Cuando mi visión se adaptó a las sombras de la noche y a la luz de la luna, descubrí que lo que tenía ante mí era un indefenso gato. No un puma, lo cual hubiera sido mucho peor que un coyote y razón suficiente para provocar un terror genuino, sino un simple gato casero: gris o beige claro, imposible de determinar bajo aquella luz.
La mayoría de los gatos no son estúpidos. Aunque persigan a un ratón de campo o a los lagartos del desierto, nunca se aventuran en el territorio de un coyote.
Pero lo cierto es que cuando conseguí verla con más claridad, aquella criatura particular parecía estar en un estado de alerta exagerado. Sentada en posición erecta, con la cabeza enderezada, las orejas erguidas, me estudiaba con intensidad.
Cuando di un paso hacia él, el gato se puso de cuatro patas. Y cuando avancé otro paso, se alejó de mí, salió corriendo por el sendero plateado por la luna y se perdió en la oscuridad.
En otro lugar de la noche, el Hummer se puso otra vez en movimiento. Los chirridos y gruñidos se hicieron cada vez más fuertes.
Aceleré el paso.
Cuando había recorrido unos cien metros, el Hummer no se había alejado más, sino que rondaba por algún lugar próximo. Su motor sonaba como un lento y profundo jadeo. Arriba, la predadora mirada de las luces rastreaba su presa en la noche.
Mientras buscaba la siguiente ramificación de la hondonada, descubrí al gato esperándome. Estaba sentado en el cruce, inmóvil.
Cuando me dirigí al sendero de la izquierda, el gato corrió hacia el de la derecha. Dio unos cuantos pasos, se detuvo y volvió hacia mí sus ojos de linterna.
Aquel gato debía de estar perfectamente enterado de la existencia de los rastreadores, no tanto de los que ocupaban el ruidoso Hummer sino de los hombres que iban a pie. Debió de percibir, con sus agudos sentidos, las feromonas de la agresividad que iban derramando a su paso. La inminente violencia. Seguramente deseaba evitar a aquella gente tanto como yo. Llegado el caso, prefería elegir la vía de escape que escogiera el animal que la que pudiera elegir yo.
De pronto el ruido del motor del Hummer se hizo más atronador. El fuerte estruendo recorrió con un eco la hondonada, de tal manera que parecía acercarse y alejarse al mismo tiempo. Permanecí indeciso en medio de todo aquel estruendo, y por un instante me debatí en la duda.
Entonces decidí seguir al gato.
Cuando giré por la bifurcación de la izquierda, el Hummer lo hizo en la cima de la colina hacia el flanco oriental de la hondonada que yo había estado a punto de tomar. Durante un instante se quedó inmóvil, suspendido, como si la ingravidez hubiera detenido el tiempo en un reloj, los reflectores como líneas gemelas dirigidas al funámbulo del circo en la cuerda floja flotando en el aire, un faro dirigido directamente hacia la negra cortina del cielo. El tiempo se quebró en aquella sinapsis de vacío y volvió a fluir: el Hummer se inclinó hacia un lado y las ruedas delanteras irrumpieron violentamente en la ladera de la colina, las traseras cruzaron la cima, y grumos de tierra y hierba fueron arrojados de las llantas cuando embistió colina abajo.
Un hombre chilló con deleite y otro lanzó una carcajada. Disfrutaban con la cacería.
Cuando la gran furgoneta descendió a sólo unos cincuenta metros por delante de mí, el foco manual barrió la hondonada.
Me tiré al suelo y me acurruque para quedar a cubierto El terreno rocoso era una maldición para los huesos y sentí como se rompían las gafas de sol en el interior del bolsillo de la camisa.
Cuando me puse de pie, un haz de luz tan brillante como un rayo que atravesase un roble chamuscó el suelo en el que yo había estado hacía un instante. Di un respingo, y mirando de soslayo observe que el reflector vibraba y luego se dirigía hacia el sur. El Hummer no subía por la hondonada en la que me encontraba.
Debía quedarme allí, en la intersección de los senderos, con el punto más estrecho de la colina a mi espalda, hasta que el Hummer se alejara de las proximidades, en lugar de arriesgarme a encontrármelo en la siguiente hondonada. Cuando cuatro haces de luz parpadearon en el extremo del sendero que yo había seguido hasta ese punto, las dudas desaparecieron. Me encontraba fuera del alcance de las luces de aquellos hombres, pero se estaban aproximando al trote y el peligro de que me descubrieran era inminente.
Cuando rodeé el promontorio de la colina y entré en la hondonada que había al oeste del mismo, el gato todavía estaba allí, como si me esperase. Una vez mostrado el camino, se alejo apresuradamente, aunque no tanto como para perderlo de vista.
Agradecí el suelo de piedras, en el que no podían traicionarme mis huellas y entonces fue cuando me di cuenta de que solo unos fragmentos de las gafas de sol rotas seguían en el bolsillo de mi camisa Mientras corría metí los dedos en el bolsillo y palpé una varilla torcida y una pieza punzante de los lentes. El resto debió de quedar esparcido en el suelo donde había caído, en la bifurcación del sendero.
Los cuatro rastreadores iban a descubrir los fragmentos rotos. Dividirían sus fuerzas, dos hombres en cada hondonada, y me perseguirían con más ahínco que nunca, animados por la evidencia de que estaban cerca de su presa.
