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El vendedor se acercó de nuevo, diciendo:

– Todos los Mitsubishis están en oferta esta semana.

Yo sonreí, le agradecí, y salí a la calle. Me latía la cabeza. Descubrí que me había quedado de pie cerca de un pase peatonal y un semáforo, escuchando. Una joven atractiva con el cabello rubio muy corto, ropa de gimnasia rosada y zapatillas, esperaba que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle Tremont. Estábamos muy cerca. En circunstancias normales, todos mantenemos una cierta distancia social entre nosotros y los desconocidos que encontramos en la calle. Ella estaba a unos dos metros, inmersa en sus pensamientos. Yo incliné la cabeza hacia ella en un intento por captar algo, pero ella me miró con furia como si yo fuera un pervertido, y se movió hasta quedar a cierta distancia.

La gente pasaba empujándose, todos iban demasiado rápido para mis esfuerzos débiles de novicio. Trataba de captar lo que podía pero no conseguía nada.

¿Habría desaparecido el talento? ¿O era que me había imaginado todo?

Nada.

¿Se habrían desvanecido mis poderes?

Cuando volví a la calle Washington, vi un quiosco de diarios donde mucha gente compraba The Globe y The Wall Street Journal y The New York Times, y cuando cambió el semáforo, crucé hasta allí. Un joven miraba la primera página del Boston Herald: una multitud golpea a un mafioso, decía, y mostraba la foto de una figura menor de la Mafia en Providence. Me le acerqué como si estuviera contemplando la pila de Herald. Nada. Una mujer, de unos treinta años con aspecto de abogada, miraba la pila de diarios, buscando algo. Me le acerqué todo lo que pude sin alarmarla. Nada tampoco.

¿Ya no lo tenía?

¿O era que ninguna de esas personas estaba lo suficientemente alterada, enojada, asustada como para emitir ondas cerebrales en una frecuencia detectable, si así era como trabajaba esta habilidad?

Finalmente, vi a un hombre de unos cuarenta años, en la ropa inconfundible de un inversor financiero, de pie junto a pilas de una revista de modas femeninas, Women's Wear Daily, mirando sin ver las filas de cubiertas refulgentes. Algo en sus ojos me dijo que estaba muy alterado por algo.

Me le acerqué, fingiendo mirar la cubierta del último número de The Atlantic, y probé.

…sí la echo va a salir toda esa mierda de la relación amorosa Dios sabe cómo va a reaccionar es una bala perdida por Dios qué porquería llama a Gloria y le dice ay, qué voy a hacer no tengo elección tan estúpido cogerse a la secretaria…

Eché una mirada al inversor y la cara amargada no se había movido.

Para ese entonces, yo ya había formulado un número de teorías o tal vez habría que llamarlos "conceptos" sobre lo que había pasado y lo que debía hacer en adelante.

Uno: El poderoso generador de imágenes por resonancia magnética me había afectado el cerebro de una forma especial por la cual ahora podía "oír" los pensamientos de los demás. No de todos; tal vez no de la mayoría, pero por lo menos de algunos.

Dos: Podía "oír" no todos los pensamientos sino sólo los que estaban "expresados" con cierto grado de énfasis. En otras palabras, sólo "oía" cosas que se pensaban con gran vehemencia, miedo, furia, etcétera. Además, "oía" sólo cuando estaba físicamente cerca de la persona que las pensaba, a un metro a lo sumo.

Tres: Charles Rossi y su asistente de laboratorio no se habían sorprendido por lo ocurrido. Me atrevía a arriesgar más: lo esperaban. Eso significaba que habían estado usando el aparato para ese propósito, antes de que yo apareciera en escena.

Cuatro: La incertidumbre que sentían indicaba que antes no habían tenido éxito o por lo menos que los buenos resultados habían sido escasos.

Cinco: Rossi no estaba seguro de que su experimento hubiera tenido éxito en mí. Por lo tanto, yo estaba a salvo mientras no dejara que se supiera lo que me había pasado.

Seis: Que me atraparan era sólo cuestión de tiempo. Y yo no conocía sus propósitos ulteriores para mí.

Siete: Seguramente, mi vida cambiaría por completo. Estaba en peligro.

Miré el reloj y me di cuenta de que había caminado demasiado tiempo. Volví hacia la oficina.

Diez minutos después estaba otra vez en Putnam amp; Stearns, con unos pocos minutos de descanso antes de la cita. Por alguna razón, recordaba una y otra vez la cara del senador que había visto en el noticiero de la CNN. Senador Mark Sutton (Distrito de Columbia), asesinado a balazos. Ahora me acordaba: el Senador era presidente del Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. Y… acaso fue hace quince años… Había sido subdirector de la CIA, antes de que lo llamaran a cubrir una vacante en el Senado, y luego lo eligieron por sus propios méritos dos años después.

Y…

Y era uno de los más viejos amigos de Hal Sinclair. Su compañero de habitación en la Universidad de Princeton. Habían entrado en la CIA juntos.

Eran ya tres los muertos de la CIA: Hal Sinclair y dos de sus más íntimos confidentes.

Las coincidencias, creo yo, se dan en todas partes menos en inteligencia.

Llamé a Darlene y le pedí que hiciera pasar a mi cliente de las cuatro en punto.

14

Mel Kornstein entró en la habitación. Se había puesto un traje de Armani que parecía comprado al por mayor. No hacía casi ningún esfuerzo por ocultar su alegría. Su corbata plateada estaba manchada con una media luna amarilla de algo que tal vez era huevo.

