Ivo Balog era un hombre de cerca de setenta años, rasgos rudos y piel roja de bebedor, pero yo me di cuenta enseguida de que fueran cuales fuesen sus defectos personales, Balog era un mago.
Meticuloso y muy inteligente, se pasó un cuarto de hora inspeccionándome la cara antes de abrir la caja de maquillaje.
– ¿Quién quiere ser exactamente? -me preguntó.
Mi respuesta, que yo había supuesto perfectamente razonada, no lo satisfizo.
– ¿De qué vive la persona que usted quiere personificar? -preguntó-. ¿Dónde vive? ¿Tiene dinero o no? ¿Fuma? ¿Está casado?
Conversamos unos minutos, fabricando la biografía falsa.Varias veces, objetó mis sugerencias, diciendo una y otra vez el mantra de su profesión, en su inglés muy extranjero:
– No, la esencia del diseño es la simplicidad.
Finalmente, me destiñó el color oscuro del cabello castaño y las cejas y después lo convirtió en un gris plateado.
– Puedo agregarle diez, tal vez quince años -me advirtió-, más es peligroso.
Él no tenía idea de la razón por la que yo estaba pidiéndole todo eso pero no había duda de que sentía la tensión. Y yo apreciaba su cuidado, su meticulosidad.
Aplicó una loción química para tostarme la cara y la distribuyó con cuidado para evitar líneas blancas que pudieran desenmascararme.
– Esto puede llevar dos horas -dijo él-. Supongo que tenemos ese tiempo.
– Sí -dije.
– Bien. Déjeme ver la ropa que se va a poner.
Inspeccionó el traje y los zapatos negros muy brillantes, y asintió. Estaba de acuerdo.
Luego pensó en algo.
– Pero… ¿y la protección antibala?
– Aquí está -dije, levantando la Safariland Cool Max, una remera de fibra de Spectra ultraliviana que según había dicho Seeger es diez veces más fuerte que el acero.
– Linda -dijo Balog, con admiración-. Delgada.
Para cuando la crema se secó, Balog ya me había aplicado una pintura para oscurecerme los dientes y me había fabricado una barba realista bien cortada y un par de anteojos de marco de carey.
Cuando Molly volvió a la habitación, se quedó fría, la mano en la cara.
– Mi Dios -dijo-. ¡Me engañaste por un momento!
– Un segundo no basta -dije y luego me volví para mirarme por primera vez en el espejo del hotel. Yo también me quedé de una pieza. La transformación era extraordinaria.
– La silla está en el baúl -dijo ella-. Vas a tener que inspeccionarla. Escucha… -Miró al artista del maquillaje con preocupación. Yo lo miré también y le pedí que se fuera al vestíbulo durante unos momentos.
– ¿Qué pasa?
– Había un problema con la audiencia -dijo ella-. Generalmente, las audiencias son públicas y abiertas, excepto las secretas. Pero esta vez, no sé por qué, tal vez porque se televisa, admiten sólo prensa e invitados especiales.
Yo le contesté con calma; no quería dejarme dominar por el pánico.-Dijiste que había un problema; había, dijiste…
Ella tenía una sonrisa tensa: algo seguía preocupándola.
– Llamé a la oficina del senador del Commonwealth de Massachusetts… -dijo ella-. Le dije que era asistente administrativa de un tal doctor Charles Lloyd de Weston, Massachusetts, que está en Washington y quiere ver una audiencia en vivo y en directo. La gente del senador siempre está encantada cuando puede hacerle un favor a un votante. Hay un pase esperándote en la sala.
Se inclinó y me besó la frente.
– Gracias -dije-. Pero no tengo identificación con ese nombre y no hay tiempo para…
– No van a pedir identificación. Ya pregunté. Les dije que te habían robado la billetera y entonces me sugirieron que llamaras a la policía. De todos modos, nunca piden identificación en las audiencias públicas… En general, no piden pases tampoco.
– ¿Y si controlan y descubren que ese médico no existe?
– No van a controlar, pero si lo hacen, sí que existe. Charlie Lloyd es el jefe de cirugía del Hospital General de Massachusetts. Siempre pasa todo este mes en el sur de Francia. Ahora, está de vacaciones con su esposa en Iles d'Hyéres, en la costa de Toulon, Costa Azul, claro. Pero el servicio de mensajería dice solamente que está fuera de la ciudad. A nadie le gusta saber que su cirujano está en Provenza o algún lugar así.
– Eres genial.
Ella se inclinó con modestia.
– Gracias, pero en cuanto al vuelo…
Yo sentí inmediatamente, por su tono de voz, que algo no andaba bien.
– No, Molly. No hay líos con el vuelo, ¿no es cierto?
Ella contestó al borde de la histeria.
– Llamé a todas las compañías de charters de cien kilómetros a la redonda. Sólo una tenía un avión disponible con tan poca anticipación. Todo el mundo está completo por el resto de la semana…
– Y lo alquilaste, ¿no?
Ella dudó.
– Sí, sí… Pero no es cerca. Están en el Aeropuerto Logan.
– ¡Eso es a una hora de camino! -rugí. Miré el reloj: eran más de las tres de la tarde. Teníamos que estar en el Senado antes de las siete. ¡Cuatro horas! -Diles que lleven el avión a Hanscom. Paga lo que te pidan. ¡Pero hazlo!