En el lado más alejado de aquella colina, más allá del valle donde a duras penas había escapado del reflector, el Hummer comenzó a subir de nuevo. El ruido del motor aumento gradualmente de volumen.
Si el conductor se detenía en la cima de la colina para escudriñar la noche como había hecho antes, yo podría correr sin que me descubrieran por debajo de ellos y alejarme. En cambio, si atravesaba la colina y se introducía en la hondonada en que yo me encontraba, podrían descubrirme los focos del automóvil o los rayos del reflector.
El gato corrió y yo con el.
La hondonada, sinuosa entre las oscuras colinas, se hacía más ancha que las que había atravesado antes, así como la rambla rocosa que discurría en el centro. A lo largo del filo del sendero pedregoso, la alta hierba y la maleza se espesaban más que en ningún otro sitio, regadas por el gran volumen de afluencia de agua de las tormentas. La vegetación estaba demasiado lejos a ambos lados del sendero y no podría ocultarme de la luz que la luna proyectaba sobre mí, por lo que me sentí peligrosamente expuesto. Además, el ancho declive, al menos el que tenía delante, discurría tan recto como una calle de la ciudad, sin recodos que me protegieran de quienes podían organizar mi funeral.
Me pareció que el Hummer se había detenido otra vez arriba. Los gruñidos desaparecieron con la brisa y los únicos sonidos de motor eran los míos el chirrido y el jadeo de la respiración, el latido del corazón como el golpeteo de un pistón.
El gato era mucho más rápido que yo, el viento sobre cuatro patas, podría haber desaparecido en cuestión de segundos. Durante un par de minutos, sin embargo, me marcó el paso, permaneciendo a una distancia constante de quince pasos delante de mí, gris claro o beige claro, un fantasma de gato bajo la luz de la luna, volviéndose a mirar de vez en cuando con unos ojos tan espectrales como una reunión espiritista a la luz de las velas.
Justo cuando empezaba a pensar que aquella criatura estaba llevándome a propósito a un lugar libre de peligro, cuando empezaba a sumergirme en una de aquellas orgías de antropomorfismo que volvían loco a Bobby Halloway, el gato se alejó de mí corriendo. Si aquel depósito rocoso y seco hubiera estado lleno de agua, ésta no hubiera corrido mas deprisa que el felino, que en dos segundos, tres como máximo, desapareció en la noche.
Un minuto después, encontré al gato en el límite del canal. Nos hallábamos en la terminación de una hondonada ciega, con abiertas colinas de hierba que se elevaban empinadas sobre tres lados. De hecho eran tan escarpadas que yo no podría escalarlas con la suficiente rapidez para eludir a los rastreadores que seguramente iban tras mis talones. Estaba encajonado. Atrapado.
Maderas flotantes, bolas informes de algas y hierba muerta y cieno se amontonaban al final del depósito. Casi esperé que el gato me dirigiera una maliciosa sonrisa Cheshire, la blanca dentadura brillando en la penumbra. En lugar de hacerlo, escapó hacia el montón de detritos y se deslizó serpenteando por una de las muchas aberturas desapareciendo otra vez.
Aquello era un depósito. Por consiguiente la afluencia tenía que ir a parar a algún lugar cuando alcanzaba ese punto.
Apresuradamente, me encarame por la cuesta de detritos amontonados de tres metros de largo por tres de alto, que se hundió y crujió pero aguantó mi peso. Estaban apilados contra una rejilla de barras de acero, que servía de enrejado vertical, más allá de la boca de una alcantarilla, en uno de los lados de la colina.
Al otro lado del enrejado había un desagüe de cemento entre unos refuerzos también de cemento Al parecer formaba parte de un proyecto de control de inundaciones que desviaba el agua de las tormentas de las colinas, por debajo de la autopista de la Pacific Coast, a través de canales de desagüe, debajo de las calles de Moonlight Bay, y finalmente desembocaba en el mar.
Las cuadrillas de mantenimiento limpiaban de hojarasca el enrejado un par de veces todos los inviernos, para evitar que se interrumpiera el paso del agua. Hacía tiempo que no habían pasado por allí.
En el interior de la alcantarilla, el gato maulló. Su voz resonó con un nuevo tono sepulcral en el túnel de cemento.
Las aberturas de la rejilla de acero eran unos cuadrados de diez centímetros, lo bastante anchas para admitir a un flexible gato, pero no lo bastante para mí. El enrejado ocupaba el ancho del orificio, de un puntal al otro, pero no llegaba hasta la parte superior.
Pasé primero las piernas y la espalda a través de la abertura de poco más de medio metro entre la parte superior del enrejado y el techo curvo de la alcantarilla. Agradecí que la rejilla tuviera un larguero, de otro modo me hubiera golpeado y arañado con la parte superior de los barrotes verticales.
Dejé atrás las estrellas y la luna, apoyé la espalda en el enrejado y me asomé a la más absoluta oscuridad. Sólo tenía que doblar ligeramente la cabeza para no tropezar con el techo. El olor a cemento húmedo y a hierba que emanaba de abajo no era del todo desagradable.
Avancé y resbalé. El suelo liso de la alcantarilla sólo tenía un ligero declive. Tras caminar unos metros me detuve, temeroso de tropezar, caer por una repentina pendiente perpendicular y quedarme en una situación difícil o romperme el espinazo en el fondo.
Saqué el encendedor de gas del bolsillo de los téjanos, pero no quise encenderlo. La luz fluctuante en las paredes curvas de la alcantarilla sería visible desde el exterior.