THE WALL STREET JOURNAL
La CIA en crisis
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El Presidente estaría por nombrar
al nuevo director de la CIA
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¿Podrá limpiarla
el nuevo dirigente?
¿Está fuera de control la agencia de espionaje?
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POR MICHAEL HALPERIN,
PERIODISTA DE PLANTA DE THE WALL STREET JOURNAL
En medio de un clima de rumores muy desagradables con
respecto a vastas actividades ilegales dentro de la CIA, el
Presidente estaría por nombrar al nuevo director.
Las últimas especulaciones se centran en un funcionario
de carrera de la Agencia, el señor Alexander Truslow, de
buena reputación en el Congreso y en la comunidad de hombres
relacionados con la inteligencia.
Sin embargo, muchos observadores manifiestan preocupación
al respecto. El señor Truslow enfrenta el desafío muy
complejo, tal vez imposible, de tratar de reinar sobre una CIA
que según se cree, está totalmente fuera de control.
No debería haberme sorprendido al ver al hombre de la silla de ruedas mirándome con toda calma cuando entré en el living, una habitación vasta y muy adornada. James Tobias Thompson III había envejecido mucho desde la última vez que nos habíamos visto durante el incidente que terminó con mi carrera en la Agencia, y sobre todo con la vida de una maravillosa mujer y la movilidad de un hombre.
– Buenas noches, Ben -dijo Toby.
La voz, ronca y baja, casi inaudible. Era un hombre compacto de más de sesenta y cinco años, en un traje conservador color azul. Los zapatos, que casi nunca tocaban el piso, eran botines negros, con brillo de espejo. La cabeza estaba totalmente cubierta de cabellos blancos, un poco largo para un hombre de su edad, especialmente un veterano de la Agencia. En París, ese pelo había sido de un negro profundo con algunos trazos de gris en las sienes. Tenía los ojos castaños y parecía digno y desalentado.
La silla de ruedas descansaba cerca de un hogar inmenso, en el cual ardía un gran fuego artificial, que parecía extraño. Extraño, digo, porque la habitación en la que estábamos, de unos quince metros de ancho por treinta de largo, con un cielo raso de más de seis metros de alto, estaba fría por el aire acondicionado. Por alguna razón, recordé que Richard Nixon quería tener fuegos ardiendo en la Oficina Oval de la Casa Blanca, aún en pleno verano, con el aire acondicionado encendido.
– Toby -dije, acercándome despacio para darle la mano. Pero él hizo un gesto para que me sentara en una silla a unos buenos diez metros de la suya.
En una gran silla de cuero a un costado estaba Charles Rossi y no mucho más lejos, en un sofá tapizado, dos jóvenes en trajes baratos tipo marinero que siempre asocio con los de seguridad dentro de la Agencia. No había duda de que llevaban armas.
– Gracias por venir -dijo Toby.-Ah, no me des las gracias a mí -dije, tratando de disimular en algo mi amargura-. Mejor a la gente del señor Rossi. O a los químicos de la Agencia.
– Lo lamento -dijo Toby-. Conozco tu temperamento y no creí que pudiéramos traerte de ninguna otra forma.
– Usted fue muy claro cuando dijo que no pensaba cooperar -aclaró Rossi.
– Bien hecho -dije-. Esa droga sí que se come la voluntad. ¿Piensan tenerme así todo el tiempo para asegurarse mi aceptación?
– Creo que cuando nos haya escuchado hasta el final, será usted más cooperativo. Si no quiere cooperar, bueno, no podemos hacer nada, supongo. Un animal enjaulado no sirve como agente de campo.
– Adelante, entonces -dije.
La silla de respaldo recto en la que estaba sentado parecía puesta de tal forma que, aunque veía y oía bien a Rossi y a Thompson, estaba a gran distancia de los dos.
– La Agencia les dio un lindo refugio -dije.
– En realidad, es de un retirado -dijo Toby, sonriendo-. ¿Cómo estás?
– Bien, Toby. Y tu estás muy bien.
– Sí, dentro de lo posible.
– Lamento que no tuviéramos oportunidad de hablar -dije.
El se encogió de hombros y sonrió otra vez como si yo hubiera hecho una sugerencia superficial y tonta.
– Reglas de la Agencia -dijo-. No mías. Ojalá lo hubiéramos hecho, sí.
Rossi me miraba en silencio.
– No creo que pueda expresarte lo mucho que… -empecé a decir.
– Ben -me interrumpió Toby-, por favor, no. Nunca te eché la culpa. Esas cosas pasan. Y lo que me pasó fue horrendo pero lo que te pasó a ti, a Laura…
Nos quedamos callados un momento. Escuché el siseo de las llamas anaranjadas que lamían los troncos de cerámica.
– Molly -dejé escapar.
Toby levantó una mano para silenciarme.
– Está bien -dijo-. Por suerte… gracias a Charles… tú también.
– Creo que me deben una explicación -afirmé, con tranquilidad.
– Sí, Ben -coincidió Toby-. Estoy seguro de que tú entiendes que esta conversación no existe en realidad. No hay ningún registro de tu vuelo desde Washington, y la policía de Boston archivó para siempre el informe sobre la balacera de la calle Malborough.
Asentí.
– Lamento haberte puesto tan lejos de nosotros -siguió diciendo él-. Ya entiendes el por qué de la precaución.
– No si no tienen nada que esconder -dije.
Del otro lado de la habitación, Rossi sonrió y dijo:
– Esta es una situación poco común, no la planeamos así, no del todo. Como ya expliqué, mantenerlo a usted a cierta distancia es la única forma que conozco de asegurar la compartimentación de seguridad que requiere la operación.
