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¿Cómo reaccionaría el mundo cuando viera que el testigo sorpresa era nada menos que el difunto Harrison Sinclair? La impresión, la repercusión serían extraordinarias.Pero eso no sería nada comparado con el asesinato de Sinclair grabado en vivo en televisión.

¿Cuándo saldría Hal?

¿Y desde dónde?

¿Cómo podría yo detenerlo, protegerlo! ¿Cómo, si ni siquiera sabía desde dónde vendría?

El conductor puso mi silla de ruedas en la plataforma de atrás de la camioneta y la bajó a tierra. La silla dejó escapar un quejido electrónico. Luego él la desprendió del todo y me ayudó a subir. Cuando me dejó en el vestíbulo de entrada, le pagué y se fue.

Me sentía expuesto y vulnerable y estaba muy asustado.

Para Truslow y su gente y el nuevo Canciller alemán, los riesgos eran enormes. Había mucho enjuego. No podían dejar que el complot se hiciera público, eso era seguro. Entre ellos y su versión de la conquista global sólo quedaban dos hombres, dos hombres insignificantes. Sólo Hal y yo entre ellos y los restos de un nuevo mundo a dividirse en dos grandes mitades; entre ellos y una fortuna incalculable. El botín no era de cinco o de diez mil millones, no, era de cientos de miles de millones de dólares.

Frente a ese botín, ¿qué podían valer las vidas de dos tontos como Benjamín Ellison y Harrison Sinclair?

¿Había alguna duda de que no dudarían en eliminarnos, en "neutralizarnos" como decíamos los espías?

No.

Y ahí, en la habitación, más allá de la multitud, más allá de los dos detectores de metal, más allá de las dos filas de guardias de seguridad, estaba sentado Alexander Truslow, al comienzo de su discurso. Sin duda había muchos de los suyos entre los de seguridad.

¿Y el asesino? ¿Dónde estaba?

¿Quién era el asesino?

Mi mente corría en círculos. ¿Me reconocerían a pesar del disfraz, del esfuerzo que había puesto en esa parte del plan?

¿Me reconocerían!

Parecía improbable. Pero el miedo es irracional y no está sujeto a la lógica.

Yo parecía un inválido en silla de ruedas. Estaba sentado sobre mis piernas y había puesto una manta sobre ellas para completar el efecto. La silla de ruedas era lo suficientemente grande como para eso. Balog, el mago del maquillaje, había cosido los pantalones para que se parecieran a los típicos arreglos que hacen los sastres caros para los clientes ricos e inválidos. Nadie miraría mucho a un viejo en silla de ruedas. Tenía el cabello y la barba grises y las arrugas de la edad podían pasar el más cuidadoso de los exámenes visuales. Había manchas oscuras en mis manos y los anteojos me daban una dignidad profesional que, en combinación con todo lo demás, cambiaba mucho mi apariencia. Balog se había negado a hacer nada que no fuera muy pero muy sutil y yo se lo agradecía. Sin duda en esa fila de entrada, yo parecía un diplomático o un ejecutivo, un hombre de cincuenta o sesenta años que había sufrido los ataques injustos de la edad. No era Benjamín Ellison.

Por lo menos, eso quería creer.

Mi inspiración era Toby, por supuesto. Un hombre al que no volvería a ver, con el que nunca me enfrentaría en persona. Lo habían matado pero me había dado una idea antes de partir.

Un hombre en silla de ruedas atrae atención y, al mismo tiempo, la desvía. Tiene que ver con una de las características de la mente humana. La gente se da vuelta para mirarlo, sí, pero inmediatamente desvía la vista -eso puede decirlo cualquiera que haya estado en una silla de ruedas- porque es como si le diera vergüenza que alguien descubriera su curiosidad y, por eso, la persona en silla de ruedas suele adquirir cierto anonimato.

Yo me había cuidado de llegar lo más tarde posible. No hubiera sido prudente quedarme sentado demasiado tiempo en la sala de audiencias, donde había posibilidades de que alguien me reconociera.

También había tomado otra precaución siguiendo una idea de Molly. Ya que uno de los sentidos humanos que más importan subliminalmente (y menos suelen tomarse en cuenta) es el del olfato, ella me había sugerido poner algo con olor medicinal en la silla. Dijo que el olor de hospital completaría el disfraz. A mí me había parecido brillante.

Ahora esperaba en la multitud, mirando alrededor con la gravitas que correspondía a mi situación en la vida. Una pareja madura me hizo un gesto para que me pusiera delante de ellos en la fila. Acepté la oferta, me acerqué y les agradecí.

Había una larga mesa junto a los detectores de metales: allí entregaban pases azules a los que figuraban en la lista de invitados. Cuando llegué a la mesa, reclamé el mío a nombre del doctor Charles Lloyd del Hospital General de Massachusetts en Boston.

Con el pase en la mano los invitados pasaban por el detector uno por uno. Como suele suceder, hubo varias falsas alarmas. Una vez la alarma sonó con fuerza. Le pidieron al visitante que se sacara todo de los bolsillos. Por la información que me había dado Seeger, yo sabía que el detector era un Sirch-Gate III lo suficientemente sensible en el centro como para detectar un peso casi insignificante de metal. También sabía que las precauciones serían cuidadosas y exhaustivas.

Por eso, claro está, la silla de ruedas. Yo sabía que Toby la había usado más de una vez para llevar una pistola bajo el asiento. Yo no me había atrevido a tanto. Era muy fácil descubrir algo así si revisaban. El American Derringer modelo 4, un arma muy poco usual, estaba ahora metida en el brazo de la silla de ruedas. Nadie la diferenciaría de la silla misma.