– ¿Dónde está ese imbécil? -preguntó, dándome una mano húmeda y mirando mi oficina.

– Frank O'Leary llegará en unos quince minutos. Lo cité antes porque quería que tuviéramos tiempo de revisar algunas cosas entre los dos.

Frank O'Leary era el "inventor" de SpaceTime, el juego de computadora que era copia exacta del sorprendente SpaceTron de Mel Kornstein. Él y su abogado, Bruce Kantor, habían aceptado una reunión para iniciar el análisis de algún tipo de acuerdo. Normalmente, eso quería decir que se daban cuenta de que les convenía llegar a un acuerdo, que sabían que perderían si iban a juicio. Un juicio, dicen los abogados, es una máquina en la que uno entra siendo chancho y sale convertido en jamón ahumado. Pero yo sabía que siendo como eran, también era posible que vinieran sólo como muestra de cortesía. O para mostrar su confianza de gladiadores y tratar de sacudirnos un poco.

No me sentía en mi mejor momento. En realidad -aunque ya casi no me dolía la cabeza- me costaba mucho pensar y Mel Kornstein se dio cuenta de eso.

– ¿Está usted conmigo, abogado? -preguntó, como quejándose, en un momento en que se dio cuenta de que yo había perdido el hilo de su argumentación.

– Sí, estoy con usted -dije, tratando de concentrarme. Había descubierto que si no quería leer los pensamientos de una persona, no lo hacía. Ahí, sentado con Kornstein, me había dado cuenta de que no me sentía bombardeado por pensamientos que cubrieran el sonido de la conversación, lo cual hubiera sido intolerable. Lo podía escuchar con tranquilidad, normalmente, y si quería "leerlo", podía enfocar la mente, decidir que lo haría.Obviamente, no es fácil de describir, pero es lo mismo que le pasa a una madre que distingue la voz de su hijo que juega en la playa entre las de docenas de chicos que juegan con él. Es un poco como escuchar la multitud de voces de una fiesta, algunas más audibles que otras. O tal vez es más exacto decir que es lo que nos pasa cuando hablamos en un teléfono inalámbrico y oímos el fantasma de las conversaciones de otros. Si uno hace el esfuerzo, oye la conversación ajena con toda claridad, pero si quiere, puede concentrarse en la suya.

Así que me descubrí escuchando la voz de Kornstein, que se alzaba cuando estaba furioso, y caía cuando se desesperaba. Por suerte, retomé un poco el hilo para cuando llegaron O'Leary y Kantor. O'Leary era alto, pelirrojo, de treinta años, con anteojos; Kantor era chiquito, compacto, de cerca de cincuenta, y medio pelado. Se acomodaron en mi oficina hundiéndose en las sillas, como si fuéramos todos viejos amigos.

– Ben -dijo Kantor, como saludo.

– Me alegro de verlo, Bruce. -El viejo discurso de amigotes entre abogados.

En ese tipo de reunión, sólo los letrados hablan. Los clientes, si es que aparecen, están únicamente para servir de referencia. Se supone que deben guardar silencio. Pero Mel Kornstein estaba sentado allí, furioso, y se negaba a darle la mano a nadie y no podía dominarse.

– Dentro de seis meses va a estar lavando platos en McDonald's, O'Leary -no pudo dejar de decir-. Espero que le guste el olor a fritanga.

O'Leary sonrió con calma y miró a Kantor con ojos que decían: ¿Piensa manejar a este lunático o no? Kantor me miró a mí y yo dije:

– Por favor, Mel, deje que Bruce y yo nos encarguemos de esto.

Mel cruzó los brazos y se hundió en la silla, rabioso.

El punto real de la reunión era determinar algo muy simple: ¿había visto Frank O'Leary un prototipo del SpaceTron mientras "desarrollaba" el juego SpaceTime? La similaridad de los juegos no estaba en duda. Pero si podíamos probar sin lugar a dudas que O'Leary había visto un SpaceTron en algún momento antes de que su inventor lo sacara al mercado, ganábamos. Era simple.

O'Leary sostenía que la primera vez que había visto un SpaceTron estaba en un negocio de venta de software. Kornstein estaba convencido de que O'Leary había conseguido un prototipo primitivo del juego, de manos de uno de los ingenieros electrónicos de su planta, alguien que se lo había vendido, aunque no podía probarlo. Y ahí estaba yo, tratando de luchar con Bruce Kantor, ese pendenciero.

Después de media hora, Kantor seguía con las quejas sobre prácticas injustas y restricciones a la ley del mercado libre. A mí me estaba costando mucho concentrarme en esa línea de argumentación. Desde la mañana, estaba medio perdido. Por otra parte, sabía que Kantor estaba tratando de perder el tiempo. Ni él ni su cliente iban a ceder ni un ápice.

Pregunté, por tercera vez:

– ¿Puede decir con toda certeza que ni su cliente ni sus empleados tuvieron acceso a ninguno de los trabajos de desarrollo que se realizaban en la firma del señor Kornstein?

Frank O'Leary siguió sentado, impasible, con los brazos cruzados, la mirada aburrida, y dejó que su abogado hiciera el trabajo pesado. Kantor se inclinó hacia adelante, sonrió con su sonrisita engañosa y dijo:

– Creo que con eso está usted tocando el fondo de la olla, Ben. Si no tiene nada más…

25
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