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PARTE II. EL TALENTO

El Pentágono ha gastado millones de dólares, según estos nuevos informes, en proyectos secretos de investigación de los fenómenos extrasensoriales que tratan de establecer si es posible aumentar el poder de la mente humana para realizar diversos actos de espionaje…

The New York Times, 10 de enero de 1984.

FINANCIAL TIMES

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Europa teme un régimen nazi

en la destrozada Alemania

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POR ELIZABETH WILSON

EN BONN

En la carrera de tres hombres hacia el poder en Alemania, el señor Jurgen Krauss, líder del renacido Partido Nacional Socialista Alemán parece estar superando tanto al candidato moderado, el líder del Partido Demócrata Cristiano, Wilhelm Vogel, como al respaldado…

En la estela de la caída del mercado de valores alemán y la depresión siguiente hay miedos cada vez más extendidos en toda Europa de que vuelva a resurgir una nueva forma de nazismo…

12

Nos miramos uno al otro por un momento.

En los largos meses que han pasado desde ese instante, nunca pude explicar este aspecto a nadie, no satisfactoriamente. Ni siquiera a mí mismo.

Oí la voz de Charles Rossi casi con tanta claridad, con tanta exactitud, como si me hubiera hablado.

Aunque no era exactamente como si me hubiera hablado en voz alta. El timbre era diferente, en la misma forma en que una comunicación telefónica suena diferente de una voz en directo. Un poco menos clara, un poco distante, un poco borrosa, como una voz que se escucha a través de la pared de un motel barato.

Había una diferencia inconfundible entre la voz hablada de Rossi y su… ¿cómo llamarla?… su voz "mental", su voz pensada. La voz hablada era más rígida; la mental, más suave, más dulce, más redonda.

Podía oír los pensamientos de Rossi.

Mi cabeza empezó a latir, un dolor horrendo, terrible, en la sien derecha. Todo lo que había en la habitación -Rossi, su asistente que me miraba con la boca abierta, las máquinas, las chaquetas de goma del laboratorio colgadas de ganchos junto a la puerta- estaba rodeado de un aura multicolor. Me empezó a picar la piel, una sensación desagradable que cambiaba de caliente a frío, y sentí que me subía una ola de náuseas desde el estómago.

Hay volúmenes y volúmenes escritos sobre el tema de la percepción extrasensorial y los fenómenos psíquicos, y la vasta mayoría de esos trabajos es directamente una estupidez -lo sé, los he leído prácticamente todos-, y sin embargo, no hay ni un teórico que haya especulado lo que yo sentí en ese instante.

Yo oía sus pensamientos.

No todos sus pensamientos, claro, o me hubiera vuelto loco hace ya mucho. Sólo algunos, cosas que entraban en su mente con la suficiente urgencia, con la suficiente intensidad.

O por lo menos, eso fue lo que entendí mucho después.

Pero en ese momento, en ese momento de revelación súbita, no comprendí todo como lo entiendo ahora. Lo único que supe, y de eso estaba seguro, era que había oído algo que Rossi no había dicho en voz alta. Eso me llenó de un miedo sin límites.

Estaba al borde de un precipicio y tenía que luchar para no perder la razón completamente.

Me convencí de que algo se había roto en mí con un chasquido, de que se había quebrado un hilo de mi cordura, de que las fuerzas magnéticas de la máquina generadora de imágenes me habían hecho algo terrible, de que habían precipitado en mí una crisis nerviosa, de que estaba perdiendo mi contacto con la realidad.

Así que respondí de la única forma en que podía: la negación total. Ojalá pudiera decir que fui inteligente, o astuto, decir que ahí mismo, en ese primer momento, comprendí que debía mantener en secreto absoluto mi nueva percepción, pero no sería cierto. Mi instinto era el de preservar, por lo menos, una apariencia de cordura, el de no dejar que Rossi supiera que estaba oyendo "cosas".

Él fue el que habló primero, la voz muy tranquila.

– No dije nada de Truslow.

Me estaba interrogando, curioso, me miraba a los ojos desde una distancia incómoda, demasiado estrecha.

– Me pareció, Charlie -dije lentamente-. Me equivoqué.

Me volví hacia la mesa, reuní mi billetera, mis llaves, mis monedas, mis lapiceras, y empecé a ponérmelas en el bolsillo. Mientras lo hacía, retrocedí casualmente, alejándome de él. El dolor de cabeza se intensificó, el sudor frío también. Tenía una jaqueca en pleno.

– No dije nada de nada -repitió Rossi, la voz monótona.

Yo sonreí, asentí, sin decir nada. Quería sentarme en alguna parte, atarme un trapo en la cabeza y apretarlo con fuerza hasta que desapareciera el dolor.

Él me miró otra vez, los ojos penetrantes, profundos y…

… y un murmullo: ¿Lo tiene?

– Bueno, si esto es todo por hoy… -dije con jovialidad forzada.

Rossi me miraba, lleno de sospechas. Parpadeó una vez, dos, y dijo:

– Bueno, todavía no. Tenemos que sentarnos y hablar por unos minutos.

– Mire. Tengo un dolor de cabeza terrible. Una migraña, estoy seguro.

Estaba por lo menos a tres o cuatro metros, poniéndome la chaqueta. Rossi seguía mirándome como si yo fuera una boa constrictor enrollándome y desenrollándome en el medio de sudormitorio. En el silencio, traté de oír otro de esos murmullos, esas voces leves.

