¿Pero lo sabía Truslow?
Y un segundo después de estos pensamientos, de haber razonado todo eso con lucidez, me encontré preguntándome, con el regusto del pánico en la boca, si no había entrado en el camino de la locura.
Mientras el taxi esquivaba el tránsito, sentí más y más sospechas. El asunto del "detector de mentiras", ¿no sería un pretexto, una forma de obligarme a pasar por la máquina?
Es decir, ¿lo habían hecho a sabiendas para que me pasara exactamente lo que me había pasado?Y otra vez, ¿Truslow estaba al tanto de la operación?
¿Habría engañado a Rossi realmente? ¿Sabría él que yo tenía esa nueva habilidad terrible y extraña?
Yo suponía, con miedo, que Rossi lo sabía. Normalmente, cuando alguien dice algo que tiene que ver con lo que estamos pensando -todos hemos vivido momentos como ese- nuestra respuesta es la sorpresa, o la excitación, o hasta la alegría. Hasta cierto punto es agradable descubrir que tenemos conexiones de ese tipo y a ese nivel con otro ser humano.
Pero Rossi no me había parecido sorprendido. Parecía… no sabría cómo decirlo… alerta, alarmado, lleno de interés y de sospechas. Como si hubiera estado esperando que me pasara. Sorprendido no.
Me pregunté, mientras revisaba mentalmente la escena con Rossi, si realmente lo habría convencido de que no había nada extraño en mi respuesta, de que solamente había habido una apariencia de conexión, de que era una coincidencia.
Cuando el taxi llegó al distrito financiero de la ciudad, me incliné hacia adelante para darle indicaciones al conductor. Era un negro maduro con una barba rala. Estaba sentado muy en lo suyo mientras manejaba, como envuelto en una ensoñación. Nos separaba una placa de acrílico transparente. Hablé por el micrófono y me di cuenta de algo sorprendente: no estaba "oyendo" al conductor. Me sentí totalmente confundido. ¿Se me habría terminado el "talento"?, y ¿la desaparición era permanente o temporaria? ¿Era el acrílico, la distancia, o alguna otra cosa, que me impedía sentir lo que pensaba? ¿O era que lo había imaginado todo?
– A la derecha en la próxima -le dije-, y ahí estamos. Un edificio gris sobre la izquierda.
Nada. El sonido de la radio, una estación sin música donde charlaban todo el tiempo a bajo volumen y un ocasional estallido de estática en la radio de comunicación, pero nada… nada más.
¿El efecto del generador de imágenes en el cerebro, si es que existía, sería algo de corta duración?
Totalmente confundido, le pagué y entré en el hall del edificio. Lo encontré lleno de gente que volvía del almuerzo, lleno de charla constante. Empujé para entrar en el ascensor junto con la multitud de empleados, apreté el botón de mi piso y… sí, pienso admitirlo… traté de "escuchar" o "leer" o como quiera usted llamarlo, pero las conversaciones en voz alta me lo impedían.
Me latía horriblemente la cabeza. Me sentía claustrofóbico, tenía náuseas. La transpiración me corría por la nuca.
Cuando se cerraron las puertas del ascensor, la multitud sequedó en silencio, como suele suceder en los ascensores, y entonces volvió a pasarme.
Oí, como en un caleidoscopio, pedazos de palabras y de frases, o mejor dicho, rastros, hilachas de palabras y de frases, el sonido de una cinta de audio de las antiguas cuando uno la pasa al revés (eso, en los días en que la tecnología nos permitía esos trucos, los días anteriores al sonido digitalizado). La mujer que estaba junto a mí, pelirroja y regordeta, de unos cuarenta años -bien apretada contra mi hombro por los demás-, tenía un aspecto sereno. La expresión de su cara era agradable, placentera, una sonrisa leve. Pero yo oí una voz -tenía que venir de ella- que llegaba en ondas, distante y luego clara, desvaneciéndose y volviendo a aparecer, como en una mala conexión de teléfono. No lo aguanto, no lo aguanto, decía la voz. Hacerme eso, me lo hizo, no tiene derecho a hacerlo, no puede… El contraste entre el aspecto tranquilo y los pensamientos casi histéricos de la mujer me puso muy nervioso. Volví la cabeza hacia el hombre de mi izquierda, que parecía un abogado en un traje a rayas de abogado y anteojos de carey, cincuenta años, una expresión de aburrimiento vago. Y entonces vino, un grito distante en voz masculina: minutos tarde empiezan sin mí sin mí los hijos de pu…
Estaba "sintonizando" sin saber lo que hacía, como cuando uno trata de escuchar una voz familiar en una multitud, seleccionando un cierto timbre, un cierto sonido. En el silencio del ascensor, era muy fácil.
Sonó el timbre y se abrieron las puertas en el área de recepción de Putnam amp; Stearns. Pasé rozando a varios de mis colegas, sin casi saludarlos, y fui directo hacia mi oficina.
Darlene levantó la vista cuando me le acerqué. Como siempre, estaba vestida de negro, pero ese día había una especie de cosa de cuello alto fruncida en la parte superior de su cuerpo, algo que ella debía de considerar femenino, supongo. A mí me parecía un regalo del Ejército de Salvación.
Cuando me le acercaba, oí: algo serio le pasa, algo anda mal con Ben.
Empezó a decir algo pero le hice un gesto para que se callara. Entré en mi oficina, saludé en silencio a las grandes muñecas que seguían con su vigilia silenciosa junto a la pared, y me senté al escritorio.
