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– Werist denn das? -gritó Vogel. ¿Quién es? -Wo ist der Leibwáchter? -¿Dónde está el guardaespaldas?
El cabello plateado de Truslow, que yo veía claramente, estaba bien peinado, la cara roja de calor o de furia, seguramente ambos.
Me le acerqué.
Y entonces, en una voz suave y cariñosa y amable, me dijo:
– Por favor, Ben, no te acerques. Por tu propio bien. No te preocupes. Ya les dije que eres un amigo, que no tienen que hacerte nada. No te vamos a hacer daño. No va a pasarte nada.
Hay que matarlo, oí. Hay que matarlo ahora mismo.
– Te estuvimos buscando por todas partes -siguió diciendo Truslow con suavidad.
Ellison tiene que morir. Ya mismo, pensó.
– Tengo que decir -decía mientras tanto con tranquilidad- que éste es el último lugar del mundo en el que esperaba encontrarte. Pero ahora estás a salvo y…
Le arrojé la bandeja a la cara, esparciendo el agua mineral por todas partes. Una de las botellas golpeó a Vogel en el estómago, las otras en el suelo de baldosas.
Truslow ordenó en alemán:
– Halten Sie diesen Mann auf. Er darf hier nicht lebend herauskommen!
"¡Detengan a ese hombre!", había gritado. "No debe salir de aquí vivo."
Salté por la puerta y corrí con todas mis fuerzas y a toda la velocidad hacia la salida más cercana, hacia el Romerplatz, mientras las palabras de Truslow sonaban en mi cabeza. Y supe que Alexander Truslow me había mentido por última vez en su vida.
Molly tenía el Mercedes encendido en la entrada de Friedrichsbad. Lo puso en marcha y nos alejamos a toda velocidad hacia las afueras, buscando la autopista A8. Mientras tanto, descubrimos que el Aeropuerto Internacional Echterdingen estaba a apenas noventa y cinco kilómetros hacia el este, al sur de Stuttgart.
No dije nada durante mucho rato.
Finalmente, le conté lo que había visto. Ella reaccionó como yo: con horror, sorpresa y después furia desatada.
Los dos sabíamos ahora por qué me había reclutado Truslow, por qué Rossi me había engañado para meterme en el Proyecto Oráculo, por qué estaban tan felices cuando supieron que el experimento había dado resultado.
Ahora muchas cosas tenían sentido.
Mientras corríamos por la autopista y Molly seguía manejando con la habilidad de siempre, lo resumí en voz alta:
– Tu padre no cometió ningún delito -le dije-. Quería salvar a Rusia. Aceptó ayudar a Vladimir Orlov a sacar las reservas de oro del tesoro ruso, esconderlas en otro país, guardarlas. Las hizo llevar a Zúrich, donde pusieron una parte en una bóveda y convirtieron otra parte en activo líquido.
– ¿Pero adonde llevaron esa otra parte?
– Cayó bajo el control de los Sabios.
– Alex Truslow, quieres decir.
– Correcto. Cuando me pidió que rastreara la fortuna perdida, que supuestamente había robado tu padre, lo que estaba haciendo era usarme, usar mi talento, para localizar la mitad del dinero a la que no tenía acceso. Porque tu padre la había metido en el Banco de Zúrich.
– ¿Pero quién es el otro dueño de la cuenta?
– No sé -admití-. Truslow debe de haber sospechado que Orlov había robado el dinero. Por eso me pidió que buscara a Orlov, cosa que la CIA no había podido hacer.
– ¿Y cuando lo encontraras…?
– Cuando lo encontrara, podría leerle el pensamiento, ésa era la idea. Y saber dónde habían puesto el dinero.
– Pero papá era uno de los dos dueños de la cuenta. Así que fuera como fuera, Truslow necesitaría mi firma…
– Por alguna razón, Truslow debe de haber querido que llegáramos a Zúrich. ¿Qué fue lo que dijo ese banquero…? Que si uno accede a la cuenta, el status pasa de pasivo a activo… Algo así.
– ¿Y eso qué significa?
– No sé.
Molly dudó, dejó que nos pasara un camión de dieciocho ruedas.
– ¿Y si el Proyecto Oráculo no hubiera tenido éxito?
– Entonces, tal vez no habría encontrado el oro. O tal vez sí… Pero habría llevado mucho, pero mucho más tiempo…
– ¿Lo que me estás diciendo es que Truslow usó los cinco mil millones a los que sí tenía acceso, como carnada para hacer caer el mercado de valores de Alemania?
– Tiene sentido, Molly. No puedo estar seguro, pero tiene sentido. Si la información que tenía Orlov es correcta, y los Sabios… es decir, Truslow, y seguramente Toby, y seguramente otros…
– Que manejan la CIA…
– …Sí. Si los Sabios usaron realmente la inteligencia de la CIA para reunir información sobre mercados extranjeros y así pudieron forzar de alguna forma la crisis del mercado estadounidense en 1987, seguramente fueron los mismos que fabricaron la caída en el mercado alemán.
– ¿Pero cómo?
– Colocas algunos miles de millones de dólares -marcos alemanes- de forma secreta y repentina en el mercado de valores alemán. Si se actúa con rapidez y de inmediato, con la ayuda de expertos que tienen acceso a cuentas comerciales computarizadas, se pueden adquirir grandes sumas de dinero a crédito para desestabilizar un mercado ya debilitado. Para tomar el control de activos mucho mayores. Para comprar y vender con margen, para comprar y vender usando programas computarizados comerciales, a una velocidad sólo posible en la actual era de la computación.
