– ¿Tienes las pruebas, entonces? -pregunté.-Tengo la firma de Truslow. No es que él haya sido poco concienzudo ni se haya apresurado: vigilaban a Orlov todo el tiempo y yo estaba muerto. Tuvo muchas razones para descuidarse.
– La mujer… la esposa de Berzin, me dijo que buscara a Toby. Dijo que él cooperaría.
Sinclair había empezado a hablar más despacio, se le cerraban los ojos. Cabeceaba.
– Es posible -dijo-. Pero Toby Thompson se cayó por las escaleras hace dos días. En su casa. El informe dice que se le enredó la silla de ruedas en la alfombra. Yo dudo de que haya sido un accidente. Como sea, está muerto.
Molly y yo nos quedamos sin habla por lo menos medio minuto. Yo no sabía qué sentir: ¿llorar por el hombre que mató a tu esposa?
Sinclair rompió el silencio.
– Mañana tengo una reunión con Pierre La Fontaine para hacer unos arreglos importantes en Montreal. -Sonrió. -Y para que lo sepan, el Banco de Zúrich no sabe cuánto oro hay en la bóveda. Se depositó oro por cinco mil millones de dólares. Pero faltan algunas barras… treinta y ocho, para ser exactos.
– ¿Dónde están? -preguntó Molly.
– Las robé. Las saqué y las vendí. Al valor actual, unos cinco millones. Con todo el oro que hay ahí dentro, nadie va a notar que falta algo. Y creo que el gobierno ruso me lo debe… nos lo debe… como comisión, digamos.
– ¿Cómo pudiste? -susurró Molly, casi sin voz.
– Es una fracción minúscula, Snoops. Cinco millones. Tú dijiste que querías abrir una clínica para necesitados, ¿no? Ahí está el dinero. Es tuyo. Ahora puedes hacerlo. Y ¿qué son cinco millones en un monto total de diez mil?
Todos estábamos exhaustos. Molly y yo no tardamos mucho en quedarnos dormidos en una de las habitaciones desocupadas. Las sábanas del armario estaban limpias y bien planchadas aunque olían un poco a moho.
Yo me quedé a su lado un rato, sin dormir. Había pensado en trazar un plan de acción para el día siguiente, pero en lugar de eso me dormí durante varias horas. Me despertó un sueño que tenía algo que ver con algún tipo de máquina que rugía rítmicamente, un motor tal vez, y para cuando me senté en la cama, la luz de la luna pasaba por las ventanas. Supe entonces que mi sueño había tenido que ver con un ruido externo, un ruido que se hacía cada vez más poderoso.Un latido regular, mecánico. Un chump, chump, chump, muy familiar para mí.
El sonido de la hélice de un helicóptero.
Sí, un helicóptero.
Sonaba como si hubiera aterrizado cerca. ¿Había un helipuerto en la propiedad? Yo no lo había visto. Me volví para espiar por la ventana pero la habitación que habíamos elegido daba directamente hacia el lago y el helicóptero parecía venir desde el otro lado.
Salí corriendo del dormitorio hacia una ventana en el pasillo y vi venir algo, sin duda alguna un helicóptero, desde una colina en la propiedad. Apenas si podía distinguirlo en la oscuridad, pero allá, adelante, había un helipuerto pavimentado que yo no había notado el día anterior. ¿Acaso estaba llegando alguien?
¿O ya estaba aquí?
¿O -y la idea me sacudió de arriba a abajo-, o era que alguien se estaba yendo?
Hal.
Abrí de par en par la puerta de su dormitorio y vi que la cama estaba vacía. En realidad, estaba perfectamente hecha. O la había hecho antes de partir (no muy probable) o no había dormido en ella (eso era más posible). Junto al armario había una pila de ropa como si se hubiera marchado apurado.
No estaba. No había duda alguna de que había arreglado esa partida en medio de la noche y, por lo tanto, no podíamos dudar que nos había escondido la verdad intencionalmente.
¿Pero adonde había ido?
Sentí la presencia de alguien en la habitación. Me volví: Molly estaba allí, frotándose los ojos medio cerrados con una mano y tirándose del cabello con la otra.
– ¿Dónde está, Ben? ¿Adonde fue? -me preguntó.
– No tengo idea.
– ¿El del helicóptero era él?
– Supongo.
– Dijo que iba a encontrarse con Pierre La Fontaine.
– ¿A medianoche? -dije, corriendo hacia el teléfono. En unos segundos, conseguí el número de Pierre La Fontaine en la guía. Lo disqué y lo dejé sonar mucho rato. Finalmente alguien contestó. Era La Fontaine pero tenía la voz completamente dormida. Le di el teléfono a Molly.
– Necesito hablar con mi padre -dijo ella.
Pausa.
– Dijo que iba con usted a Montreal esta mañana.
Otra pausa.
– Dios -dijo ella y colgó.-¿Qué? -le pregunté.
– Dice que tiene que venir a verlo en tres días. Aquí, a la casa. No van a encontrarse en Montreal ni en ninguna otra parte, no hoy.
– ¿Por qué nos mintió? -pregunté.
– ¡Ben!
Molly me entregó un sobre dirigido a ella. Lo había encontrado bajo la pila de ropas.
Adentro había una nota escrita a las apuradas.
Snoops… perdóname y entiende por favor… No podía decírselo… a ninguno de los dos. Hubieran tratado de detenerme porque los dos me perdieron una vez… más tarde lo van a entender, lo prometo… Te quiero.
Papá.
