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Examiné los documentos con cuidado. Era un trabajo meticuloso. Y a un precio que era increíblemente alto, por supuesto. Pero yo no podía darme el lujo de protestar.

Asentí, le pagué y me fui a la calle. Ahí estaba el gemido de los neumáticos, el olor acre de los humos de los motores diesel. Incluso a esa hora de la noche, la gente vagaba por las calles de Pigalle buscando gratificaciones rápidas y baratas. Me crucé con una banda de zaparrastrosos, tal vez chicos de la universidad, vestidos a la última moda de los sesenta en Francia: camperas de cuero con inscripciones en inglés en blanco o marrón, carteles con tonterías como "American Fútbol" que parecían totalmente falsos, cabello largo, pantalones vaqueros enrollados y zapatos altos de aspecto ortopédico como los que usan las enfermeras Alguien pasó en una motocicleta enorme, una Honda África Twin 750

En los siguientes minutos hice varias llamadas telefónicas a viejos contactos de mis tiempos de la CIA Ninguno de ellos estaba conectado oficialmente con los servicios de inteligencia y todos trabajaban más o menos del lado equivocado de la ley (una distinción difícil para el negocio del espionaje) desde el dueño de un negocio de aspecto inocente que lavaba dinero para terceros (por un precio respetable, por supuesto) hasta un fabricante de armas que alteraba armas para asesinos mercenarios Los saqué a todos de la cama, excepto a un pájaro nocturno que parecía estar en algún baile con un teléfono celular. Finalmente, a través de un amigo que me había sido útil hacía unos años, localice lo que mis amigos franceses llaman un ingénieur, un ingeniero, o sea alguien capaz de hacer conexiones elaboradas en el sistema internacional de teléfonos Una hora después estaba en su departamento, un edificio decrépito de la década del sesenta en el veintavo distrito, cerca de la Avénue de la Republique Me miró por la cerradura unos segundos y después abrió la puerta Su departamento, amueblado con muy pocas piezas y baratas, olía a cerveza rancia y a sudor El hombre era chiquito y robusto y usaba un par de pantalones manchados de pintura y una remera blanca con una inscripción que decía Hard Rock Cafe debajo de la cual se alzaba una panza enorme Obviamente había estado durmiendo, como casi todos en París: estaba despeinado y con los ojos medio cerrados. Sin gruñir ni dar la menor señal de bienvenida, me señalo un teléfono blanco sobre una mesita de cafe de Fórmica color madera medio carcomida en los bordes. Junto a la mesa había un horrendo sofá color mostaza con el relleno de tapicería afuera en vanos lugares. El teléfono se balanceaba precariamente sobre una pila de guias telefónicas de París.

El ingénieur no sabía mi nombre. No lo preguntó. Le habían dicho que era un homme d'affaires, pero seguramente todos sus clientes lo eran. Estaba cobrando unos quinientos francos por permitirme usar un teléfono que nadie podía rastrear.

En realidad, la llamada que yo pensaba hacer podría rastrearse pero hasta Amsterdam. Desde ahí, la linea pasaba por una serie de conexiones hasta París, pero ningún equipo de rastreo electrónico podría llevar la información tan lejos.

El ingénieur tomo el dinero que le di, gruño como un cerdo y se alejó arrastrando los pies hacia otra habitación. Si hubiera habido más tiempo, yo habría preferido otro arreglo, perotendría que conformarme con lo que fuera.

El receptor estaba grasiento y pegajoso, lleno de huellas digitales, olía a humo de pipa. Marqué el número y oí una serie de tonos extraños Probablemente la señal estaba gravitando en algún lugar de Europa, o bajo el Océano Atlántico, y tal vez hasta la enviaban de nuevo hacia Europa, antes de llegar, débil ya, a Washington d c donde el sistema de fibras ópticas de la Agencia la enriquecería y volvería a llevarla por el buen camino.

Escuché los sonidos familiares, esperé a la tercera llamada. Entonces, una voz femenina anunció.

– Tres mil doscientos.

¿Cómo podía ser siempre la misma mujer la que atendía el teléfono, llamara uno a la hora que llamara? Tal vez no era una voz humana sino una buena imitación sintética.

– Interno nueve ochenta y siete, por favor -contesté.

Otro ruidito y luego, la voz de Toby.

– ¿Ben? Gracias a Dios Supe lo de Zúrich, ¿Estás…?

– Ya lo sé todo, Toby.

– Sabes…

– Lo de Truslow y los Sabios y los alemanes, Vogel y Stoessel Y lo del testigo sorpresa.

– Por Dios, Ben, ¿de qué mierda estás hablando? ¿Dónde estás?

– Vamos, Toby -solté, improvisando- De todos modos, te aseguro que ustedes van a saltar por el aire Ya lo entendí Truslow trató de matarme Ese fue el peor error que pudo haber cometido.

Hubo un momento de estática en el fondo.

– Ben -dijo Toby, por fin- Estás equivocado.

Controlé el reloj y vi que la conexión tenia diez segundos, lo suficiente para rastrear la llamada hasta Amsterdam Seguramente creerían que estaba allí, lo cual sería útil para mí.

– Claro -contesté con voz sardónica.

– No, por favor, Ben Hay cosas que no entiendes no puedes entenderlas sin una visión completa del asunto Son momentos peligrosos, Ben En serio. Necesitamos la ayuda de personas como tú y ahora con tu habilidad, tanto más.

Colgué.

Toby estaba involucrado.