– ¿De qué operación estamos hablando? -pregunté, sin levantar la voz.
Oí un crujido mecánico cuando Toby ajustó la silla para mirarme de frente. Después habló, lentamente, como si le costara mucho hacerlo.
– Alex Truslow te encargó un trabajo. Ojalá Charles no hubiera usado ese truco. Él es el primero en admitirlo, estoy seguro.
Rossi sonrió.
– Es un juego de fines y medios, Ben -dijo Toby-. Buscamos lo mismo que Alex, pero con medios diferentes. No perdamos de vista el hecho de que éste es uno de los proyectos más interesantes y fundamentales en la historia del mundo. Creo que cuando nos hayas escuchado, querrás seguir con nosotros. Si no quieres hacerlo, bueno, lo aceptaremos.
– Adelante -dije.
– Hace tiempo que te seleccionamos como sujeto probable. Tu perfil concuerda, la memoria fotográfica, la inteligencia, todo.
– Así que sabían lo que iba a pasarme…
– No -dijo Rossi-. Ya fracasamos. Varias veces.
– Un segundo. Un segundo -interrumpí-. ¿Cuánto saben exactamente?
– Bastante -contestó Toby, con calma-. Ahora tienes la habilidad de recibir lo que se llama elf, ondas de radio de frecuencia extremadamente baja, generadas por el cerebro humano. ¿Te importa si fumo? -Tomó un paquete de Rothmans (yo me acordé de que era la única marca que fumaba cuando nos conocimos en París) y lo golpeó contra el brazo de la silla de ruedas hasta que salió uno.
– Si me importara -dije-, no creo que pudiera molestarme el humo a esta distancia.
Él se encogió de hombros y encendió el cigarrillo. Exhaló con gusto por la nariz y siguió diciendo:
– Sabemos que ese… talento, para darle un nombre, no disminuyó desde que lo tienes. Sabemos que sólo eres sensible a pensamientos ocasionados en momentos de emociones fuertes. No en ti sino en la persona que estás tratando de "oír". Eso tiene mucho que ver con la teoría del doctor Rossi sobre el asunto, según la cual la intensidad de las ondas de pensamiento sería proporcional a la intensidad de la reacción emocional. La emoción varía la fuerza de los impulsos eléctricos que se descargan. -Hizo una pausa para inhalar otra vez y agregó con voz ronca, a través del humo: -¿Me sigues?
Yo sólo sonreí.
– Claro está, Ben, que nos interesa mucho más oír tus experiencias que decirte lo que nosotros sabemos.
– ¿Qué les hizo pensar en el generador de imágenes por resonancia magnética como solución?
– Ah -dijo Toby-. Para eso, te dejo en manos de mi colega, Charles. Como tal vez sepas, Ben, hace unos años que estoy en el ddo en casa. -Se refería al Directorio de Delegados de Operaciones, los chicos que hacen la cobertura en los cuarteles de Langley. -Mi área de responsabilidad es lo que llaman "proyectos especiales".
– Entonces -dije, sintiendo una vieja sensación de vértigo-, tal vez puedan explicarme, caballeros, de qué se trata este… este proyecto, como ustedes lo llaman.
Toby Thompson exhaló el humo con firmeza y luego aplastó el cigarrillo en un cenicero de cristal sobre la mesa de roble tallado que tenía cerca. Miró la pluma de humo azul que se elevaba y se curvaba en el aire y luego se volvió hacia mí.
– Estamos hablando de un asunto clasificado como ultra secreto -dijo. Luego se detuvo. -Y como puedes imaginarte, es una historia larga y bastante compleja.
– La Central de Inteligencia -dijo Toby, los ojos fijos en un punto cualquiera de la habitación- está interesada hace tiempo en… ¿cómo llamarlo?… en las técnicas más exóticas de espionaje y contraespionaje. Y con eso, no estamos hablando sólo de esa invención maravillosa, el paraguas búlgaro con la punta lista para inyectar drogas mortales… No sé cuánto sabes de esto de tus días en la Agencia…
– No mucho -dije.
Toby me miró con fuerza como sorprendido por la interrupción.
– Y nuestro equipo, claro está, te observó en la Biblioteca Pública, investigando… así que algo debes de saber, por lo menos lo que está en informes oficiales y públicos. Pero la historia real es mucho más interesante.
"Hay que recordar un dato esencial: la razón por la que la mayoría de los gobiernos mantiene estas investigaciones en el mayor de los secretos es el miedo al ridículo. Sí, así de simple. Y en una sociedad como la nuestra, un país como los Estados Unidos, que se precia de un alto grado de pragmatismo… bueno, creo que los fundadores de la CIA reconocen que el mayor riesgo para ellos no es la furia sino el desprecio de la gente.
Sonreí porque estaba de acuerdo. Toby y yo habíamos sido buenos amigos antes del incidente y yo siempre había disfrutado de su seco sentido del humor.
– Así que -siguió diciendo- sólo un par de los funcionarios más importantes estuvieron enterados de lo que hacía la Agencia en esta área. Quiero asegurarme de que eso quede bien claro. -Me miró directamente a los ojos, después volvió a inclinar la cabeza. -Los experimentos en parasicología provienen por lo menos de la década del veinte en Harvard y Duke, experimentos serios en manos de estudiosos serios, pero la verdad es que la comunidad científica en general nunca los reconoció. -Sonrió otra vez, una sonrisa amarga, y agregó: