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Pero no llegó nada…

Durante un momento, me atravesó la vieja duda: ¿acaso el talento peculiar que había adquirido tan inesperadamente se había desvanecido ahora del mismo modo? No llegaba nada. Pensé en la tarde en que había caminado en Boston, después de dejar la Corporación, asaltado por una increíble profusión de pensamientos de otros, frases apuradas, furiosas, temblorosas, arrepentidas, ecos que venían a mí sin que yo tuviera que concentrarme.

Y me pregunté si todo eso no se estaría desvaneciendo para siempre.

– ¿Ben? -oí decir a Molly de pronto.

– ¿Sí?

Ella me miró, con curiosidad.

– Dice que podemos ir a ver la caja ahora, si queremos. Lo único que tengo que hacer es llenar un formulario.

– Entonces hagámoslo -dije, sabiendo que ella estaba tratando de adivinar mis intenciones. Si tuvieras el poder, Mol, no te haría falta preguntarme, pensé.

El banquero sacó de un cajón un formulario de dos páginas diseñado con un solo objetivo: la intimidación. Cuando ella lo llenó, él me miró, se mordió los labios, después se levantó y consultó a un hombre mayor, probablemente su superior. Unos minutos más tarde volvió y con un movimiento de cabeza nos llevó a una habitación interior tapizada de compartimientos de bronce que tenían desde diez centímetros de ancho a por lo menos el triple. Insertó la llave en una de las cajas más pequeñas. Sacó la caja de frente de bronce de su lugar y la llevó a una habitación pequeña y privada donde la colocó sobre una mesa mientras nos explicaba que el sistema francés exigía que las cajas se abrieran con dos llaves: una del cliente y la otra del banco. Con una sonrisa cortante y un gesto de cabeza, nos dejó solos en la habitación.

– ¿Qué esperas? -dije.

Molly meneó la cabeza, un gesto breve que expresaba mucho -apreensión, alivio, dudas, frustración- e insertó la llavecita que había escondido su padre en la cubierta de las memorias de Allen Dulles. Las ideas de Harrison Sinclair, que en paz descanse, nunca dejaron de tener su lado irónico.

La placa de bronce del frente de la caja se abrió con un ruidito. Molly metió la mano adentro.

Yo había dejado de respirar. La miraba con intensidad.

– ¿Vacía? -le pregunté.

Después de unos momentos, meneó la cabeza.

Dejé escapar un suspiro.

Ella sacó un sobre gris largo, que medía tal vez veinte por diez, de la oscuridad de la caja. Lo abrió, intrigada, y sacó el contenido: una nota escrita a máquina, un pedazo de sobre amarillo y una fotografía en blanco y negro, pequeña y brillante. Un momento después, la oí retener el aliento con fuerza.

– Dios mío -dijo-. Dios…

56

Miré la fotografía que tanto había impresionado a mi esposa. Era una foto absolutamente común sacada de un álbum familiar; nada más sencillo. Década del 50, diez por diez, bordes indentados, hasta un pedacito de goma seca en la parte de atrás. Un hombre flaco, atlético, joven, estaba de pie junto a una belleza de cabello negro y ojos oscuros y frente a ellos, sonriendo como en medio de una travesura, una nenita de unos tres o cuatro años, vestida de hombre, ojos luminosos, cabello oscuro atado en dos colitas a los costados.

Los tres estaban sobre los escalones de madera de una gran casa del mismo material, el tipo de casa de verano medio derruida pero cómoda que se suele construir en los lagos Michigan y Superior o en el Poconos, el Adirondacks, o cualquier lago rústico del país.

La nenita -Molly, de eso no había duda alguna- era una mancha borrosa de hiperactividad, la imagen apenas capturada en el breve instante de la apertura, en la sexagésima parte de un segundo o lo que fuera. Los padres parecían orgullosos y cómodos: una imagen de familia tan típicamente estadounidense que era casi kitsch.

– Me acuerdo de ese lugar -dijo Molly.

– ¿Mmmm?

– Quiero decir, no me acuerdo demasiado, pero me acuerdo de haber oído hablar de él. Era de mi abuela; en el Canadá, en alguna parte; la madre de mi madre, quiero decir. Una casa en un lago.

Se quedó callada, mirando la foto, seguramente examinando los detalles: una silla Adirondack en el porche, detrás de los tres personajes, con una madera de menos en el respaldo; piedras grandes, desparejas, formando el frente de la casa vieja; la chaqueta y el moñito de su padre; el vestido floreado de la madre; la pelota de goma y el guante de béisbol apoyados en los escalones.

– Qué extraño -dijo por fin-. Un recuerdo feliz. Y además, esa casa ya no es nuestra. Por desgracia. Mis padres la vendieron cuando yo era chica, creo Nunca volvimos, bueno, nunca no. Me acuerdo de un solo verano

Levanté el pedazo de sobre tenía una dirección o una parte de una dirección escrita en una letra europea que parecía la huella de un pájaro 7, rué du Cygne, ler, 23 París, sin duda Pero ¿qué era ese lugar? ¿Y por qué guardar el dato ahí, en una caja fuerte?

¿Por qué la fotografía? ¿Una señal, un mensaje para Molly de su padre muerto, un mensaje desde (perdón por el cliché) la tumba?