Volví al hotel y me metí en cama junto a Molly, que dormía profundamente.

No podía dormir Me levante, busque la copia de las memoras de Alien Dulles que me había dejado el padre de Molly, y la hojeé sin razón alguna. Ni siquiera es un gran libro, pero era lo único que tenía en esa habitación de hotel y necesitaba poner la mirada en algo, distraerme del remolino de mis pensamientos. Encontré un pasaje sobre los Jedburghs que habían bajado en paracaídas sobre Francia y sobre Sir Francis Walsingham, el espía maestro de la Reina Isabel I en el siglo XVI.

Volví a mirar los códigos que me había dejado Hal Sinclair y pensé en la nota críptica de la bóveda de Zúrich, la nota sobre la caja de seguridad en el banco del Boulevard Raspail.

Pensé, por milésima vez, en el padre de Molly y los secretos que nos había legado, secretos dentro de otros secretos… Me preguntaba si…

Fue una idea y no mucho más, ciertamente nada con bases lógicas seguras, lo que me inspiró a salir de la cama por segunda vez y buscar una hoja de afeitar en el baño.

En los viejos tiempos, los editores estadounidenses solían publicar libros de cierta calidad. Ni siquiera hay que retroceder más que hasta mediados de la década del 60. Bajo la cubierta gris, roja y amarilla de las memorias, el lomo estaba protegido por una tela fina y marcado con la insignia de la editorial. La cubierta estaba cosida, no pegada. Examiné el libro, lo volví y lo miré desde todos los ángulos.

¿Podría ser? ¿Hasta dónde llegaba la inteligencia del viejo maestro de espías?

Abrí la cubierta con la hoja de afeitar. Levanté la tela negra de la cubierta, saqué el papel y ahí estaba, brillando como una joya, una señal de Harrison Sinclair desde la tumba.

Era una llave pequeña, extraña, de bronce, con el número 322; la llave de lo que según supuse, sería la explicación, la respuesta al misterio, escondida en alguna bóveda bajo el Boulevard Raspail, en París.

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A la mañana siguiente, caminamos con rapidez por la calle Grenelle hacia el Boulevard Raspail y la Banque de Raspail.

– Van a asesinar a alguien en dos días, Ben -me dijo Molly-. ¡Dos días! No sabemos quién es la víctima, lo único que sabemos es que a menos que ese testigo testifique, nosotros estamos muertos.

Dos días. Yo lo sabía. Pensaba todo el tiempo en el reloj que seguía su camino inexorable. Pero no le contesté. Un hombre mayor correctamente vestido en un sobretodo azul caminó hacia nosotros con el cabello blanco bien peinado, ojos castaños y anteojos rectangulares. Sonrió con amabilidad. Yo eché una mirada a una vidriera con la palabra imprimerie, que mostraba una serie de cartes de visite sobre una plancha de corcho. Vi el reflejo de una mujer en el vidrio, no pude menos que admirar su figura, y después me di cuenta de que era Molly. Justo en ese momento vi el reflejo de un pequeño Austin Mini Cooper rojo y blanco que se movía lentamente detrás de los dos.

Me quedé quieto, inmóvil.

Había visto el mismo auto desde la ventana del hotel. ¿Cuántos Austin Mini rojos con el techo blanco había en París?

– Mierda -dije, golpeándome la frente con la mano en un movimiento teatral.

– ¿Qué pasa?

– Me olvidé de algo. -Señalé a mis espaldas, sin volverme. -Tenemos que volver al hotel, ¿te molesta mucho?

– ¿Qué te olvidaste?

La tomé del brazo.

– Vamos.

Sacudí la cabeza, me di vuelta y caminé por la calle hacia el hotel. En el Austin, al que eché una mirada rápida y furtiva, había un joven de anteojos en un traje oscuro, que aceleró con rapidez y se perdió al fondo de la calle.-¿Te olvidaste los documentos o algo? -preguntó Molly cuando yo puse la llave en la cerradura. Me puse un dedo sobre los labios.

Ella me miró, preocupada.

Cerré la puerta y le puse llave. Luego tiré el maletín de cuero sobre la mesa. Le saqué los documentos, luego lo llevé a la luz, y vacié cada uno de los compartimientos, pasando los dedos por cada pliegue, revisándolo bien.

Molly formó una palabra con los labios: ¿ Qué?

Yo dije en voz alta:

– Nos siguen.

Ella me miró, con una pregunta en los labios.

– No te preocupes, Molly. Ahora sí puedes hablar.

– Claro que nos siguen -dijo ella, exasperada-. Nos siguen desde…

– ¿Desde cuándo?

Ella se detuvo, frunció el ceño.

– No sé.

– Piensa. ¿Desde cuándo?

– Por Dios, Ben, tú eres…

– El experto, sí. Lo sé. Y sí, es cierto. Había alguien esperándome cuando llegué a Roma. Me siguieron en Roma, casi todo el tiempo. Los perdí en Toscana, creo.

– En Zúrich…

– Exactamente. Nos siguieron hasta el Banco y después también. Es probable que nos siguieran en Munich aunque es difícil de saber. Pero estoy segurísimo de que no me siguieron anoche.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, la verdad es que no puedo estar absolutamente seguro. Pero fui muy pero muy cuidadoso y caminé un rato antes de encontrarme con el de los documentos. Si hubo alguna indicación, no la vi, eso sí puedo decírtelo. Y estoy entrenado para ver esas señales. No importa lo mucho que te hayas dedicado a las patentes… ese entrenamiento no se olvida.

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