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Temblé. No quería ni pensar en las ramificaciones del asunto, pero no podía detenerme. Las consecuencias, lo sabía, eran peores de lo que yo mismo había sospechado.

50

__¿Puede haber sido un soborno? -pregunté.

– A Stoessel se lo conoce como el señor Limpieza -contestó Atkins.

– Los "señores Limpieza" son justamente los que suelen aceptar sobornos.

– De acuerdo. No digo que no aceptaría un soborno. Pero el hecho es que la financiación de la campaña se analiza profundamente en Alemania, y muy de cerca… Es para que esos gigantes no controlen la política. Hay varias formas de poner dinero secretamente, pero no hay una sola corporación que se atreva a hacerlo en estos días. La inteligencia alemana vigila de cerca. Así que si tienes pruebas, me refiero a pruebas documentales, lo que tienes es dinamita política.

¿Qué podía decir yo? No tenía documentos. Lo único que tenía eran los pensamientos de Eisler. ¿Cómo iba a contárselo a Atkins?

– Por esa misma razón -dije-, unos miles de millones de dólares o marcos alemanes metidos en el país ilegalmente tienen que ser enormemente valiosos para un candidato. Pero no lo entiendo. Pensé que Vogel era un moderado, un populista.

– Caminemos -dijo él. Yo miré a Molly por el rabillo del ojo. Empezamos a caminar. Ella nos siguió, sin acercarse. -De acuerdo. -Atkins inclinó la cabeza sin

dejar de caminar. -La economía alemana está en medio de una crisis de dimensiones desconocidas desde la década del veinte: rebelión en Hamburgo, Fránkfurt, Berlín, Bonn… todas las ciudad importantes, y muchas de las más chicas también. Los neonazis están en todas partes. Hay una ola de violencia en el país. No la pueden parar. ¿Me sigues?

– Sí.

– Así que justo en ese momento, elección. Elección importante. Y, ¿qué pasa unos días antes del día de elecciones? Caída general de la Bolsa. Una catástrofe completa. La economía alemana… bueno, lo ves a tu alrededor… leíste sobre esto en los diarios, seguramente. Todo está en ruinas. Tierra yerma. Una depresión en cierto modo peor que la Gran Depresión de los Estados Unidos en la década del treinta.

"Los alemanes se aterrorizan. Pánico. Se echa al que había antes, claro, y se elige una nueva cara. Un hombre del pueblo. Un político de honor, antes maestro de escuela, hombre de familia, que va a restaurar el orden, que va a arreglarlo todo. Salvar a Alemania. Hacerla grande otra vez.

– Sí -dije-. Así fue como llegó Hitler al poder en 1933: en medio del desastre de Weimar. ¿Estás sugiriendo que Vogel es nazi?

Por primera vez, Kent rió, más un bufido que una risa franca.

– Los nazis o, para decirlo con más exactitud, los neonazis, son asquerosos. Pero son extremistas. No representan a nada que se parezca a una mayoría en el electorado alemán. Creo que los alemanes se ríen de ellos. Sí, Hitler fue una realidad, no lo niego. Pero hace años de eso y la gente cambia. Los alemanes quieren ser grandes de nuevo. Quieren volver a su status de potencia mundial.

– ¿Y Vogel…?

– Vogel no es el que dice que es.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Eso era lo que yo estaba tratando de sacar a la luz cuando le di esos documentos a Ed Moore. Yo sabía que él era un buen hombre, que podía confiar en él. Un hombre que estaba fuera de la Agencia. Fuera de lo que está pasando. Y especialista en política europea.

– ¿Y qué descubriste?

– Me transfirieron aquí unos meses después de la caída del Muro. Me asignaron la misión de hacer archivos sobre agentes de la kgb, Stasi, todo eso. Había rumores, sólo rumores, te advierto, que decían que Vladimir Orlov había sacado grandes sumas de dinero del país. La mayoría de los tipos de bajo nivel no sabía una mierda. Pero cuando traté de recabar información sobre Orlov, descubrí que el paradero estaba marcado como "desconocido" en todos los bancos de datos.

– Protegido por la CIA -aclaré.

– Correcto. Raro, pero cierto. Pasa. Pero después, investigué a un tipo de la kgb, un funcionario bastante alto del Directorio Principal y… creo que el tipo estaba desesperado por conseguir dinero, en serio… me dijo que había un archivo sobre corrupción en la CIA. De acuerdo, sí, sí. ¿La CIA está corrupta? ¿Sale el sol de mañana? Un grupo de funcionarios, no me acuerdo del nombre. No tiene importancia.

"Pero lo que me hizo pensar fue que me dijo que había un plan estadounidense, de la CIA, decía él, para manipular la Bolsa alemana.

Asentí y sentí que el corazón me saltaba en el pecho.

– En octubre de 1992, la Bolsa de Frankfurt aceptó crear una sola Bolsa centralizada en Alemania, la Deutsche Bórse. Dada la relación estrecha entre los países de Europa, la forma en que se relacionan ahora las monedas europeas a través del Sistema Monetario, una caída en la Deutsche Börse devastaría a toda Europa, me dice el tipo. Especialmente en estos días de programas comerciales y seguros, ahora que el comercio por computadora es frenético. No había corredores de circuito en el mercado alemán. Las computadoras están programadas para vender automáticamente, disparando ventas masivas. Y además, en aquel momento había una gran inestabilidad monetaria, desde que el Bundesbank, el Banco central alemán, se vio forzado a elevar las tasas de interés. Así que el resto de Europa caería inmediatamente. Eso lastimaría las valuaciones de las acciones. Los detalles no son tan importantes. El punto es que ese tipo de la kgb dice que hay un plan en marcha para destruir y minar toda la economía europea. El tipo era un genio de las finanzas, así que le presté atención. Dijo que los disparadores estaban listos, que lo único que haría falta era una infiltración súbita de capital y…

– ¿Dónde está el tipo, el de la kgb?