– Ya lo hice -espetó ella-. ¡Lo hice, mierda! Les ofrecí el doble, el triple… Pero el único avión que tienen, un Cessna 303 dos motores, no va a estar listo hasta el mediodía, ydespués, todavía tienen que revisarlo y lo que ha…
– ¡Mierda, Molly, mierda! Tenemos que estar en Washington a las seis, a más tardar… ¡Tu maldito padre…!
– ¡Eso ya lo sé! -Ella levantó la voz casi hasta el alarido; le corrían las lágrimas por las mejillas. -¿Crees que no me doy cuenta, carajo? El avión va a estar en Hanscom en media hora.
– Eso no nos da tiempo, mierda… El vuelo es de dos horas y media…
– Hay un vuelo comercial desde Boston cada media hora, por Dios…
– No. No podemos tomar vuelos comerciales. Sería una locura. ¿En este punto del plan? Es demasiado arriesgado aunque más no fuera por las armas… -Una vez más miré mi reloj y calculé mentalmente. -Si nos vamos ahora, apenas si llegamos al Senado.
Dejé entrar a Balog, le pagué, le agradecí su ayuda y lo acompañé a la salida.
– Vamonos ya, carajo -dije.
Eran las tres y diez.
Unos minutos después de las tres y media, estábamos en el aire.
Molly ya había resuelto otro de los problemas, como siempre. Los planos de los edificios públicos de Washington d.c son públicos y están en las oficinas de la ciudad. El problema es obtenerlos pero hay un número de compañías privadas en Washington que se especializa en esas búsquedas por un pago fijo. Mientras yo me convertía en un digno hombre maduro en silla de ruedas, Molly había hecho contacto con una de esas compañías y -por una suma exorbitante- se había hecho mandar por fax las fotocopias de los planos del edificio donde se llevaría a cabo la audiencia.
Mientras eso estaba en camino, se había inventado una identidad como editora de The Worcester Telegram y así había hablado con el Senador de Ohio al que correspondía la vice-presidencia del Comité. La ayudante de prensa del Senador estuvo más que contenta de entregarle a una editora el horario exacto de la audiencia de la noche.
"Gracias a Dios por la tecnología del fax", me dije.
Durante el vuelo de dos horas y media, estudiamos el horario y los planos hasta que finalmente me pareció que el plan era razonable y que tal vez tendría posibilidades de tener éxito.
Parecía a prueba de tontos.
A las 06:45 la camioneta que había alquilado en el aeropuerto se detuvo a la entrada del edificio del Senado. Unos minutos antes, el conductor había dejado a Molly a varias cuadras. Ella estaba enojada con esa parte del plan: si yo estaba arriesgando mi vida para salvar la de su padre, ¿por qué ella tendría que limitarse a manejar el auto de la huida? Ya lo había hecho en Baden Baden, y no pensaba volver a hacerlo.
– No te quiero ahí -le dije en el camino al Capitolio-. Con uno de nosotros en peligro es suficiente.
Ella hizo una mueca pero yo seguí explicándole:
– No estás disfrazada y aunque sí estuvieras, es demasiado arriesgado que vayamos los dos. Los enemigos de tu padre están en todo, no podemos dejar que nos vean juntos. Si reconocen a uno… Y si somos dos, son más las posibilidades de que nos vean. Y además éste es un trabajo para una sola persona.
– Pero no sabes la identidad del asesino, así que ¿para qué el disfraz?
– Habrá otros, hombres de Truslow o de los alemanes… gente que seguramente sabe cómo soy. Les deben de haber informado. Y tienen instrucciones de eliminarme si me ven, de eso estoy seguro -contesté.
– De acuerdo. Pero no entiendo por qué no puedes pasar el arma a través de la entrada de prensa y sacar al asesino. Seguramente no hay detectores de metales allí.
– Tal vez los haya, pero no estoy seguro. De todos modos, no se trata sólo de pasar el arma. La prensa está en el segundo piso… demasiado lejos de los testigos. Y del lugar donde va a colocarse el asesino.
– ¿Demasiado lejos? -preguntó Molly, que no estaba de acuerdo-. Eres muy buen tirador, Ben. Por Dios, ¡hasta yo tiro lo bastante bien como para lograrlo desde allí!
– Ese no es el punto -le contesté con brusquedad-. Tengo que estar cerca del asesino, y determinar quién es. La prensa está demasiado lejos.
Era evidente que yo tenía razón así que Molly se calló, sin ganas. En asuntos de medicina ella era la experta; en esto, en cambio, el experto era yo, o por lo menos, tenía que serlo.
El Capitolio estaba iluminado, la cúpula brillante contra la oscuridad de la noche. El tránsito rugía con todos los habitantes de las afueras que corrían a casa después de un día de trabajo en las oficinas del gobierno.
Fuera del edificio había una gran multitud: espectadores, visitantes, miembros de la prensa. Una larga línea que salía serpenteando desde la puerta: gente que esperaba que la dejaran pasar a la Sala 216, dignatarios y afortunados con pases, supuse.
Era una multitud brillante: la audiencia de esa noche era algo esperado en Washington y reunía a los grandes y a los poderosos de la capital de la nación.
Entre ellos estaba el nuevo director de la CIA, Alexander Truslow, que acababa de volver de una visita a Alemania.
¿Para qué había venido?
Dos de las mayores cadenas de televisión de los Estados Unidos cubrían el interrogatorio en vivo, cancelando para eso sus programas habituales.