Pero me latía con fuerza el corazón cuando pasé. Los latidos me llenaban los oídos con un golpeteo rápido que bloqueaba todo lo demás.

Sentí que me corría el sudor por la frente, sobre las cejas y luego, más abajo, en un arroyito hacia las mejillas.

No, claro que nadie oía el espanto de mi corazón. Pero la transpiración era algo que todos podían ver. Y cualquier agente de seguridad entrenado para detectar señales de nerviosismo y tensión se arrojaría directamente sobre mí. ¿Por qué sudaba tanto ese caballero próspero en su silla de ruedas? No hacía tanto calor en el vestíbulo. En realidad, estaba bastante fresco.

De pronto, me pareció que habría debido tomar algo para controlar mis respuestas anatómicas, pero lo cierto era que no quería atontar mis reflejos.

Y mientras el sudor me corría por la frente, uno de los guardias de seguridad, un joven negro, me llamó a un costado.

– ¿Señor? -preguntó.

Yo lo miré, sonreí con amabilidad, y me acerqué a un costado de la puerta del detector.

– Su pase, por favor.

– Claro -dije y le entregué el papel azul-. Dios, ¿cuándo llega el invierno? Odio este clima.

El asintió sin prestar demasiada atención, miró el pase y me lo devolvió.

– A mí me encanta -dijo-. Ojalá fuera así todo el año. El invierno viene pronto, demasiado pronto. Yo odio el frío.

– A mí, me encanta -dije-. Me gustaba mucho esquiar.

Él sonrió, con pena.

– Señor… ¿está usted…?

Adiviné lo que quería decir.

– No puedo salir fácilmente de esta cosa, si eso es lo que quiere decir. -Golpeé los brazos de la silla imitando a Toby. -Espero no causar muchos problemas.

– No, señor, claro que no. Obviamente no puede pasar por el detector, así que voy a usar uno de mano.

Se refería a la unidad de detección de metales Search Alert, de mano, que emite un tono de oscilación. Si alguien la pone cerca del metal, el tono se hace agudo.-Adelante -dije-. Lamento todo esto.

– No hay problema, hombre. No hay problema. Yo lamento tener que hacerlo pasar por esto. Pero por alguna razón hoy hay mucho control. -Levantó de la mesa la pequeña máquina, una caja unida a una gran U de metal. -Se supone que es suficiente con los pases… Pero hoy hacen de todo. Hay otro detector ahí. -Señaló la estación de seguridad a la entrada de la sala misma. -Va a tener que pasar por todo esto de nuevo, se lo prevengo. Supongo que está acostumbrado, ¿no?

– Es el menor de mis problemas -dije con placidez.

La máquina gimió cuando se me acercó y yo me puse tenso. Él me la pasó por las piernas, sobre las rodillas y de pronto, cuando llegó a los muslos -y al revólver escondido- el ruido se agudizó.

– ¿Qué tenemos aquí? -murmuró él más para sí mismo que para mí. -La mierda esta es demasiado sensible. El metal de la silla…

Y mientras yo me quedaba sentado, empapado de sudor, con la sangre en los oídos, oí la voz amplificada de Alexander Truslow que venía del sistema de amplificación de la sala.

– … deseo agradecer al comité -estaba diciendo- por llamar la atención del público sobre el grave problema que aqueja a la Agencia que tanto amo.

El guardia movió el dispositivo de sensibilidad y me lo volvió a pasar.

Y la escena se repitió: cuando la máquina se acercó al brazo de la silla donde estaba escondida el arma, se oyó un gemido metálico.

Yo me puse tenso otra vez y sentí que me caía el sudor por la frente, por las orejas, por la nariz.

– Mierda con esto -dijo el guardia-. Disculpe el lenguaje, señor.

La voz de Truslow de nuevo, clara y melodiosa.

– … eso me ayuda mucho en mi trabajo. Quien quiera que sea este testigo, y cualquiera sea la naturaleza de su testimonio, sólo puede beneficiarnos.

– Si no le importa -dije-, quisiera llegar antes de que termine el discurso de Truslow.

El guardia retrocedió, apagó la máquina, frustrado y dijo:

– Odio estas cosas, venga por aquí. -Me escoltó alrededor del detector grande. Yo asentí, lo saludé con la cabeza y me acerqué a la segunda estación de seguridad. Parecía un cuello de botella: una gran multitud se estaba reuniendo adentro. ¿Qué pasaba? ¿Por qué tanto retraso?

Otra vez, Truslow en los altoparlantes, tranquilo, gracioso.

– …cualquier testimonio que pueda abrir las persianas y hacer entrar la luz del día…

Yo maldecía por dentro; todo el cuerpo me gritaba. ¡Vamos, vamos! El asesino ya debía de estar en su lugar y, en unos segundos, el padre de Molly entraría en esa habitación atestada de gente…

Y ahí estaba yo, detenido por un grupo de policías de alquiler…

¡Vamos, mierda, mierda!

¡Vamos!

Otra vez me pusieron a un costado del detector grande. Esta vez era una mujer, blanca, madura, con el cabello rubio y una figura grande que apenas si entraba en el uniforme azul.

Miró el pase con cuidado, me miró y llamó a otra.

Ahí estaba, a cuestión de metros, sólo metros, de la entrada a la Sala 216 y esa maldita mujer se tomaba su tiempo…

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