– Sarampión. -Kent sonrió con tristeza y se encogió de hombros. Es decir: una muerte preparada para que parezca natural. -Uno de los suyos, supongo.

– ¿Informaste?

– Claro que sí. Es mi trabajo, hombre. Pero me dijeron que lo dejara. Que no investigara; que era perturbador para las relaciones bilaterales entre Alemania y los Estados Unidos. No pierdas tiempo en eso, muchacho.

De pronto, noté que estábamos de pie frente al auto de Atkins, el Ford Fiesta destruido. Habíamos hecho un largo camino en círculos aunque yo me había concentrado tanto que apenas si me había dado cuenta. Molly estaba con nosotros.

– ¿Listo? -preguntó ella.

– Sí -le contesté-. Por ahora. -Luego me dirigí a Atkins: -Gracias, amigo.

– Está bien -dijo él, abriendo la puerta del auto. No lo había trabado: nadie se tomaría el trabajo de robar semejante auto por más necesitado que estuviera. -Pero sigue mi consejo, Ben. Y tú, Molly. Salgan de aquí, rápido, carajo. Si yo fuera ustedes, ni siquiera pasaría la noche aquí.

Meneé la cabeza. Le di la mano.

– ¿Nos llevas al centro, por favor?-Lo lamento -dijo él-. No. Realmente no me haría ningún bien que me vieran con ustedes. Acepté el encuentro porque somos amigos. Me ayudaste en malos tiempos. No me olvido y te lo debo. Pero toma el subte. Hazme ese favor.

Se hundió en el asiento del conductor y se puso el cinturón de seguridad.

– Buena suerte -dijo. Golpeó la puerta con fuerza para cerrarla, bajó la ventana y agregó: -Vayanse de aquí

– ¿Nos vemos de nuevo?

– No.

– ¿Por qué?

– Ni siquiera te me acerques, Ben, si no quieres matarme. -Puso la llave en el arranque, sonrió y agregó:

– Sarampión.

Tomé a Molly del brazo y caminamos por el sendero hacia Tivolistrasse. El motor de Kent no encendió las primeras dos veces pero al tercer intento, el auto gruñó y arrancó.

– Ben -dijo Molly pero algo me había llamado la atención y me volví a ver cómo retrocedía Kent.

La música. Me acordaba de la música.

Él había apagado el auto con la música encendida. Esa canción de Donna Summer. La radio, dijo. Pero ahora la radio estaba apagada.

Él no lo había hecho.

– ¡Kent! -aullé, saltando hacia el auto-. Sal. Ahora.

Él levantó la vista, sorprendido, sonrió como preguntándose si no sería una broma.

La sonrisa desapareció en medio de una luz blanca, poderosa, un ruidito vacuo, como el de un globo que hacen explotar, pero era sólo el principio, las ventanas del Ford. Luego, una explosión tremenda, como un trueno, un brillo color azufre que se puso ámbar y luego rojo sangre, lenguas de ocre e índigo, llamas furiosas y luego una columna de nubes de cenizas de la que salían pedazos del auto. Algo me golpeó la nuca: la esfera del falso Rolex.

Molly y yo nos abrazamos en el terror mudo de lo que habíamos visto y después corrimos lo más rápido que pudimos hacia la penumbra del Englische Garten.

51

Unos minutos después de mediodía llegamos a Baden Baden, la famosa ciudad de fuentes termales que se alza entre bosques de pinos y abedules en la Selva Negra alemana. En nuestro Mercedes 500SL alquilado, color plateado (tapizado en cuero color granate, justo el tipo de auto que elegiría un joven diplomático de la embajada del Canadá), habíamos llegado rápido. Nos había llevado cuatro horas de manejo frenético pero cuidadoso en la autopista A8 que salía hacia el oeste noroeste de Munich. Yo tenía puesto un traje conservador pero elegante que había sacado del perchero de Loden-Frey en Maffeistrasse al salir de la ciudad.

Habíamos pasado una noche de insomnio en el hotel de Promenadeplatz. La explosión en los jardines, la muerte horrenda de mi amigo; las imágenes del fuego, el terror, estaban en nuestras mentes para siempre. Nos miramos y hablamos durante horas tratando de aliviar el miedo, de encontrarle sentido a lo que había pasado.

Sabíamots que era absolutamente necesario encontrar a Gerard Stoessel, el industrial alemán y magnate inmobiliario que había recibido la transferencia de dinero desde Zúrich. El era el centro de la conspiración, eso era seguro. Tenía que acercarme a él y recibir sus pensamientos. Después buscaría a Alex Truslow, en Bonn o donde estuviese, y le advertiría del peligro. O se iba del país o tomaba medidas de seguridad.

A la mañíana siguiente, después de una noche de insomnio, llamé a la periodista financiera de Der Spiegel que había conocido en Leipzig.

– Elizabeth -le dije-. Necesito rastrear a Gerhard Stoessel.

– ¿Nada menos? Estoy segura de que está en Munich. Ahí está la base de Neue Welt.

Pero no estaba en Munich. Yo ya lo había averiguado en una llamada anterior.

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