– No quiero llamadas -dije, cerré la puerta de mi oficina y me hundí en la silla, seguro y solo al fin. Durante largo rato me quedé allí, en silencio absoluto, mirando con los ojos muy abiertos la distancia infinita, apretándome las sienes doloridas, hamacando la cabeza entre las manos, y escuchando los latidos acelerados de mi corazón.Un rato después emergí de las tinieblas para pedirle mis mensajes a Darlene. Ella levantó la vista hacia mí, curiosa, como si estuviera preguntándose si yo estaba bien. Me tendió una pila de papelitos rosados.
– Llamó el señor Truslow.
– Gracias.
– ¿Se siente mejor?
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Le duele la cabeza, ¿no?
– Sí. Una migraña terrible. Un dolor tan fuerte que me parece que se ve por fuera.
– Siempre tengo algo de aspirina aquí -dijo ella, abriendo un cajón del escritorio que mostraba una pila de medicamentos-. Tómese un par. Yo siempre tengo jaquecas, dos por mes por lo menos. Y son lo peor.
– Lo peor -coincidí enseguida, aceptando algunas pastillas.
– Ah, y el señor Alien Hyde de Textronics quiere hablarle apenas pueda. -El señor Hyde era el inventor de las Muñecas Big Baby, a punto de hacer una oferta para negociar el asunto.
– Gracias -dije y miré los mensajes. Darlene se había puesto a trabajar en su ibm Selectric (sí, aunque no lo crean, usamos máquinas de escribir en Putnam amp; Stearns; algunos asuntos legales requieren de una máquina de escribir, no de impresoras láser) con su ritmo frenético de siempre.
No pude impedir acercármele, inclinarme hacia ella y tratar…
Y llegó, con la misma claridad maldita. Parece estar perdiendo la razón. La voz de Darlene y después, silencio.
– Estoy bien -dije, despacio.
Darlene giró en redondo, los ojos muy abiertos.
– ¿Eh?
– No se preocupe por mí. Tuve una entrevista dura esta mañana.
Ella me miró un rato, una mirada frenética. Después, se dominó.
– ¿Quién está preocupado? -dijo, volviéndose hacia la máquina de escribir. Yo oí, en el mismo tono de conversación: ¿Dije algo en voz alta? -¿Quiere que lo comunique con Truslow?
– Todavía no -respondí-. Tengo cuarenta y cinco minutos hasta que llegue Kornstein, y después directo a Levin, y necesito algo de aire fresco o va a estallarme la cabeza.
Lo que realmente quería era sentarme en una habitación oscura con las mantas sobre la cabeza, pero me parecía que una caminata, aunque fuera dolorosa, haría mucho para aliviar mi dolor de cabeza.
Mientras volvía hacia la oficina a buscar el sobretodo, sonó el teléfono de Darlene.
– Oficina del señor Ellison -dijo ella. Después, agregó: -Un momento, por favor, señor Truslow. -Apretó el botón de pausa. -¿Está usted aquí?
– La tomo.
– Ben -dijo Truslow cuando levanté el teléfono de mi oficina-. Pensé que volvería para charlar un rato.
– Lo lamento -dije-. La prueba duró más de lo que yo creía. Tengo un día muy difícil aquí. Si no le importa, hagamos otra cita.
Una larga pausa.
– De acuerdo -dijo finalmente-. ¿Qué le pareció ese tipo, Rossi? Para mi gusto es un poco extraño, y tiene aspecto de rufián, pero tal vez me preocupo demasiado.
– No tuve mucho tiempo de conocerlo.
– Como sea, Ben, me dijeron que pasó el detector perfectamente.
– Supongo que no está sorprendido.
– Claro que no. Pero tenemos que hablar. Tengo que informarlo con más precisión. Hay un pequeño problema.
Había una sonrisa en su voz, y yo supe de qué se trataba antes de que lo dijera.
– El Presidente me pidió que fuera a verlo a Camp David -dijo.
– Felicitaciones.
– Las felicitaciones son prematuras. Quiere charlar algunas cosas conmigo, dice el jefe del estado mayor.
– Suena a buena noticia. Se diría que ya lo tiene.
– Bueno… -dijo Truslow. Pareció dudar un momento, pero después agregó: -Estaremos en contacto. -Luego colgó el teléfono.
Caminé por la calle Milk hasta la calle Washington, el Downtown Crossing, un gran conglomerado comercial. Allí, en la calle Summer, ese pasaje entre las dos grandes tiendas del centro de la ciudad, Filene's y Jordan Marsh, caminé sin rumbo entre vendedores ambulantes con bolsas de pochoclo y tortitas, pañuelos de Beduino, camisetas de turismo de Boston, y suéteres de Sudamérica en lana gruesa. El dolor de cabeza parecía haber aflojado un poco. La calle, como siempre, estaba llena de compradores, músicos callejeros, empleados de ofici-na. Sin embargo, el aire estaba lleno de sonidos, un laberinto de gritos y murmullos, suspiros y exclamaciones, susurros y aullidos. Pensamientos.
En la calle Devonshire, entré en un negocio de electrónica, examiné sin demasiada atención una vidriera de televisores color de veinte pulgadas, sin prestarle atención al vendedor. Muchos de los televisores estaban encendidos en telenovelas, uno en la cnn, con noticias, otro en otro canal, con algo que parecía una reposición de un espectáculo en blanco y negro de la década del cincuenta que tal vez fuera El Show de Donna Reed. En la CNN la mujer de las noticias, rubia como siempre, decía algo sobre un senador de los Estados Unidos que acababa de morir. Reconocí la cara en la pantalla: Mark Sutton de Colorado, que había aparecido muerto de un tiro en su casa de Washington. La policía de Washington creía que la muerte no tenía motivaciones políticas y que era sólo resultado de un intento de robo.