Desde Lac Tremblant, Molly había contactado a una pequeña compañía de charters llamada Compagnie Aéronautique Lanier, con base en Montreal, que promocionaba su disponibilidad de servicios en casos de emergencia a cualquier hora del día o de la noche. La llamada había pasado al piloto de guardia y lo había despertado. Molly le había explicado que era médica y quería volar al Aeropuerto Dorval de Montreal por una emergencia. Dio las coordenadas exactas del helipuerto de su padre y una hora después nos recogieron en un Bell 206 Jet Ranger.
En Dorval, arreglamos con otra compañía de charters para volar de Montreal a la base Hanscom de la Fuerza Aérea en Bedford, Massachusetts. Cuando nos pidieron que eligiéramos el avión -la oferta era entre un Séneca II, un Commander, un King Air Jet a propulsión, o un Citation 501- nos decidimos por el Citation, que era de lejos el más rápido, capaz de alcanzar unas 350 millas por hora o más. En Dorval, pasamos la aduana con facilidad: apenas miraron nuestros pasaportes estadounidenses falsos (usamos los del señor y la señora Brewer, lo cual nos dejaba un par más, vírgenes, por si alguna vez necesitábamos ser el señor Alan Crowell y señora). De todos modos, cuando Molly explicó que se trataba de una emergencia médica, nos pasaron por allí a toda velocidad.
En Hanscom alquilamos un auto y yo manejé los cuarenta y cinco kilómetros lo más rápido que pude, justo en el límite de velocidad. Cuando le expliqué mi plan a Molly, nos quedamos sentados en un silencio amargo. Ella estaba aterrorizada, pero seguramente se dio cuenta de que no tenía sentido discutir conmigo, ya que ella no lograba diseñar un plan que fuera menos riesgoso para salvar la vida de su padre. Yo necesitaba aclarar mi mente lo más posible para pensar en las posibilidades de fracaso y encontrarlas antes de que se dieran. Sabía que Molly hubiera querido que yo le dijera que todo saldría bien, pero yo no podía hacerlo y además apenas si tenía tiempo de madurar mi plan hasta el momento crucial.
Sabía que sería un desastre que me detuvieran por exceso de velocidad. Yo había alquilado el auto con una licencia de conductor falsa de la ciudad de Nueva York y una tarjeta Visa también falsa. Habíamos logrado engañar a los de la agencia de alquiler, pero no sobreviviríamos al control de rutina de un policía del Estado de Massachusetts, que se lleva a cabo cada vez que se expide una multa por cualquier falta a la ley de tránsito. No había ningún registro de mi licencia en el banco de datos de la computadora interestatal y todo el plan volaría en pedazos inmediatamente.
Así que manejé con cuidado hacia la ciudad de Shrewsbury en medio de la hora pico. Un poquito antes de las ocho y media llegamos a la pequeña casa amarilla de los suburbios, que buscábamos. Era el domicilio particular de un hombre llamado Donald Seeger.
Seeger era un riesgo, a decir verdad, pero un riesgo calculado. Era un negociante de armas, dueño de dos negocios de alquiler de armas en las afueras de Boston. Entregaba armas de fuego a la policía del Estado y, si era necesario, al fbi (cuando necesitaban conseguir armas particulares con rapidez sin pasar por canales burocráticos largos y complejos).
Seeger ocupaba un área gris especial del mercado de armas más o menos legal, en algún lugar indefinido entre los fabricantes de armas y los clientes que por alguna razón necesitaban gran discreción y no la conseguían si trataban directamente con los distribuidores o los vendedores de la red común.
Pero además de todo eso, yo lo conocía lo suficiente como para creer que podía confiar en él. Uno de mis compañeros de estudios legales había crecido en Shrewsbury y Seeger era un amigo de su familia. El comerciante de armas, que generalmente no trataba con abogados, y que (como casi todo el mundo, supongo) los despreciaba, necesitaba algo de consejo legal (gratis) en cuanto a un fabricante de armas enojado que lo amenazaba, me había dicho mi amigo abogado. Ciertamente no era mi área, pero había hecho que uno de mis amigos encontrara la respuesta que Seeger necesitaba y él había quedado muy agradecido y me había llevado a cenar a un buen restaurante de carnes en Boston para demostrarlo.
– Si alguna vez puedo hacer algo por usted -me dijo mientras comía un filet mignon y levantaba su jarra de cerveza Bass-, llámeme.En ese momento, pensé que nunca lo vería de nuevo, pero ahora era tiempo de cobrar mi deuda.
Atendió la puerta su esposa en un vestido de entrecasa de tela estampada con pequeñas flores azules ya descoloridas.
– Don está trabajando -dijo mirándonos con sospecha-. Generalmente se va entre las siete y media y las ocho.
La oficina del depósito y negocio de Seeger era un edificio de ladrillos largo y sin carteles sobre una calle comercial a unos kilómetros de su casa, cerca de Ground Round. Visto de afuera, podría haber sido uno de esos depósitos en los que se alquilan lugares por un precio mensual, o tal vez una planta de lavado de alfombras, pero adentro el sistema de seguridad era muy sofisticado.
Seeger se sorprendió al verme, por supuesto, pero corrió a la puerta con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía unos cincuenta años y estaba en un muy buen estado físico, con el cuello de toro ancho y poderoso como la última vez que yo lo había visto. Usaba un saco azul, tal vez un talle demasiado chico, sin abotonar.
