– ¿Qué me quieres decir con todo esto?
– Que te siguieron a ti.
– Ey, ¿entonces se supone que la culpa es mía? Nos fuimos juntos del aeropuerto, tomaste un taxi y lo hiciste dar veinte vueltas… dijiste que estabas seguro de que no nos seguían. Y yo no salí del hotel.
– A ver, dame tu cartera.
Ella me la dio y yo dejé caer el contenido sobre la cama. Ella me miraba, los ojos llenos de preocupación. Revisé todo con cuidado, inspeccioné la cartera misma, el forro y también las suelas y los tacos de los zapatos de los dos, aunque eso me parecía difícil porque nunca los habíamos dejado. No.
Nada.
– Supongo que soy como tu gato negro -dijo ella.
– Más bien como una campanilla en el cuello de una oveja -dije, distraído-. Ah.
– ¿Qué pasa?
Me le acerqué y le saqué la cadena del cuello, pasándola sobre su cabeza. Abrí la cajita de oro y miré adentro, el camafeo de marfil.
– Por Dios santo, Ben, ¿qué estás buscando? ¿Un micrófono o qué?
– Supuse que valía la pena mirar ahí también. -Empecé a devolvérselo pero en la mitad del gesto, se me ocurrió otra cosa.
Lo abrí de nuevo y miré con cuidado la tapa misma.
– ¿Qué dice la inscripción? -pregunté.
Ella cerró los ojos, tratando de recordar.
– Nada. La inscripción está atrás, afuera.
– Correcto -dije-. Y por eso fue tan fácil.
– ¿Fácil?
Yo llevaba una herramienta de joyero en mi llavero. La tomé e inserté el pequeñísimo destornillador en la tapa. Un disco de oro, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y de muy poco espesor. Al costado le colgaba un cablecito casi tan delgado como un cabello.
– No es un micrófono -dije-. Es un transmisor. Un artefacto en miniatura con un alcance de unos diez o quince kilómetros. Emite una señal.
Molly me miraba con la boca abierta.
– Lo tenías puesto cuando la gente de Truslow te capturó en Boston, ¿verdad?
Ella se tomó un rato para contestar.
– Sí…
– Y después, cuando te mandaron a Italia, ¿te lo devolvieron con el resto de las cosas?
– Sí…
– Bueno, entonces se entiende por qué querían que estuvieras conmigo. A pesar de todas las precauciones, siempre supieron dónde estábamos. Por lo menos, mientras lo tuviste puesto…
– ¿Y ahora también?
Yo le contesté despacio, porque no quería alarmarla más de lo necesario.
– Sí, podría decirse que saben dónde estamos ahora.
La pequeña Banque de Raspail, elegante, hermosa como una joya en el 128 del Boulevard Raspail en París, en el séptimo distrito, era un Banco mercantil privado muy chico. Parecía, poseer una clientela exclusiva de parisinos ricos, discretos, que deseaban un excelente servicio personal, y no les parecía posible conseguirlo en los Bancos abiertos a las masas, que no se bañan cuatro veces por día.
El interior era una propaganda de la exclusividad del lugar: no había ni un cliente a la vista. Y en realidad, no se parecía a un Banco. Alfombras pálidas de Aubusson cubrían el suelo; había sillas Biedermeier reunidas en grupos contra las paredes, tapizadas en seda muy cara; bustos frágiles de aspecto italiano y lámparas en forma de urna sobre mesas del mismo estilo. Grabados arquitectónicos en marcos dorados colgaban en cuadrantes precisos sobre las paredes, completando el efecto de elegancia, lujo y solidez. Yo, por supuesto, no habría puesto mi dinero en un Banco que gastaba tanto en decoración pero, claro, no soy francés.
Molly y yo sabíamos que operábamos bajo una terrible presión en cuanto al tiempo. Quedaban dos días hasta el asesinato y todavía no sabíamos quién era la futura víctima.
Y ahora ellos -ellos eran los agentes de Truslow y tal vez también los agentes que trabajaban para Vogel y el consorcio alemán- ya sabían dónde estábamos. Sabían que estábamos en París. Tal vez no supieran por qué, tal vez no supieran nada de la nota críptica de Sinclair en cuanto a la Banque de Raspail. pero sí sabían que estábamos en la ciudad por alguna razón.
Y aunque yo no me había permitido hablar del asunto con Molly, sabía que había grandes posibilidades de que nos mataran.
Era cierto que por mi habilidad síquica, yo valía mucho para la inteligencia estadounidense pero en ese momento, era, antes que nada, una amenaza. Sabía lo que estaba haciendo la gente de Truslow en Alemania, o por lo menos, parte de lo que hacían. No tenía pruebas documentales, ninguna prueba, nada sólido: si quería sacarlo todo a la luz, digamos llamando a The New York Times, nadie me creería. Pensarían que era un lunático de la peor clase. Pero por una cuestión de seguridad, Molly y yo teníamos que morir. Ese era el único camino lógico para la gente de Truslow.
Pero si lo conseguíamos… si determinábamos en menos de dos día quién iba a morir en Washington, si impedíamos el asesinato, si lo frustrábamos, si lo hacíamos público con testigo y todo, y dejábamos entrar la luz del sol por las ventanas de la conspiración… entonces sí estaríamos a salvo. Por lo menos, eso creía en ese entonces.
El reloj seguía marcando las horas.
¿Pero quién podía ser? ¿Quién era ese testigo sorpresa? ¿Un ayudante de Orlov, un ruso, alguien que sabía la verdad? ¿O tal vez un amigo de Hal Sinclair, alguien en quien Sinclair había confiado?
