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– Mal día.

– Ah -dije-, pero ahora estás en casa. -La rodeé con mis brazos y la besé, un beso largo, pensado. Le puse las manos sobre las nalgas y me apreté contra ella.

Ella me deslizó las manos, secas y frías, por la espalda y más abajo, dentro de los pantalones cortos.

– Mmmm -dijo. Tenía el aliento cálido contra mi nuca.

Le pasé las manos dentro de la blusa, dentro del algodón blanco del corpiño, sentí los pezones tibios, erectos.

– Mmmm -repitió.

– ¿Arriba? -le pregunté.

Ella gimió un poco, después tembló.

…cocina… oí.

Me incliné hacia ella, le pasé el dedo índice sobre el seno derecho, toqué el pezón erguido.

…en la cocina, de pie, aquí mismo…

Me levanté, la tomé de los hombros y la llevé desde el comedor hacia la cocina, después la empujé contra la mesa de roble usada.

Sus pensamientos. Estaba mal, era una maldad, era vergonzoso, pero, arrastrado por el deseo, no podía detenerme…

Sí, sí…

Gimió con suavidad cuando le saqué la blusa.

…el otro seno, sí, sí. No pares. Los dos…

Obediente, le acaricié los dos senos con las palmas, después le chupé uno, y el otro.

No te muevas… Seguí haciéndolo mientras la empujaba hasta que quedó recostada contra la mesa, lejos de los boles. Nunca había visto El cartero llama dos veces pero me acordaba del afiche. ¿No habían hecho lo mismo Lana Turner y John Garfield?

Le toqué los muslos, despacio, con el pene erecto y cuando le bajaba la bombacha, oí:

No, todavía no.

Obedeciendo a sus deseos mudos, volví a concentrarme en los senos, y me quedé allí más tiempo de lo que lo hubiera hecho naturalmente.

Hicimos el amor sobre la mesa de la cocina, y perdimos un bol chino en el proceso. Ninguno de los dos notó el momento del estallido de la porcelana. Fue el sexo más intenso, más erótico, que yo hubiera tenido en mi vida, eso tengo que decirlo. Molly se entregó tanto que se olvidó de ponerse el diafragma. Tuvo orgasmos una y otra y otra vez, mientras le rodaban las lágrimas por las mejillas. Después, nos quedamos juntos, enredados uno en brazos del otro, húmedos de sudor y de los líquidos y los olores del amor, sobre el sillón del comedor.

Pero cuando terminamos, me sentí terriblemente culpable.

Dicen que todos los seres humanos sienten tristeza después del sexo. Yo creo que sólo los hombres la experimentan. Molly parecía feliz y desorientada, mientras me acariciaba el pene flaccido, enrojecido, seco.

– No te cuidaste -dije-. ¿Significa que cambiaste de idea sobre lo del bebé?

– No -dijo ella, la voz llena de sueño-. No estoy en la parte fértil del ciclo. No es muy peligroso. Y valió la pena.

Me sentí todavía más culpable, un depredador, un malvado. La había violado en un sentido fundamental. Al responder a cada uno de sus deseos, la había manipulado de una manera terrible, había cometido algo incorrecto, algo deshonesto.

Me sentía como la mierda.

– Sí -dije-. A mí también me gustó.

Molly y yo nos casamos en una hermosa casa antigua de las afueras de Boston. El día todavía aparece borroso para mí. Me acuerdo de haber recorrido el pueblo, buscando un traje y un par de medias negras para usar en la ocasión.

Antes de la ceremonia, Hal Sinclair se me acercó y me tomó por el codo. En su esmoquin, parecía más distinguido todavía: el cabello blanco le brillaba contra la cara tostada, larga,estrecha y hermosa. Tenía un mentón alto, labios finos, líneas de risa alrededor de los ojos y de la boca.

Parecía enojado, pero después me di cuenta de que lo que estaba expresando era severidad y nunca lo había visto así antes.

– Cuida a mi hija -dijo.

Yo lo miré. Esperaba una broma, pero él tenía un aspecto sombrío.

– ¿Me oyes?

Dije que lo oía. Claro que sí.

– Cuídala.

Y de pronto me golpeó, un puñetazo en el plexo solar. ¡Claro! A mi primera esposa la habían matado. Hal nunca me lo diría, pero de no ser por mi error en los procedimientos, Laura aún estaría viva. De no ser por mi apuro, mi impaciencia.

Mataste a tu primera esposa, parecía decirme. No mates a la segunda, Ben.

Sentí que estaba sonrojándome. Tenía ganas de decirle que se fuera a la mierda. Pero no podía, no a mi futuro suegro, no en el día de la boda.

Le contesté con toda la calidez que pude reunir:

– No se preocupe, Hal. Pienso cuidarla.

– Tengo un cliente, Mol -le dije después mientras tomábamos vodka y tónica en la mesa de la cocina-. Un hombre normal, cuerdo…

– Si es cuerdo, ¿qué hace en Putnam amp; Stearns? -Tomó un trago del vaso congelado. -Excelente. Mucha lima, como me gusta.

Yo me reí.

– Este cliente, que parece totalmente normal, me preguntó si creo en la posibilidad de fenómenos extrasensoriales.

– fes.

– Dice que puede ver los pensamientos de otros, como leerlos.

– ¿Adonde quieres llegar?

– Lo intentó conmigo… y estoy convencido de que puede. Lo que quiero saber es si tú aceptas la posibilidad…

– No. Sí. ¿Qué sé yo, carajo? ¿Adonde quieres ir a parar con todo esto?