Fue Molly la que, conociendo la idiosincrasia de su padre, la forma escrupulosa en que llevaba archivos y anotaciones, encontró finalmente el archivo color marrón en un cajón del estudio. Entre varios documentos personales de distinto tipo -archivos de cuentas bancarias, papeles, documentación para identidades falsas, y demás- había un montoncito de hojas que, juntas, contaban toda la historia.
Aparentemente, Sinclair había alquilado un apartado postal en St. Agathe bajo un nombre falso y en las últimas dos semanas había recibido allí cierto número de documentos.
Uno de ellos era una fotocopia de una citación y el horario de una audiencia televisada del Comité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. La audiencia se llevaría a cabo esa misma noche, en la Sala 216 del edificio de la Hart Office, del Senado de los Estados Unidos, en Washington.
Uno de los ítems de la audiencia estaba señalado con un círculo en tinta roja: la aparición de un "testigo" no especificado a las siete de esta tarde. Sólo quedaban quince horas.
Entonces entendí.
– El testigo sorpresa -murmuré en voz alta.
Molly soltó un grito.
– ¡No! ¡No! Entonces está…
– Tenemos que ir con él, tiene que volver… -la interrumpí.
Todo encajaba ahora: todo tenía sentido, un sentido terrible. Harrison Sinclair, el testigo sorpresa, era la víctima del próximo asesinato de los Sabios y sus socios alemanes. Una ironía terrible me pasó por la cabeza: Sinclair, a quien habíamos creído enterrado, estaba vivo de pronto pero lo matarían de nuevo en cuestión de horas.
Molly (que debe de haber pensado lo mismo) se retorció las manos, se las llevó a la boca. Se mordió los nudillos como para no gritar. Empezó a caminar de un lado a otro en círculos frenéticos, tensos.
– Dios, Dios -susurraba-. Dios. ¿Qué podemos hacer?
Yo también estaba caminando, me di cuenta de pronto. No quería asustar a Molly. Los dos necesitábamos calma, pensamientos claros.
– ¿A quién podemos llamar? -dijo ella.
Yo seguí caminando en círculos.
– Washington -dijo ella-. Alguien en el comité.
Yo meneé la cabeza.
– Demasiado peligroso. No sabemos en quién podemos confiar.
– Alguien en la Agencia…
– ¡Eso es ridículo!
Ella seguía mordiéndose los nudillos.
– Entonces otra persona. Un amigo. Alguien que pueda ir a la audiencia…
– ¿Ir? ¿Para qué? ¿Ir a enfrentarse con un asesino entrenado? No, tenemos que ir nosotros. Alcanzarlo.
– ¿Pero cómo? ¿Y dónde lo alcanzamos?
Empecé a pensar en voz alta.
– Ese helicóptero no va directo a Washington.-¿Por?
– Demasiado lejos. Y va demasiado lento.
– Montreal.
– Seguramente. Pero no podemos darlo por sentado. Yo calculo que las probabilidades son altas. Puede ir a Montreal y ahí se va a detener por un tiempo…
– O tomar un avión a Washington. Si controlamos los vuelos desde Montreal a Wa…
– Ah, sí, sí -dije, impaciente-, pero si es que toma un vuelo comercial. Seguramente, tiene un charter.
– ¿Por qué? ¿No te parece más seguro un vuelo comercial?
– Sí, pero un avión privado tiene horarios más flexibles y es más anónimo en otros sentidos. Yo en su lugar, alquilaría un avión. Supongamos que el helicóptero lo lleva a Montreal… -Miré el reloj. -Seguramente ya está allí.
– ¿Pero adonde? ¿En qué aeropuerto?
– Montreal tiene dos, Dorval y Mirabel, para no hablar de los miles de privados que hay desde aquí a la ciudad.
– Pero tiene que haber un número determinado de compañías de charters en Montreal -dijo Molly. Sacó una guía de teléfonos de debajo de la mesa, cerca del sillón. -Si las llamamos…
– ¡No! -exclamé un poco demasiado fuerte-. La mayoría no va a contestar el teléfono a esta hora de la noche. Y ¿quién dice que tu padre arregló con una compañía canadiense'! Podría haber sido con una de las miles de compañías de charters en los Estados Unidos…
Molly se dejó caer en el sillón. Las manos, contra la cara.
– Dios… Dios, Ben. ¿Qué podemos hacer?
Yo miré el reloj de nuevo.
– No hay salida -dije-. Tenemos que llegar a Washington y hacerlo ahí.
– Pero no sabemos dónde va a estar en Washington.
– Claro que sí. En el edificio del Senado, en la audiencia, Sala 216 para más datos.
– Pero ¿y antes? No tenemos idea de dónde va a estar antes.
Tenía razón, por supuesto. Lo más que podíamos esperar era que apareciera en la sala vivo y…
¿Y qué?
¿Cómo mierda íbamos a impedir el testimonio de Hal, a protegerlo?
La solución, me di cuenta de pronto, estaba en mi cabeza. Mi corazón empezó a latir con la fuerza de la excitación y el miedo.
Unos momentos antes de morir tan horriblemente, Johannes Hesse, alias "Max", había pensado que otro asesino tomaría su lugar.
Yo no podía detener a Harrison Sinclair pero sí a su asesino.
Si alguien podía hacerlo, ése era yo.
– Vístete -le dije-. Ya sé qué hacer.
Eran las cuatro y media de la mañana.
Tres horas después -casi las siete y media de la mañana del último día- nuestro avioncito tocó tierra en un pequeño aeropuerto en la parte rural de Massachusetts. Quedaban menos de doce horas y aunque era un lapso de tiempo sin rupturas, yo temía (con buenas razones) que no fuera suficiente.