Incluso pensé brevemente en la posibilidad más extraordinaria de todas. ¿Toby? Después de todo, ¿quién sabía tanto como él? ¿Era Toby el que aparecería de pronto frente al Senado, y testificaría contra Truslow? ¿Era él el que haría volar la conspiración por los aires?
Ridículo. ¿Por qué hacerlo?
Asustados, en tensión, casi sin capacidad para seguir pensando, Molly y yo habíamos discutido en el Duc de Saint-Simon, hasta que finalmente se nos ocurrió un plan razonable. Teníamos que dejar el hotel tan pronto como fuera posible, en lo posible en menos de un minuto. Pero no podíamos dejar de ir al Boulevard Raspail: teníamos que ver qué había dejado allí su padre. No podíamos arriesgarnos a dejar de lado ninguna pieza del rompecabezas. Tal vez no conseguiríamos nada; la caja podía estar vacía; tal vez no habría ninguna caja a su nombre en el Banco. Pero teníamos que estar seguros. Siga el oro, me había pedido Orlov al morir. Lo habíamos hecho. Y las huellas del oro llevaban inexorablemente a ese banquito privado en París.
Así que, definimos los cursos de acción que nos quedaban, empacamos nuestras cosas, le pedimos al botones que las enviara al Crillon, y le dimos una buena propina por la discreción. Molly le explicó que estábamos haciendo una investigación para un estadista extranjero, que era realmente importante que no se supiera dónde estábamos, que por favor no dijera a nadie adonde había mandado nuestro equipaje.
Lo del camafeo, en cambio, fue más complicado. Yo no tenía dudas de que un transmisor como ese llevaría a nuestros perseguidores al Saint-Simon en pocos segundos. Destruirlo era una solución, pero no la mejor. Siempre conviene contarcon algo que los distraiga. Me llevé el collar conmigo y caminé sin rumbo hacia el Boulevard Saint-Germain. En la Rué du Bac Metro hay un café que casi siempre esta repleto. Entré, me deslicé hacia la barra y pedí un demitasse. Vi junto a mí a una mujer madura de cabello color cobre aferrada a una enorme cartera de cuero verde. Leía una copia reluciente de Vogue. Le metí el collar en la cartera sin que se diera cuenta, terminé el café, dejé unos francos sobre el mostrador y volví al hotel. Como los transmisores de ese tipo envían la señal a lugares que están dentro de la línea de visión, nuestros seguidores quedarían fuera de combate, por lo menos durante un tiempo: mientras mi amiga lectora de Vogue siguiera circulando en medio de las multitudes de París, no podrían determinar con seguridad la procedencia de la señal, no sabrían desde dónde venía.
Habíamos dejado el hotel por separado y por diferentes puertas: no hace falta dar detalles; basta con decir que era muy poco probable que nos estuvieran siguiendo. Desde un punto de encuentro en el obelisco de la Place de la Concorde, volvimos en taxi atravesando el Sena por el Pont de la Concorde hacia el Boulevard Saint-Germain y lo seguimos hasta que se cruza con el Raspail.
En el Banco, había unas cuantas mujeres jóvenes, serias, exquisitamente vestidas, sentadas frente a mesas de caoba a buena distancia de las puertas de vidrio y caoba que Molly y yo habíamos atravesado para entrar. Un par de ellas levantó la vista con algo parecido a la rabia por la interrupción. Todas estaban muy ocupadas. Irradiaban una actitud muy estudiada con una pátina particularmente francesa. Un segundo después, un joven se levantó de una de las mesas y se nos acercó, nervioso, como si hubiéramos entrado a robar el Banco y tomar a todos como rehenes.
– Oui?
Se detuvo frente a nosotros, bloqueándonos el camino con un gesto incómodo. Tenía puesto un traje de sarga cruzado de un corte muy exagerado y anteojos perfectamente redondos del tipo que usaba el arquitecto Le Corbusier (y después de él, generaciones de arquitectos estadounidenses con ganas de mostrarse).
Dejé hablar a Molly: ella era la que tenía asuntos oficiales en ese lugar. Ella se había puesto uno de sus trajes extraños pero muy elegantes, algo en una especie de lino negro que hubiera sido igualmente apropiado para la playa como para una cena en la Casa Blanca. Como siempre, nadie sabía hacerse la excéntrica como ella. Empezó explicando la situación en su muy buen francés: que era heredera legal de su padre; que como rutina, quería acceso a la caja de seguridad. Yo los miré hablar como desde muy lejos y reflexioné sobre lo extraño de la situación. Heredera de su padre. Ahí estábamos, rastreando las cuentas de su padre que parecían incluir una vasta fortuna que no le pertenecía.
Como esposo silencioso, los seguí a los dos alrededor del vestíbulo hacia la mesa del banquero. Aunque ése era sólo el segundo Banco que visitábamos desde el comienzo del drama que nos había arrastrado a los dos desde mi adquisición de la monstruosidad telepática, me daba la sensación de que en la última semana no habíamos hecho otra cosa que ir de Banco en Banco. El ritual, los formularios, todo me parecía terriblemente familiar.
Y mientras estábamos allí sentados, descubrí que estaba dejándome ir hacia ese descanso particular de mi cerebro que también empezaba a serme familiar, ese extraño lugar en el que flotaban palabras y frases. Pensamientos. Sabía algo de francés, es decir, mi francés era bastante tolerable en una conversación y esperé los pensamientos del banquero…