Nada.

¿Me lo habría imaginado? ¿Eran alucinaciones, como el aura brillante que rodeaba todos los objetos de la habitación? ¿Volvería en mí ahora, después de ese desvío momentáneo de la razón?

– ¿Suele tener migrañas? -me preguntó Rossi.

– Jamás. Seguramente fue la prueba.

– Eso es imposible. Nunca pasó antes, ni aquí ni en los generadores de imágenes de los hospitales.

– Bueno -dije-, sea como sea, tengo que volver a la oficina.

– No terminamos todavía -me explicó, volviéndose hacia mí.

– Temo que…

– No será mucho tiempo… Ya vuelvo.

Salió en dirección a la otra habitación, la de las computadoras. Yo lo miré acercarse a uno de los técnicos y decir algo, rápido, furtivo. El técnico le dio una cantidad de papeles con cuadros.

Después, volvió con las imágenes de computadora del detector de mentiras. Se sentó en una larga mesa negra de laboratorio y me hizo un gesto para que me sentara enfrente. Yo me detuve un momento, lo pensé, y después obedecí.

El extendió las imágenes sobre la mesa. Las miró, la cabeza gacha, como si las consultara. Estábamos a menos de un metro.

Oí su voz, sorda pero sorprendentemente clara: Creo que usted tiene la habilidad.

Dijo en voz alta:

– Como habrá notado, éste es su cerebro al comienzo de la prueba.

Señaló la primera imagen, y me la acercó para que la inspeccionara.

– Sin cambios durante casi toda la prueba porque usted decía la verdad.

Oí: Confíe en mí. Tiene que confiar en mí.

Luego me indicó otro grupo de imágenes y hasta yo me di cuenta con facilidad de que tenían una coloración diferente, amarilla y magenta, junto a la corteza en lugar de los rojos ocres y marrones claros más normales. Tocó con un dedo las áreas que manifestaban el cambio.

– Aquí, está usted mintiendo. -Sonrió con rapidez y agregó con amabilidad innecesaria: -Como yo le pedí que hiciera.

– Ya veo.

– Su dolor de cabeza me preocupa mucho.-Se me va a pasar pronto, no se preocupe.

– Me asusta que sea a causa de la máquina.

– El ruido -dije-. Seguramente el ruido. Pero ya se me va a pasar.

Rossi, la cabeza inclinada, asintió de nuevo.

Oí: Sería tanto más fácil si confiáramos uno en el otro. La voz parecía desvanecerse por momentos. Después volvió: decirme…

No había contestado a mi sugerencia así que dije:

– Si no hay nada más…

Detrás de usted, llegó la voz, urgente y fuerte. Se acerca. El arma está cargada. Usted es una amenaza. La está apuntando a la cabeza. Dios.

No estaba hablando. Pensaba.

Yo no dejé que se diera cuenta de que había oído. Seguí mirándolo, como si no entendiera lo que pasaba, con la mayor indiferencia posible.

Ahora, ahora. Espero que no oiga los pasos que se acercan.

Me estaba probando. Sí, me estaba probando y yo no debía responder, no debía demostrar miedo, eso es lo que quiere, quiere ver una señal, aunque sea pequeña, un brillito en los ojos, quiere que me dé vuelta bruscamente, que le demuestre que estoy oyéndolo.

– Entonces… tengo que irme a la oficina -dije con calma.

Lo oí: ¿Lo tiene?

– Bueno -dijo-. Ya hablaremos otra vez.

Oí: O está mintiendo o…

Lo miré a la cara, vi que su boca no se había movido. Sentí una vez más ese miedo desatado, ese cosquilleo en la piel, y el corazón empezó a latirme con fuerza.

Rossi levantó la vista hacia mí y me pareció que sus ojos estaban llenos de resignación. Por el momento lo había engañado, sí. Pero había algo en Charles Rossi que me hacía pensar que esa situación no duraría mucho.

13

Yo estaba sentado, exhausto, en el asiento trasero de un taxi que me llevaba por las calles anchas, repletas de gente, que rodean el Centro Gubernamental, hacia la oficina. Me latía la cabeza y el dolor era todavía peor que antes. Me sentía siempre al borde de la náusea.

Decir que estaba en las primeras etapas de una especie de pánico profundo es decir muy poco. Mi mundo estaba dado vuelta. Nada tenía sentido. Tenía muchísimo miedo de estar a punto de perder todo contacto con la cordura, con la razón humana.

Oía voces, voces no pronunciadas. Oía los pensamientos de otros casi con tanta claridad como si los hubieran expresado en voz alta.

Estaba convencido de que estaba perdiendo la cabeza.

Ahora que lo cuento, me resulta imposible separar lo que sabía entonces de lo que terminé por entender mucho más adelante. ¿Realmente había "oído" lo que creía? ¿Cómo era posible? Y, sobre todo, ¿qué querían decir exactamente Rossi y su asistente con esa pregunta interior "¿Funcionó?"? Me parecía que sólo había una explicación posible: ellos lo sabían. Por alguna razón, Rossi y su asistente no estaban sorprendidos. El generador de imágenes por resonancia magnética me había hecho algo que ellos esperaban. Porque yo no tenía dudas de que la que había alterado los cables en mi sistema nervioso era la máquina.

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