– Bastará con media hora -me aseguró Rossi-. En media hora, estará usted camino a la oficina de Truslow.
Estábamos en la cámara exterior del generador, inspeccionando una reconstrucción tridimensional del cerebro humano desplegada en un monitor color de computadora. En la pantalla, una imagen de un cerebro muy semejante a la realidad giraba y luego se dividía, sección por sección, como un pomelo rosado.
Una de las asistentes de Rossi, una ex estudiante del mit llamada Ann, pequeña, de cabello negro, estaba sentada frente al monitor manejando las imágenes. La corteza cerebral, me explicó en una voz suave de jovencita, estaba compuesta de seis capas.
– Descubrimos que hay una diferencia visible entre el aspecto de la corteza en alguien que está diciendo la verdad y en la de alguien que miente -dijo. Agregó confidencialmente: -Claro que todavía no tengo idea de si eso se origina en las neuronas o en otras células, pero estamos trabajando al respecto.
Produjo una imagen de computadora del cerebro de un mentiroso, que tenía un aspecto vagamente distinto que la anterior.
– Si quiere sacarse la chaqueta -dijo Rossi-, creo que va a estar más cómodo.
Yo le hice caso, me saqué la corbata también y puse todo en el respaldo de una silla. Mientras tanto, Ann fue a la cámara interna y empezó a hacer ajustes en la máquina.
– Por favor, no lleve nada metálico ahí dentro -siguió diciendo Rossi-. Llaves, hebillas de cinturones, suspensores, monedas. El reloj tampoco. Como se trata de un gran imán y sólo de eso, todo lo que sea de acero o hierro va a salirle volando de los bolsillos. Y el imán puede hacer que se le pare el reloj o algo peor. -Agregó de buen humor: -Y su billetera, por favor.
– ¿Mi billetera?-Esa cosa puede desmagnetizar tarjetas de crédito, tarjetas de cajeros automáticos, cosas así. Todo lo que tenga que ver con el magnetismo. No tiene una placa de acero en la cabeza ni nada por el estilo, ¿verdad?
– No. -Terminé de vaciar mis bolsillos y de poner los elementos en la mesa.
– De acuerdo -dijo llevándome al interior de la cámara-. Tal vez esto le parezca un poco amenazador si es claustrofóbico. ¿Lo es?
– No especialmente.
– Maravilloso. Hay un espejo para que pueda verse a sí mismo pero mucha gente se asusta si se ve acostada en la máquina. Supongo que les sugiere el aspecto que tendrán en el ataúd. -Volvió a reír.
Yo me acosté en la plataforma blanca y Ann me aseguró en ella. Las correas alrededor de mi cabeza encajaban con exactitud y estaban acolchonadas con esponjas. Todo me resultaba vagamente incómodo.
Lentamente, la asistente movió la plataforma hacia el centro de la máquina. Adentro del agujero de la rosquilla había un espejo: veía mi cabeza y mi torso.
Desde algún lugar de la habitación, oí la voz de Ann.
– Encendido del imán.
Luego, por un parlante dentro de la máquina, oí la voz de Rossi.
– ¿Todo bien ahí?
– Sí -dije-. ¿Cuánto lleva esto?
– Seis horas -dijo la voz-. No, es una broma. Diez, quince minutos.
– Muy gracioso.
– ¿Listo?
– Empecemos de una vez -dije.
– Va a oír un ruido como de golpes -volvió a explicar Rossi-. Pero mi voz será más fuerte, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -contesté, impaciente.
La correa no me dejaba mover la cabeza; esa sensación era particularmente desagradable.
– Comencemos.
En ese momento, empezó a sonar un ruido como de martillo, rítmico, rápido; menos de un segundo entre un golpe y otro.
– Ben, voy a hacerle una serie de preguntas -dijo la voz de Rossi, metálica, clara-. Conteste sí o no.
– Esta no es mi primera experiencia con un detector -contesté un poco enojado.
– Entiendo -respondió la voz metálica-. ¿Su nombre es Benjamín Ellison?
– Sí.
– ¿Se llama usted John Doe?
– No.
– ¿Es usted médico?
– No.
– ¿Alguna vez tuvo una amante?
– ¿Qué significa esto?
– Por favor, por favor, Ben. Sí o no.
Dudé. Como Jimmy Cárter, he sentido lujuria bien adentro del corazón.
– No.
– ¿Estuvo usted empleado por la Agencia, la CIA?
