Como no vi a nadie en las iluminadas ventanas de la parte trasera, crucé el patio rápidamente. La luna, blanca como el pétalo de una rosa flotaba en las aguas entintadas de la piscina.
Junto a la casa había un espacioso garaje en forma de L, que comprendía un patio para automóviles al que sólo se podía acceder desde la parte frontal. El garaje albergaba dos coches de la funeraria y los vehículos particulares de Sandy, y además, en el extremo más alejado de la residencia, el horno crematorio.
Di la vuelta a uno de los recodos del garaje, en la parte trasera del segundo brazo de la L, donde unos inmensos eucaliptos tapaban casi toda la luz de la luna. El aire estaba perfumado con su fragancia medicinal y una alfombra de hojas muertas crujía bajo las pisadas.
Ningún rincón de Moonlight Bay me es desconocido, y menos este.
La mayoría de las noches las había dedicado a explorar la ciudad, y gracias a ello había hecho algunos descubrimientos macabros.
Frente a mí, a la izquierda, una luz fría indicaba la ventana del crematorio. Me aproximé con el convencimiento, correcto como después se verá, de que estaba a punto de descubrir algo mucho más extraño y mucho peor de lo que Bobby Halloway y yo habíamos visto una noche del mes de octubre cuando teníamos trece años…
Más de diez años atrás sufría una vena de morbosidad parecida a la de otros chicos de mi edad, me sentía atraído como cualquier muchacho por el misterioso y espeluznante encanto de la muerte. Bobby Halloway y yo, amigos desde entonces, pensamos que sería todo un riesgo merodear por la propiedad del empresario de la funeraria en busca de algo repulsivo, horrible y emocionante.
No recuerdo que era lo que pensábamos -o esperábamos- encontrar allí. ¿Una colección de calaveras? ¿El balancín del porche fabricado con huesos? ¿Un laboratorio secreto donde el falaz y aparentemente normal Frank Kirk y su falaz y aparentemente normal hijo Sandy capturaban los rayos de las nubes de tormenta para reanimar a nuestros vecinos muertos, que luego utilizaban como esclavos para que les cocinaran y limpiaran la casa?
O quizá pensamos que podíamos tropezar en un sepulcro con los dioses diabólicos Cthulhu y Yog-Sothoth en algún rincón siniestro lleno de zarzas del jardín de rosas. En aquella época Bobby y yo leíamos mucho a H P Lovecraft.
Bobby dice que éramos un par de tipos raros. Yo le contesto que éramos raros, de acuerdo, pero no menos que otros chicos.
Bobby lo dice quizá porque los otros chicos abandonaron poco a poco estas extravagancias mientras que, en nuestro caso, fueron aumentando.
En esto no estoy de acuerdo con Bobby. No me considero más raro que cualquiera que haya conocido. De hecho, soy un maldito espectáculo menos raro que algunos.
En el caso de Bobby es cierto, sin embargo. Porque el atesora su rareza y desea creer que yo he hecho lo mismo con la mía.
Insiste en su rareza. Dice que porque conocemos y abrazamos nuestra diferencia, estamos en gran armonía con la naturaleza, porque la naturaleza es profundamente original.
Aquella noche del mes de octubre, detrás del garaje de la funeraria, Bobby Halloway y yo descubrimos la ventana del horno crematorio. Nos atrajo una luz que vibraba contra el cristal.
Pero la ventana era alta y nosotros no lo suficiente para escudriñar el interior. Con la sensación de clandestinidad de un comando explorando el campamento enemigo, cogimos un banco de teca del patio, lo llevamos a la parte trasera del garaje, y una vez allí lo pusimos debajo de la ventana iluminada.
Uno junto al otro encima del banco, reconocimos el escenario. El interior de la ventana estaba cubierto por una persiana levolor; pero alguien había olvidado cerrar los listones, dándonos la oportunidad de poder ver trabajando a Frank Kirk y a uno de sus ayudantes con absoluta claridad.
La luz de la habitación no era lo suficientemente brillante para perjudicarme. Al menos esto fue lo que me dije cuando apreté la nariz contra el cristal.
Yo era un chico muy cauteloso, pero como al fin y al cabo no era más que un muchacho, amante de la aventura y de la camaradería, hubiera arriesgado quedarme ciego para compartir ese momento con Bobby Halloway.
En una camilla de acero inoxidable próxima a la ventana yacía el cuerpo de un hombre de avanzada edad. Estaba cubierto con una sabana, de la que solo sobresalía un rostro estragado. Con los cabellos de un blanco amarillento enmarañados y enredados, parecía que había muerto en medio de un vendaval. Pero a juzgar por su piel gris y cérea, las mejillas hundidas y los labios muy agrietados no había sucumbido a una tormenta sino a una prolongada enfermedad.
Si Bobby y yo hubiéramos conocido a ese hombre en vida, no lo hubiéramos reconocido con ese aspecto ceniciento y demacrado. Si se hubiera tratado de algún conocido no hubiera sido menos horrible, aunque quizá no nos hubiera atraído tanto ni nos hubiera producido ese oscuro deleite.
Para nosotros, que acabábamos de cumplir trece años y estábamos satisfechos de ello, lo más atractivo, extraordinario y fantástico del cadáver era, claro esta, la brutalidad que emanaba de su aspecto. Tenía un ojo cerrado pero el otro estaba completamente abierto, con la mirada fija, obstruido por la irrupción de una hemorragia de un brillante color rojo. Como nos hipnotizo ese ojo.