– Pero, ¿para qué?
– ¿Para qué? -repetí-. Mira los resultados. Vogel y Stoessel están a punto de controlar Alemania. Truslow y los Sabios controlan la CIA…
– ¿Y?
– Y… no sé…
– ¿Pero a quién van a matar?
Yo no sabía la respuesta a esa pregunta. Pero sí sabía que había una fuga, que alguien se había enterado de muchas cosas sobre la conspiración de Truslow y su gente con Stoessel y su gente, la de Alemania con los Estados Unidos. Y esa persona, fuera quien fuera, estaba a punto de testificar frente al Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia, que estaba investigando la corrupción en la CIA. "Corrupción" manejada nada menos que por el nuevo director, nada menos que por Alexander Truslow.
Un testigo secreto iba a hacer estallar todo en dos días. Si él (o ella) no era asesinado antes…
En el aeropuerto de Echterdingen busqué una aerolínea privada y encontré un piloto que estaba por irse a casa para la noche. Le ofrecí el doble de lo que le daban normalmente para que me llevara a París y él se resignó, volvió a ponerse el uniforme, y nos llevó a un pequeño avión. Pidió permiso para aterrizar por anticipado, y después de un momento, despegamos.
A eso de las dos de la mañana, llegamos al Aeropuerto Charles de Gaulle, pasamos por la aduana a toda velocidad y tomamos un taxi a París. Nos bajamos en el Duc de Saint-Simon, sobre la calle Saint Simón, en el séptimo distrito, despertamos a la empleada que dormía en la recepción y le pedimos una habitación. A la empleada no le hizo gracia que la molestáramos a esa hora. Molly insistió en acompañarme a mi misión nocturna, pero en realidad no tenía muchas ganas, estaba medio descompuesta por el embarazo, y la disuadí con rapidez.
Para mí, París no era sólo una de las grandes capitales del mundo: se había transformado en el escenario de mis pesadillas más recurrentes. París no era la Ile de la Cité y la Rive Gauche y la calle Royale. Era la calle Jacob, esa calle estrecha, oscura, llena de ecos, donde habían muerto asesinados Laura y mi futuro hijo, y James Tobias Thompson III había quedado paralizado de por vida en una secuencia de hechos que se repetía y se repetía en mi mente, convertida en un rito grotesco y artificial. París se había transformado en sinónimo de tragedia.
Y sin embargo, allí estaba otra vez: no había tenido opción.
Ahora me descubrí en el pasillo que daba al estudio deprimente de un fotógrafo en un segundo piso sobre la calle Séze. Más abajo había frentes de negocios pintados de negro con carteles que decían sex shop y video y sexodromo y lingerie látex cuir y las cruces brillantes y verdes de la Grande Pharmacie de la Place.
Lo que parecía haber sido una vez un departamentito de un dormitorio se había convertido un poco al azar en una combinación desagradable de estudio fotográfico y negocio de alquiler de vídeos, de pornografía. Me senté sobre una silla de plástico a esperar que Jean terminara el trabajo. Jean -nunca supe su apellido y no me interesa conocerlo- tenía un negocio paralelo de producción de excelentes documentos falsos, pasaportes y licencias y permisos, sobre todo para operadores independientes y ladrones de poca monta. Yo había tenido la oportunidad de tratar con él varias veces durante mis meses en París, y me parecía confiable y bueno en lo suyo.
¿Podía confiar en él? Bueno, nada es seguro en esta vida. Pero Jean tenía todos los motivos del mundo para ser confiable. Su vida dependía de su reputación en cuanto a discreción y confiabilidad, y un solo acto de traición habría manchado esa reputación para siempre.
Yo me había pasado cuarenta y cinco minutos mirando una aburrida revista de cine y estaba harto de inspeccionar las cajas de vídeo vacías de los estantes. Había más fetiches e historias de los que yo me hubiera imaginado en la pornografía ("Golpes" y "Duro" y "Trisex" y otras desviaciones de las que nunca había oído hablar), y todo eso era fácil de conseguir en cajitas de vídeo.
Era más de medianoche. El fotógrafo había cerrado con llave la puerta de entrada y había corrido las persianas para impedir que molestara el escaso tránsito que había a esta hora de la noche. Desde la habitación interior, oí el crujido de las máquinas de revelado.
Por fin, apareció desde el cuarto oscuro. Era un hombrecito calvo con cara de mago, de aspecto demasiado maduro para su edad, ojos siempre preocupados y anteojos de aro de metal dorado. Olía a permanganato de potasio, una sustancia que usaba para envejecer artificialmente los documentos.
– Voilá -dijo, apoyando los documentos en el mostrador con un gesto florido. Sonrió con orgullo. El trabajo no le había resultado difícil: había trabajado con los documentos que había preparado la CIA para mi esposa y para mí, reciclándolos, usando las mismas fotografías y alterando los números cuando le pareció necesario. Nos había provisto de un par de pasaportes canadienses y de dos pares de pasaportes estadounidenses. Molly y yo teníamos todos los documentos que podíamos necesitar como ciudadanos estadounidenses o canadienses.