– Usted es muy pero muy valioso para nosotros -dijo Rossi-. No quiero que le pase nada malo.
– ¿Por qué… allá, sentado… qué tiene que esconder?
– Compartimentación del trabajo -dijo él-. Ya sabe: la regla de oro en inteligencia. Con su habilidad sería peligroso que supiera demasiado. Sería una amenaza para nosotros, para todos. Mejor que quede en la mayor ignorancia posible.Nos habíamos detenido frente a una terminal del aeropuerto Logan.
– En unos minutos, saldrá en un avión militar para la base de la fuerza aérea en Andrews. Tendrá ganas de dormir. Hágalo.
– ¿Por qué…? -empecé a decir pero no pude terminar la frase.
Rossi contestó, un rato después:
– Ya le vamos a explicar todo. Todo.
Lo último que recuerdo es la conversación con Charles Rossi en la camioneta. Después, descubrí que estaba despierto y mareado en un avión desierto que parecía militar. Me di cuenta de que me habían atado en posición horizontal sobre un asiento o una camilla o algo así.
Si Rossi estaba en el vuelo, no lo vi en ninguna parte, no desde mi ángulo. Había algunos hombres cerca, en uniformes militares. ¿Me cuidaban? ¿Creían que pensaba escapar a mil seiscientos metros de altura? ¿No se daban cuenta de que estaba atado y sin armas?
La droga que me habían inyectado en la calle debía de ser muy poderosa porque incluso tanto tiempo después me costaba pensar con claridad. Lo intenté de todos modos.
El destino era la base de la fuerza aérea en Andrews. Seguramente, iba a los cuarteles de la CIA. No. No tenía sentido. Rossi sabía que yo leía mentes, así que los cuarteles de Langley serían el último lugar en el mundo en el que querría ponerme. Parecía saber lo que yo no podía hacer: percibir ondas cerebrales a más de cierta distancia o a través de un vidrio. Eso significaba que él ya había pasado por eso, que había habido otros.
Pero, ¿seguiría estando allí mi extraña habilidad? No tenía idea. ¿Cuánto tiempo duraba? Tal vez se había desvanecido con tanta rapidez como había llegado.
Me moví en mi asiento, peleé contra las bandas que me sujetaban, y noté que los guardias volvían la cabeza, tensos, alerta.
¿Habría sido Molly la del taxi? Rossi había dicho que ellos la tenían, que estaba segura, que estaba bien. ¿Pero un taxi? ¿Y en la calle? Tenía que ser un doble, alguien que se le pareciera mucho, un cebo para hacerme llegar hasta allí. ¿Lo había hecho la gente de Rossi? ¿O esos "otros" sin nombre, no especificados?
¿Y quiénes eran esos otros?
– iEy! -logré decir con un gruñido.Uno de los guardias se levantó, se me acercó (pero no demasiado).
– ¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó con amabilidad. Tendría unos veinte años, alto, duro, macizo.
Volví la cabeza hacia él, lo miré directamente a la cara.
– Tengo ganas de vomitar -dije.
Él frunció el ceño.
– Mis instrucciones…
– Voy a vomitar -le advertí-. Las drogas. Quiero que usted lo sepa. Haga lo que le dijeron que hiciera.
Él miró a su alrededor. Uno de los otros guardias frunció el ceño y sacudió la cabeza.
– Lo lamento -dijo-. ¿Un vaso de agua o algo así?
Yo gemí.
– ¿Agua? Dios. ¿Para qué sirve el agua? Tiene que haber un baño aquí.
El guardia se volvió hacia el otro, murmuró algo. El que estaba más lejos gesticulaba como expresando indecisión. Después, el primero se volvió hacia mí y me dijo:
– Lo lamento, amigo. Lo único que puedo hacer es ofrecerle un balde.
Me encogí de hombros a pesar de las correas.
– Como quiera -dije.
Él fue hasta el fondo y volvió con lo que parecía una palangana de aluminio, que me puso cerca de la cabeza.
Hice lo que pude para simular las náuseas, tosí y me retorcí mientras él mantenía la palangana cerca de mí, la cabeza a no más de medio metro, una mirada de asco en los ojos.
– Espero que le paguen bien por eso -dije.
Él no contestó.
Hice lo que pude para enfocar mi cerebro nublado por la droga.
…no golpearlo… oí.
Sonreí, sabiendo de qué se trataba.
Tosí otra vez.
Después: para qué…
Y unos segundos después: …lo que hizo es cosa de la Compañía no nos dicen seguramente algo de espionaje no parece espía mierda parece un abogado.
– Creo que no tiene tantas ganas de vomitar después de todo -dijo el guardia, alejándose un poco.
– Qué suerte. Pero no se lleve eso muy lejos.
Sabía, uno, que la cosa funcionaba todavía; y dos, que no podía averiguar nada de ese tipo, al que habían dejado en ignorancia completa de mi identidad y mi destino.
Poco después, me dormí; un largo descanso sin sueños. Cuando volví a despertarme, estaba sentado en otro vehículo, esta vez un Chrysler del gobierno. Me dolía todo el cuerpo.
El conductor era un tipo alto de casi cuarenta años con aspecto de marino y un traje azul oscuro.
Estábamos entrando en una parte rural de Virginia, algún lugar en las afueras de Reston. Atrás quedaban los restaurantes especializados en panqueques y las tiendas Oseo y los cientos de centros comerciales. Ahora estábamos en rutas de sólo dos manos, rutas rodeadas de bosques y llenas de curvas. Al principio me pregunté si no estaríamos llegando a Langley por rutas secundarias, después vi que la dirección era otra.
Era un refugio en el campo, la parte de Virginia donde la CIA mantiene una serie de casas particulares para sus asuntos: encuentros con agentes, interrogatorios a desertores y demás. A veces son departamentos en edificios anónimos de los suburbios, pero en general son cascos de estancia con muebles de segunda, alquilados por mes, vodka en la heladera, espejos dobles y vermut para la mesa.
Diez minutos después nos detuvimos frente a unas puertas de hierro ornamental que se abrían sobre una gran reja de hierro de más de cuatro metros de altura. Los portones y la cerca terminaban en puntas agudas y parecían de alta seguridad. Probablemente electrificados. Las puertas se abrieron electrónicamente. Pasamos por un largo camino lleno de bosques, circular, que terminaba frente a una gran casa del período georgiano que parecía temible a la luz del atardecer. Sólo había luz en una habitación del segundo piso, en algunas del primero y en una grande de la planta baja con las cortinas corridas. La entrada también estaba iluminada. Me pregunté cuánto le costaría a la Agencia alquilar esa impresionante residencia y durante cuánto tiempo lo harían.
– Bueno, señor -dijo el conductor-. Ya llegamos. -Hablaba con el tonito suave de tantos empleados del gobierno que emigraron hacia Washington desde la Virginia rural.
– Bueno. Gracias por el viaje.
Él asintió, un gesto grave.
– La mejor de las suertes para usted, señor.
Salí del auto y caminé lentamente a través del camino de grava y la entrada. Cuando me acerqué a la puerta, ésta se abrió de par en par.