Tan muerto y ciego como el ojo pintado de una muñeca, no obstante nos atravesó hasta la medula.
Ora en un silencio embelesado y terrible, ora con un murmullo de impaciencia, como un par de comentaristas deportivos haciendo chistes coloristas, contemplamos como Frank y su ayudante preparaban el horno crematorio en uno de los extremos de la habitación. En el cuarto debía de hacer calor, porque los hombres se sacaron las corbatas y se arremangaron las mangas de las camisas, unas finas gotas de transpiración formaban una veladura en su cara.
Afuera la noche de octubre era templada. Sin embargo Bobby y yo temblábamos, se nos puso carne de gallina y nos maravillo que el aliento no se transformara en blancas nubes heladas.
Los de la funeraria retiraron la sabana del cadáver y nosotros contemplamos los horrores de la edad y de la enfermedad asesina. Pero lo miramos con el mismo estremecimiento romántico que sentíamos cuando mirábamos divertidos videos del tipo La noche de los muertos vivientes .
Cuando trasladaron el cadáver a la caja de cartón y lo introdujeron en las llamas azules del horno crematorio, me aferré al brazo de Bobby y el me puso su húmeda mano en la nuca, y permanecimos agarrados el uno al otro, mientras una fuerza magnética y sobrenatural nos impulsaba hacia delante, hacia añicos la ventana y nos precipitaba en la habitación, en el horno con el muerto.
Frank Kirk cerró el horno crematorio.
A pesar de que la ventana estaba cerrada, el ruido metálico de la puerta del horno fue lo bastante fuerte, lo bastante terminante como para resonar en lo mas hondo de nuestros huesos.
Luego, tras haber devuelto el banco de teca al patio y de haber huido apresuradamente de la propiedad del dueño de la funeraria, nos dirigimos a las gradas del campo de fútbol, detrás del instituto. Cuando no se jugaba un partido era un lugar oscuro en el que me encontraba a salvo. Bebimos apresuradamente las coca-colas y comimos ruidosamente las patatas chip que Bobby había comprado de camino en la 7-Eleven.
– Que fantástico, ha sido fantástico -exclamo Bobby excitado.
– Más fantástico que nunca -asentí.
– Más fantástico que los naipes de Ned.
Ned era un amigo que se había marchado a San Francisco con sus padres el mes de agosto anterior. Había conseguido una baraja de naipes -como, nunca nos lo revelaría- que mostraban fotografías eróticas de mujeres desnudas, veintidós bellezas diferentes.
– Definitivamente, más fantástico que los naipes -asentí- Más fantástico que cuando aquel camión cisterna dio la vuelta de campana y exploto en la autopista.
– Sí, sí, millones de veces más fantástico que eso. Más que cuando a Zach Blenheim lo enganchó aquel poli de las cicatrices, el de las veintiocho costuras en el brazo.
– Verdaderamente miles de millones de veces más fantástico que eso -convine.
– ¡Su ojo! -exclamo Bobby recordando la espectacular hemorragia del cadáver.
– ¡Oh Dios, que ojo!
– ¡Qué pan-o-rama!
Bebimos las coca-colas a grandes tragos y charlamos y reímos más que nunca.
Qué extraordinarias criaturas éramos a los trece años.
En las gradas del campo de atletismo, supe que aquella aventura macabra había estrechado el lazo de una amistad que nada ni nadie iba nunca a aflojar. Hacía dos años que éramos amigos, pero aquella noche, nuestra amistad se reforzó, se hizo más compleja de lo que era cuando empezó la velada. Habíamos compartido una impresionante experiencia formativa e intuíamos que el acontecimiento era más profundo de lo que parecía a simple vista, más profundo de lo que unos muchachos de nuestra edad podían comprender. Para mí, Bobby había adquirido un atractivo nuevo, como yo lo había adquirido a sus ojos, porque nos habíamos atrevido a hacer aquello.
Después iba a descubrir que sólo había sido el preludio. El vínculo real llegó la segunda semana del mes de diciembre, cuando vimos algo infinitamente más turbador que el cadáver del ojo sangriento.
Quince años después, me consideraba demasiado adulto para correr aventuras de esa clase y demasiado más respetuoso con la propiedad ajena de lo que suelen ser los muchachos de trece años Y, sin embargo, volvía a estar allí, pisando con cautela la alfombra de hojas muertas de eucaliptos y acercando la cara a la fatídica ventana.
La persiana levolor, aunque amarillenta por el paso de los años, parecía la misma que aquella a través de la cual nos habíamos asomado Bobby y yo hacia tantos años. Los listones estaban ajustados en una esquina, pero los espacios que había entre ellos eran lo bastante anchos para permitir la visión de todo el crematorio, y mi altura me permitía verlo sin la ayuda de un banco del patio.
Sandy Kirk y uno de sus ayudantes estaban trabajando cerca del Power Pak II Cremation System. Llevaban mascarillas de cirujano, guantes de látex y mandiles desechables de plástico.
Sobre la camilla próxima a la ventana había una bolsa opaca de vinilo, con la cremallera abierta, hendida como una vaina madura, con un hombre muerto acurrucado en el interior. Evidentemente se trataba del autoestopista que sería incinerado en lugar de mi padre.
Debía medir alrededor de 1,60 y pesar unos setenta y dos kilos. Debido a la paliza que le habían dado, me fue imposible calibrar su edad. Su rostro presentaba una grotesca hinchazón.