– ¿El abogado, no? -dijo, haciéndonos pasar junto a estantes de metal llenos de cajas de armas-. Ellison. ¿Qué mierda está haciendo por aquí en los bosques?
Le dije lo que quería.
Seeger, que antes me había parecido básicamente inconmovible, se detuvo un instante, mirándome, con los ojos astutos y cuidadosos.
Se encogió de hombros, después.
– Lo tiene -dijo.
– Algo más -agregué-. ¿Podría usted obtener algún consejo para pasar una Sirch-Gate III modelo SMD200W por un detector de metales?
Me miró un largo, largo rato.
– Tal vez -dijo.
– Sería importante.
– Supongo. Sí, tengo un amigo que es consultor de seguridad. Puedo hacer que me mande un fax en unos minutos.
Le pagué en efectivo, por supuesto. Para cuando terminamos la transacción, ya estaba abierta la casa de suministros médicos en Framingham, a unos quince kilómetros más o menos.
El negocio, que se especializaba en equipos para inválidos, tenía unas cuantas sillas de ruedas. La mayoría, descartables con una sola mirada. Cuando expliqué que buscaba una para mi padre, el vendedor me recomendó inmediatamente las más livianas, más fáciles de cargar en un auto. Le dije que mi padre era un hombre especial, algo excéntrico, y que prefería una silla que tuviera la mayor cantidad de acero posible y poco aluminio. Quería algo sólido.
Finalmente, me decidí por una silla antigua, buena, de Invacare. Era muy pero muy pesada; con marco de acero carbónico cromado en su superficie y un diámetro hueco en los apoyabrazos suficiente para mis intenciones.
La cargué en la caja de cartón, haciendo un gran esfuerzo y dejé a Molly en un centro comercial para que comprara un traje caro a rayas, dos talles más grandes de mi talle habitual, una camisa, gemelos y algunas otras cosas.
Mientras tanto, yo seguí hasta un taller en Worcester. Seeger me había recomendado al dueño, un hombre grandote, un ex convicto llamado Jack D'Onofrio. Era hombre temperamental, había dicho Seeger, pero un maestro en el trabajo en metales. Seeger lo había llamado de antemano y le había informado que yo era un buen amigo suyo y que si me trataba bien, yo le devolvería el favor con creces.
A pesar de la llamada, D'Onofrio no estaba de buen humor cuando abrió. Inspeccionó la silla de ruedas con irritación y furia, tocando los grandes apoyabrazos de plástico gris fijados al metal con tornillos Phillips.
– No sé -dijo por fin-, no es fácil agujerear este plástico. Podría reemplazarlos con teca. Eso sería muchísimo más fácil.
Yo lo pensé un momento y después dije:
– Adelante.
– El acero no es problema. Cortar y soldar. Pero tengo que cambiar el diámetro de la goma del frente.
– No tiene que haber ni rastros del corte, de cerca tampoco -dije-. ¿Qué le parece un serrucho tipo quirúrgico para cortar el tubo?
– Eso es lo que pensaba hacer.
– De acuerdo. Pero la necesito en una hora o dos.
– ¿En una hora? -espetó él-. Tiene que estar bromeando, viejo… -Hizo un gesto que abarcó con los brazos el negocio lleno de cosas. -Mire eso. Estamos tapados, viejo… Totalmente tapados… ¡Hasta la coronilla!
Una, hasta dos horas, era presionarlo un poco, pero no era imposible. El hombre estaba negociando, claro. Yo no tenía tiempo que perder, ése era el problema: saqué un fajo de billetes y se lo tiré.
– Estamos preparados para pagar más -dije.
– Veré lo que puedo hacer…La última cita era la más difícil de arreglar y, en cierto modo, la más riesgosa. De tanto en tanto, las fuerzas policiales, el fbi y la cía tienen que pedir los servicios de especialistas en técnicas de disfraz. Generalmente, son personas entrenadas en el teatro, en la aplicación de prótesis y maquillaje, pero el disfraz para cobertura de acciones ilegales es un arte muy especializado. El artista debe poder transformar a un funcionario o un agente cualquiera en alguien totalmente irreconocible, capaz de pasar los exámenes más cuidadosos y exhaustivos. Por lo tanto, las técnicas son limitadas y el número de artistas, muy escaso.
Tal vez el mejor, un hombre que había hecho trabajos ocasionales para la CIA (y para una larga lista de estrellas de cine y televisión y líderes políticos y religiosos de primera línea), se había jubilado y vivía en Florida, según averigüé. Finalmente, después de varias llamadas telefónicas a compañías de disfraces y de teatro en Boston, obtuve el número de un viejo, un húngaro llamado Balog que había hecho trabajos para el fbi y conocía los requisitos. Su trabajo le había permitido a un funcionario del fbi infiltrarse en una familia de la Mafia en Providence no una sino dos veces, me dijeron. Eso era suficiente para mí. Trabajaba en un viejo edificio de oficinas de Boston, como socio de una compañía de maquillaje teatral. Lo conseguí poco antes del mediodía.
Como no había tiempo para ir hasta Boston y volver, arreglé que se encontrara conmigo en un Holiday Inn, en Worcester, donde yo había reservado una habitación. Para hacerme tiempo, tendría que abandonar a sus clientes el resto del día. Le dije que valdría la pena.
– Tenemos que separarnos -le dije a Molly cuando llegamos al Holiday Inn-. Tú haz los arreglos de vuelo. Y ven a verme cuando termines.