Los hechos de septiembre y octubre pasados que tanto conmovieron al mundo nunca se olvidarán. Eso es evidente. Pero el público ha conocido pocos o ninguno de los detalles de lo que pasó en esas semanas extraordinarias.
Hasta hoy.
Hace varios meses, el 8 de noviembre, recibí en mi casa de Manhattan un paquete que me habían enviado por Federal Express. Pesaba cuatro kilos setecientos gramos y contenía un manuscrito, parte a máquina, parte a mano. Mi investigación posterior no logró determinar quién lo había enviado. La compañía Federal Express afirmó que sólo podía asegurar que el nombre de quien lo había enviado era falso (el punto de origen era Boulder, Colorado), y que lo habían pagado en efectivo.
Tres grafólogos independientes me confirmaron algo que yo ya sabía: la letra era de Benjamín Ellison, ex funcionario de la CIA, Agencia Central de Inteligencia, y luego abogado de una importante firma de Boston, Massachusetts. Aparentemente, Ellison había hecho arreglos para que el manuscrito llegara a mis manos en caso de su muerte.
Aunque no fui lo que se dice muy amigo de Ben Ellison, fuimos compañeros de habitación durante un semestre cuando los dos estudiábamos en Harvard. Era un tipo buen mozo, de altura media y cuerpo bien formado, cabello oscuro y espeso, y ojos castaños. Me acuerdo de que era fácil llevarse bien con él, era un hombre agradable y tenía una risa contagiosa. Había visto a su esposa, Molly, algunas veces y me había caído muy bien. Cuando el padre de Molly, el difunto Harrison Sinclair, era director de la CIA, lo entrevisté varias veces, pero hasta allí llegó mi relación con él.
Como documentó recientemente una excelente serie de artículos de investigación de The New York Times, hay poca duda de que la desaparición de Ben y Molly en las aguas de Cape Cod, Massachusetts, una semana después de los hechos del otoño de 1994, fuera por lo menos sospechosa. Un número de fuentes confiables de inteligencia me confirmaron en entrevistas no oficiales lo que imaginan los artículos del Times: que Ben y Molly muy probablemente murieron asesinados, seguramente por agentes relacionados con la CIA, y que la causa fue el conocimiento que tenían de los hechos. Hasta que se localicen sus cuerpos, sin embargo, no podremos saber la verdad.
Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué me habrá elegido Ben Ellison para enviarme su manuscrito? Tal vez por mi reputación como periodista y escritor razonablemente justo (eso quiero creer) sobre temas de inteligencia y relaciones exteriores. Tal vez por el éxito de mi último libro, La defunción de la CIA, cuyo origen fue una investigación que hice para The New Yorker.
Pero, sobre todo, creo yo, fue porque Ben me conocía y confiaba en mí: sabía que nunca entregaría el manuscrito a la CIA ni a ninguna otra agencia del gobierno. (Dudo de que hubiera anticipado las numerosas amenazas de muerte que recibí por teléfono y por correo en los últimos meses, la campaña sutil y no tan sutil de intimidación que me hicieron mis contactos de la comunidad de inteligencia, y el contundente esfuerzo legal de la CIA para impedir la publicación de este libro.)
Para decirlo en palabras suaves, el relato de Ben me pareció impresionante al principio, extraño, hasta increíble. Pero cuando los editores de este libro me pidieron que verificara la autenticidad del relato, entrevisté profunda y cuidadosamente a los que habían conocido a Ellison en los medios legales y de inteligencia e investigué intensamente los hechos en varias de las capitales de Europa.
Y ahora puedo decir con absoluta seguridad que la versión de Ben sobre estos alarmantes sucesos, aunque pueda parecer asombrosa, es exacta. El manuscrito que recibí fue redactado con mucho apuro, eso es evidente, y me he tomado la libertad de corregirlo para su publicación, sobre todo en cuanto a algunos errores de coherencia. Donde me pareció necesario, inserté recortes periodísticos y documentos para sustentar la narración.
Aunque el documento es controvertido, es la primera historia completa que tenemos sobre lo que pasó realmente en esa época terrible, y me alegro de haber sido uno de los responsables del hecho de que saliera a la luz.
James Jay Morris.
Muere el director de la CIA en accidente automovilístico
Harrison Sinclair, 67 a ñ os, ayud ó a la CIA
a sobrevivir en un mundo posguerra Fr í a.
Sucesor: a ú n sin nombrar.
SHELDON ROSS
ESPECIAL PARA THE NEW YORK TIMES
Washington, 2 de mayo. -El director de la CIA, Harrison H. Sinclair, murió ayer cuando su automóvil cayó en una quebrada del estado de Virginia, a cuarenta kilómetros de los cuarteles de la CIA en Langley, Virginia. Murió instantáneamente, según dijeron voceros de la agencia gubernamental. No hubo otras víctimas.
El señor Sinclair, jefe de la CIA desde hace menos de un año, fue uno de sus fundadores en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Deja una hija, Martha Hale Sinclair…