La historia empieza en un funeral. Me parece apropiado.
El ataúd de un hombre mayor baja hacia la tierra. Los deudos que rodean la tumba están tan sombríos como en cualquier funeral, pero en este caso, todos están notoriamente bien vestidos, irradian poder y dinero. Es una escena extraña: en esta mañana gris, fría y lluviosa de marzo, en un pequeño cementerio rural del condado de Columbia, Nueva York, hay senadores de los Estados Unidos, jueces de la Corte Suprema, herederos de los establecimientos del poder en Nueva York y Washington, y todos levantan puñados húmedos de tierra y los arrojan sobre el ataúd. Están rodeados de limusinas negras, bmws, Mercedes, Jaguars y los otros autos de los ricos, los poderosos, los selectos. La mayoría ha recorrido un largo camino para venir a presentar sus respetos: el cementerio queda a kilómetros de cualquier otro lugar.
Yo estaba ahí, por supuesto, pero no porque fuera famoso, poderoso ni selecto. En esa época era sólo un abogado de Boston, de Putnam amp; Stearns, una muy buena firma, y ganaba un salario respetable. Me sentía totalmente fuera de lugar en medio de tantas luminarias.
Y sin embargo, era el yerno del muerto.
Mi esposa, Molly -más formalmente: Martha Hale Sinclair- era la única hija de Harrison Sinclair, una leyenda de la CIA, un enigma, un maestro espía. Hal Sinclair había sido uno de los fundadores de la CIA, luego un guerrero renombrado en la Guerra Fría (trabajo sucio si los hay, pero alguien tenía que hacerlo) y finalmente, director de la Central de Inteligencia, colocado allí para rescatar a la temblequeante Agencia durante su crisis de identidad posterior a la Guerra Fría.
Como su amigo William Casey antes que él, Sinclair había muerto cuando todavía estaba en su puesto. Todos nos sentimos fascinados por el espectro de un director de la CIA muerto en funciones: ¿qué secretos, se pregunta uno, se llevó el viejo maestro espía a la tumba? Y en realidad, Hal Sinclair se había llevado un secreto extraordinario. Pero en la mañana fría y lluviosa de su funeral, ni yo ni Molly ni ninguno de los destacados personajes que se habían reunido allí lo sabían
No hay duda de que la muerte de mi suegro parecía sospechosa Había encontrado su fin hacia una semana en un accidente automovilístico en la zona rural de Virginia. Era tarde, de noche ya. Él iba camino a una reunión de emergencia en los cuarteles de la CIA en Langley y el auto se había salido de la ruta, tratando de evitar a otro auto que se le cruzó. Abajo, en el fondo, había estallado en una bola de fuego
Un día antes del "accidente", su asistente ejecutiva, Sheila McAdams, había sido encontrada asesinada en un callejón de Georgetown La policía de Washington llegó a la conclusión de que había sido víctima de un robo en la calle no se encontraron ni su cartera ni sus joyas Molly y yo, para ser honestos, sospechábamos que no había habido robo ni "accidente", y no éramos los únicos The Washington Post, The New York Times y todos los noticieros de televisión lo insinuaban constantemente en su cobertura de los hechos Pero, ¿ quién podría haber hecho semejante cosa? En los viejos días, las malas épocas, por supuesto, habríamos acusado rápidamente a la kgb o a algún otro brazo oscuro y misterioso del Imperio del Mal, pero la Unión Soviética ya no existía La inteligencia estadounidense tenía sus enemigos, sin duda, pero ¿ quién querría asesinar, si es que ésa era la palabra correcta, al director de la CIA? Molly también creía que su padre y Sheila eran amantes, y eso no era tan escandaloso como se puede creer, ya que Sheila era soltera y la madre de Molly había muerto policía unos seis años
Aunque Hal Sinclair era una figura remota, hasta críptica, yo siempre me había sentido cerca de él, desde la primera vez en que Molly me lo había presentado Molly y yo habíamos sido amigos en la universidad -ella había entrado después-, y había una chispa de atracción entre nosotros, pero cada uno estaba involucrado con otra persona en ese momento Yo salía con Laura, con quien me case apenas termine la carrera Molly tenía como pareja a un tonto del que se cansó después de un año o dos Pero Hal Sinclair me miraba con aprecio y me reclutó para la Agencia después de mi graduación en Harvard, y me llevó hacia el servicio clandestino Aparentemente pensaba que yo sería mejor espía de lo que terminé siendo. Tal como pasaron las cosas, esta linea de trabajo tocó un lado oscuro y violento en mí, un rasgo interno que me transformó en un espía terriblemente arriesgado y soberbio, muy temido por todos, incluyéndome a mi mismo
Así que durante dos años muy tensos antes de entrar en la carrera de posgrado de leyes, trabajé en la clandestinidad para la CIA. Lo hice bastante bien, si, hasta la tragedia de París
Después de eso, me fui de la Agencia y me dediqué a la ley, y no lamenté mi decisión ni un segundo
La relación entre Molly y yo no empezó hasta que volví de París, viudo, después del incidente que todavía se me traba en la garganta cuando trato de hablar de él. Molly, la hija del hombre que pronto sería director de la CIA, aplaudió mi decisión Era mejor que me alejara del espionaje para siempre Ella había visto de primera mano lo que podía hacerle a una familia una relación con ese negocio, había visto las tensiones que había producido en su propia familia, y no quería tener nada que ver con eso
Incluso cuando se transformó en mi suegro, Hal Sinclair siguió siendo un enigma y lo vi muy pocas veces Nos encontrábamos de vez en cuando en alguna reunión de familia (era el adicto al trabajo más ferviente que yo haya conocido, un hombre de la Compañía en todo momento), y en esas reuniones parecía mirarme con cierto cariño.
Pero como dije, la historia empieza en el funeral de Hal Sinclair Fue allí, cuando la reunión ya empezaba a dispersarse y todos se daban la mano bajo los paraguas negros y caminaban en silencio hacia los autos, que un hombre alto, delgaducho, de unos sesenta años y cabello blanco y enrulado se deslizó hacia mí y se presentó
Tenia el traje arrugado, la corbata mal puesta, pero debajo de toda esa desprohjidad, la ropa era cara un traje de lana color carbón, cruzado, de factura impecable, y una camisa rayada que parecía especialmente hecha para él en Savile Row. Aunque nunca me lo habían presentado, lo reconocí inmediatamente: era Alexander Truslow, un antiguo hombre de la CIA, de renombre considerable Como Hal Sinclair, era un pilar del establecimiento con una gran reputación de rectitud moral Durante algunas semanas, en los tiempos del escándalo de Watergate en 1973 y 1974, había sido director. A Nixon no le gustaba mucho -sobre todo porque, según se decía, Truslow se negaba a cooperar con la Casa Blanca de Nixon y a involucrar a la CIA en el encubrimiento-, y se movió con rapidez para reemplazarlo por un hombre político más cercano al poder.
De voz suave y modales elegantes aunque algo desprolijos, Alex Truslow era uno de esos tipos yanquis, blancos, anglosajones y protestantes como Cyrus Vanee o Eliot Richardson, que irradian una decencia fundamental. Se había retirado de la Agencia cuando Nixon lo dejó de lado. Naturalmente nunca le guardó rencor al Presidente, eso hubiera sido poco caballeroso ¡Mierda! Yo hubiera llamado a una conferencia de prensa, hubiera hecho ruido, pero ése no era el estilo de Alex.
Después de dar vueltas por ahí un poco, dando conferencias, había formado su propia consultora, con base en Boston, a la que se conocía informalmente como la "Corporación". La Corporación asesoraba a compañías y firmas legales del mundo entero sobre cómo manejar un mercado global siempre cambiante, siempre impredecible. No era sorprendente, dada la reputación de Truslow en la comunidad de inteligencia, que la Corporación también trabajara con la CIA.
Alexander Truslow era uno de los hombres más respetados y eminentes de la comunidad de agentes secretos. Después de la muerte de Hal Sinclair, era uno de los que estaban en lista de espera para reemplazarlo. Por razones relacionadas con la moral de la tropa de la Agencia, era el hombre más indicado: su popularidad entre los jóvenes y los viejos era igualmente alta. Era cierto que había algunas quejas por su trabajo en el "sector privado". Y también algunos que tenían buenas razones para temer a un "nuevo heredero". Pero cuando se presentó, yo pensé que estaba estrechándole la mano al próximo director de la CIA.
– Lo lamento muchísimo -le dijo a Molly. Tenía los ojos húmedos. -Tu padre fue un hombre maravilloso. Lo vamos a extrañar muchísimo.
Molly asintió. ¿Lo conocía? Yo no estaba seguro.
– Ben Ellison, ¿cierto? -dijo, estrechándome la mano.
– Me alegro de verlo, señor Truslow -dije.
– Alex. Me llama la atención que no nos hayamos visto antes en Boston -me contestó él-. Tal vez sepa usted que soy amigo de Bill Stearns. -William Caslin Stearns III era el socio mayor de Putnam amp; Stearns y también antiguo hombre de la CIA. Y además, mi jefe. Así eran los círculos en los que me movía en ese entonces.
– Alguna vez lo mencionó a usted, sí -dije.
Después de eso, hubo unos minutos de silencio incómodo mientras caminábamos hacia los autos y después, Truslow llegó finalmente al tema principal.
– Ya le dije a Bill que me interesaría muchísimo tenerlo a usted conmigo para ciertos trabajos legales. Para mi firma.
Yo sonreí, sin preocuparme.
– Lo lamento, pero no tengo nada que ver con la CIA ni con inteligencia desde que dejé la Agencia. No creo ser el hombre que usted necesita.
– Ah, su pasado no tiene nada que ver con esto -insistió él-. Son negocios, pura y simplemente y me dicen que usted es el mejor abogado para asuntos de propiedad intelectual en Boston.
– Le informaron mal -dije con una risita amable-. Hay muchos mejores que yo.
– Es usted muy modesto -contestó él, con amabilidad-. Almorcemos juntos, ¿sí? -Sonrió, casi una mueca. -¿De acuerdo, Ben?
– Lo lamento, Alex. Me siento muy halagado…, pero me temo que no me interesa. Realmente lo lamento.
Truslow me miró directamente, fijo, con ojos tristes y castaños. Me recordaban los de un perro basset. Se encogió de hombros y volvió a darme la mano.
– Entonces, el que lo lamenta soy yo, Ben -dijo, sonrió como desesperado, y desapareció en la parte posterior de una limusina Lincoln.
Supongo que no debería haberme sorprendido de que la cosa no terminara allí. Pero no pude dejar de pensar que era extraño que me quisiera a mí, especialmente, y para cuando entendí por qué, era demasiado tarde.