas y el mar era hostil. Allí sólo existía la amistad, porque sabíamos que, en un momento de dificultad, ambos hubiéramos dado la vida por salvar al otro.
Cuando llegamos a la orilla, apenas teníamos fuerzas para salir del agua. Salimos exhaustos, con náuseas, más pálidos que la arena y con violentos temblores y escupimos para echar fuera el sabor astringente del mar.
Teníamos tanto frío que no hubiéramos podido ni imaginar siquiera el calor del horno crematorio. Aun después de habernos vestido, todavía temblábamos, y esto era bueno.
Sacamos las bicicletas de la arena, cruzamos la zona de césped que bordeaba la playa y nos dirigimos a la calle más próxima.
– Mierda -dijo Bobby al subir a la bicicleta.
– Sí -dije yo.
Pedaleamos de regreso a nuestras respectivas casas.
Fuimos directamente a la cama como si estuviéramos enfermos. Nos quedamos dormidos. Soñamos. La vida continuó.
Ya no volvimos más a la ventana del crematorio.
Nunca volvimos a hablar de la señora Acquilain.
Años más tarde, tanto Bobby como yo hubiéramos dado la vida por salvar la del otro, y sin dudarlo.
Qué extraño es este mundo: las cosas que podemos tocar fácilmente, esas cosas tan reales a los sentidos -la dulce arquitectura del cuerpo de una mujer, nuestra carne y nuestros huesos, el frío del mar y el brillo de las estrellas-, son muchísimo menos reales que aquello que no podemos tocar, probar, oler o ver. Las bicicletas y los muchachos que las conducen son menos reales que lo que pensamos o lo que sentimos, menos sustanciales que la amistad, el amor y la soledad, que todo lo que existe hace muchísimo tiempo en el mundo.