– ¿Oíste hablar de eso alguna vez?

– Claro. Seguramente hubo un episodio al respecto en La cuarta dimensión. Un chico en un libro de Stephen King. Pero escucha, Ben… Tenemos que hablar…-De acuerdo -dije, un poco preocupado.

– Hoy se me acercó un tipo en el hospital.

– ¿Qué tipo?

– "¿Qué tipo?" -Molly se burlaba de mí, imitándome con amargura. -Vamos, Ben, tú lo sabes, lo sabes perfectamente.

– ¿De qué estás hablando, Molly?

– Esta tarde. En el hospital. Dijo que le dijiste dónde encontrarme.

Yo apoyé el trago sobre la mesa.

– ¿Qué?

– ¿No hablaste con él?

– No tengo idea de qué se trata todo esto, te lo juro. ¿Alguien "se te acercó"?

– No digo que fuera agresivo. No. Había un tipo, un tipo sentado en la sala de espera de mi sección y supongo que le dijo a alguien que quería verme. Yo no lo conocía. Tenía un aspecto… no sé… oficial… traje gris, corbata azul, y todo eso.

– ¿Quién era?

– Bueno, ahí está el problema. No sé.

– No…

– Escucha -dijo ella, la voz aguda-. Tú escúchame a mí. Me preguntó si era Martha Sinclair, hija de Harrison Sinclair. Dije sí, ¿quién era él?, pero él me preguntó si podía hablarme unos minutos y acepté.

Me miró, los ojos rojos, cansados, y siguió contándome.

– Dijo que había hablado contigo, que era amigo de papá. Supuse que era un empleado de la Agencia, tenía el aspecto, y que quería hablarme y no me rehusé.

– ¿Y qué quería?

– Me preguntó si sabía algo de una cuenta de mi padre, una qué abrió antes de morir. Algo sobre un código de acceso o algo así. Yo no sabía de qué mierda me estaba hablando.

– ¿Qué?

– Entonces no habló contigo, ¿eh? -dijo ella, casi ahogando un sollozo-. Ben, es mentira, sí, tiene que ser mentira.

– ¿No te dijo cómo se llamaba?

– No le pregunté, estaba asustada, casi no podía caminar… Ni hablar.

– ¿Y cómo era?

– Alto. Piel blanca, casi albino. Cabello rubio, muy finito. Fuerte pero… no sé… como femenino. Dijo que hacía trabajos de inteligencia para la CIA -me contó Molly, con la voz aguda, débil-. Dijo que estaban investigando lo que llamó la "supuesta estafa" de papá y que quería saber si papá me había dejado papeles o me había dado información. Quería los códigos de acceso.

– ¿No le dijiste que se metiera las preguntas en el culo?

– Le contesté que había un error, ya sabes, le pregunté qué prueba tenían, todo eso. Y el tipo dijo que se mantendría en contacto, pero que mientras tanto tratara de acordarme de todo lo que había dicho mi padre. Y después dijo…

Tenía la voz quebrada y se cubrió los ojos con una mano.

– Sigue, Molly.

– Dijo que la estafa, seguramente, estaba conectada con el asesinato de papá. Sabía lo de la foto de… -Cerró los ojos.

– Sigue.

– Dijo que había mucha presión en la Agencia para hacerlo público, entregarlo a los diarios, y yo dije, no puede ser, no es justo, es mentira, van a arruinar su reputación. Y él dijo, a nosotros tampoco nos gusta, señora Sinclair. Lo único que queremos es su colaboración.

– Dios -dije con un gemido.

– ¿Tiene algo que ver con la Corporación, Ben? ¿Con lo que estás haciendo para Alex Truslow?

– Sí. Creo que sí.

17

A la mañana siguiente muy temprano -tiene que haber sido temprano porque Molly no se había levantado para ir a trabajar-, abrí los ojos, miré a mi alrededor como hago siempre y vi que no eran ni las seis.

Molly estaba dormida a mi lado, encogida en posición fetal, las manos unidas contra el pecho. Me gusta mirarla dormir. Me gusta la vulnerabilidad de nena que tiene, me gusta verle el cabello enredado y la cara desarreglada. Tiene la habilidad de dormir más profundamente que yo. A veces me parece que disfruta más del sueño que del sexo. Y generalmente se levanta de un humor hermoso, feliz y fresca, como si acabara de volver de unas breves y maravillosas vacaciones.

Yo, en cambio, me despierto dispéptico, confundido, gruñón. Esa vez me levanté, crucé el frío piso de madera para ir al baño, tratando de no hacer ruido. Ella estaba muy lejos, soñando, y no era fácil sacarla de ese sitio. Después, me acerqué a su lado de la cama, me senté en el borde e incliné la cabeza.

Me sorprendió "oír" algo.

No era nada coherente, nada de pensamientos ordenados y breves como los que había oído el día anterior.

Oí pedacitos casi musicales de sonido, algo tonal, algo que no sonaba a ningún idioma que yo hubiera oído. Era como si hubiera captado en la radio un programa en idioma extranjero. Y luego, un grupo de palabras con sentido. Computadora, oí, y después algo que sonaba a zorro y después, claramente un sueño de hospital, monitor, y Ben, y más de esos sonidos musicales.

Y después, de pronto, Molly estaba despierta. ¿Había sentido mi aliento en su cara? Abrió los ojos despacio, los puso en mí. Y se sentó, asustada.

– ¿Qué pasa, Ben? -preguntó ansiosa.

– Nada -dije.

– ¿Qué hora es? ¿Las siete?

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