– Sí.
– ¿Vive en Boston?
– Sí.
Oí una voz femenina en la habitación, la voz de Ann, y luego una voz de hombre que hablaba desde muy cerca. Después, la pregunta de Rossi por el parlante.
– ¿Fue usted agente de la inteligencia soviética?
Yo chasqueé la lengua. No podía creerlo.
– Sí o no, Ben. Entienda que estas preguntas están diseñadas para controlar los parámetros de sus niveles de ansiedad. ¿Fue usted agente de la inteligencia soviética?
– No -dije.
– ¿Está casado con Martha Sinclair?
– Sí.
– ¿Está usted bien por ahora, Ben?
– Perfectamente -dije-. Siga.
– ¿Nació usted en la ciudad de Nueva York?
– No.
– ¿Nació en Filadelfia?
– Sí.
– ¿Tiene treinta y ocho años de edad?
– No.
– ¿Treinta y nueve?
– Sí.
– ¿Su nombre es Benjamín Ellison?
– Sí.
– Ahora, voy a pedirle que mienta en las próximas dos preguntas. ¿Su especialidad legal está relacionada con la propiedad de inmuebles?
– Sí -dije.
– ¿Alguna vez se masturbó?
– No.
– Ahora la verdad. Cuando trabajó para la inteligencia de los Estados Unidos, ¿trabajó también para el servicio de inteligencia de algún otro país?
– No.
– Desde que acabó su servicio en la CIA, ¿estuvo en contacto con cualquier funcionario de inteligencia asociado con lo que fue el bloque de naciones socialistas?
– No.
Hubo una larga pausa, y luego llegó otra vez la voz de Rossi.
– Bueno, creo que con eso terminamos, Ben.
– Entonces, quiero salir de aquí.
– Ann lo sacará en un minuto. -El ruido se detuvo tan bruscamente como había empezado y el silencio fue un alivio enorme. Sentía que me latían los oídos. Oí voces de nuevo, voces distantes, los técnicos del laboratorio, seguramente.
– Todo listo, señor Ellison -dijo la voz de Ann mientras hacía correr la plataforma. Espero por Dios que esté bien.
– ¿Disculpe? -dije.
– Dije que ya estamos listos. -Se estiró para soltar la correa de la cabeza y luego desprendió el Velero que me aseguraba los tobillos y las muñecas.
– Estoy bien -dije-. Excepto la audición. Supongo que la recuperaré en un par de días…
Ann me miró con suma atención, el ceño fruncido, y luego dijo:
– Va a estar bien, no se preocupe. -Me ayudó a bajar de la plataforma. -No estuvo tan mal, ¿no es cierto? -dijo mientras me daba la mano para ponerme de pie. No funcionó, no funcionó.
– ¿Qué es lo que no funcionó?
Ella me miró otra vez, intrigada. Dudó un momento y después dijo:
– Todo está bien.
La seguí afuera hacia donde estaba Rossi, de pie, las manos en los bolsillos del traje, relajado, esperando.
– Gracias, Ben -dijo-. Bueno, está usted limpio. No hay sorpresas. Las imágenes de computadora, las fotos de la actividad eléctrica de su cerebro, indican que fue usted sincero en todo menos cuando le pedí que mintiera.
Luego se volvió para buscar en una pila de archivos. Yo me acerqué a la silla para buscar mis cosas y lo oí murmurar algo sobre Truslow.
– ¿Y Truslow? -dije.
Él se volvió, sonriendo, contento.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– ¿Estaba usted hablándome? -pregunté.
Me miró unos segundos, los ojos muy abiertos. Sacudió la cabeza. Los ojos seguían mirándome, fríos, atentos.-Olvídelo -dije, pero yo lo había oído. Estábamos a no más de dos metros, no me estaba engañando. Algo sobre Truslow. Tal vez no se había dado cuenta de que hablaba en voz alta.
Me dediqué a recoger mis cosas de la mesa: las monedas, el cinturón y todo eso. Rossi dijo otra vez, tan claro como la primera vez:
¿Es posible?
Lo miré y no dije nada.
¿Funcionó?, llegó la voz de Rossi otra vez, algo indistinta, algo distante pero…
…esta vez estaba bien seguro…
…su boca no se había movido…
No había dicho ni una palabra. La idea fue abriéndose camino en mí, lenta, segura, y sentí que se me congelaba el estómago.