Levanté la carta, compuesta en algún tipo de máquina de escribir antigua, manual, llena de cruces y tipografías equivocadas y dirigida por alguna razón a "Mi adorada Snoops"

Levanté la vista hacia Molly como para preguntarle qué era eso y ella sonrió y explicó

– Snoops era un sobrenombre Así me llamaba él.

– ¿Snoops?

– Por Snoopy, el perro Era el personaje que más me gustaba cuando era chica

– Snoopy.

– Y también, también porque me gustaba abrir cajones, meterme en lo que no era asunto mío, como a Snoopy. Lo hacen todos los chicos, pero si tu padre es un jefe de estación de la CIA en el Cairo o un director de Planificación, o fuera lo que fuera, los retos por ese tipo de travesura son muy serios. La curiosidad mató al gato y todo eso Así que me llamaba Snoopy y después, Snoops.

– Snoops -dije, probando, como en una travesura.

– Ni se te ocurra, Ellison ¿Me oyes? No te atrevas, carajo.

Yo me volví hacia la carta, mal escrita sobre un papel de Upo Crane, muy granuloso, bajo el encabezado de Harrison Sinclair Leí:

A MI AMADA SNOOPS

Si estás leyendo esto y por supuesto que estás leyéndolo porque si tú no lo lees, nadie lo leerá jamás, primero quiero expresarte, por milésima vez, mi admiración Eres una doctora maravillosa, pero también habrías sido una espía de primera clase si no hubieras sentido tanto desprecio por mi profesión No lo digo con rabia en cierto sentido, tenías razón en despreciar al negocio de la inteligencia Hay mucho de objetable en ella. Sólo espero que algún día aprecies lo que tiene de noble, y no por un sentido de deber filial o por culpa. Cuando el cáncer de tu madre progresó hasta que fue evidente que ya no viviría más de unas semanas, se sentó en la habitación del hospital -no conozco a nadie más valiente queella- y me dijo, mientras levantaba el dedo índice, que nunca interfiriera en la forma en que tu quisieras llevar tu vida. Dijo que tu nunca seguirías los moldes convencionales de vida pero que al final, terminaras donde terminases, nadie tendría la cabeza mas fría y tranquila que tu en los peores momentos, mayor comprensión de la realidad, mejor perspectiva. Te llamó "mi querida Martha" Asi que espero que entiendas lo que voy a decirte.

Por razones que pronto comprenderás, no hay ningún registro de esta caja en mis papeles, en mi testamento ni en ningún otro lugar. Si encontraste esta nota, eso significa que también encontraste la llave que deje (a veces los métodos mas simples y más antiguos son los mejores) y también que entraste en la bóveda de Zúrich, y significa que ya viste el oro. Supongo que quieres alguna explicación.

Nunca me gustaron las cacerías y persecuciones, así que por favor, créeme cuando te digo que mi intención no fue hacerte las cosas mas difíciles, sino hacérselas mas difíciles a otra persona. Nadie es a prueba de tontos en este juego, pero si llegaste hasta aquí, estoy seguro de que entiendes por que lo hice fue para protegerte.

Estoy escribiendo esto unas horas después de un encuentro agotador con Vladimir Orlov en Zurich. Si reconoces el nombre, sabrás que fue el último jefe de la kgb. Hice un arreglo con él, un arreglo que tengo que explicarte. También me enteré de ciertas cosas a través de él y también tienes que saberlas.

Porque van a matarme. Pronto. Estoy seguro. Para cuando leas esto, tal vez esté muerto (aunque tal vez no) y quiero que sepas por que.

Como sabes mejor que nadie, Snoops, el dinero nunca me atrajo, no necesito más del que se necesita para comer y tener un refugio para dormir. Así que espero que cuando te digan que me corrompí, que estafé, y demás mentiras que van a decirte, estés segura de la verdad Y no creas nada.

Pero lo que tal vez no sepas es que he recibido vanas amenazas de muerte, algunas de ellas vacías de contenido y otras muy serias. Empezaron (no fue una sorpresa) poco después de que me designaran Director Geneial de la CIA, cuando decidí limpiar la casa, y lancé mi cruzada para mejorar la Agencia. Yo amaba ese lugar, Molly, creía en él. Ben, estoy seguro de que tú lo entiendes mejor porque estuviste adentro.

Algo terrible está pasando en las entrañas de la CIA. Hay un grupito que durante años abusó de las informaciones a las que tenían acceso, para amasar grandes sumas de dinero. Desde mi primer día como director, decidí desenmascararlos. Tenía mis teorías, pero necesitaba pruebas.

La atmósfera en Langley era como la de un grupito de maderas secas, listo para arder a la primera chispa que encendiera un comité de investigación del Senado o un periodista de The New York Times. Había mucha charla abierta en los pasillos Se hablaba de quitarme del medio. Algunos de los viejos me odiaban más de lo que habían odiado a Bill Colby. Sé que varios de los muy bien colocados, los poderosos más influyentes de Washington, fueron a ver al Presidente para pedirle que me reemplazara cuanto antes.

Y había rumores de corrupción a una escala alarmante. Yo había oído hablar de un grupito de funcionarios presentes y pasados conocidos como los Sabios, que se encontraban para planificar y charlar en condiciones de extremo secreto Esos Sabios estaban involucrados en estafas masivas, decían. Se creía que usaban informes de inteligencia reunidos por la Agencia para hacer mucho pero mucho dinero Pero nadie sabía quiénes eran. Aparentemente eran tan influyentes y tenían contactos tan importantes que habían podido eludir la detección durante mucho tiempo.

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