En lugar de gritar, me limité a leer Aparentemente, entre los locos y los lunáticos hay un cierto número de estudiosos creíbles, con diplomas, que piensan que algunos seres humanos poseen la habilidad de leer la mente Entre ellos, algunos premios Nóbeles e investigadores importantes de Duke, ucla, Princeton, Stanford, Oxford y la Universidad de Freiburg, en Alemania. Estudiaban subespecialidades como "sicometría" o "sicoquinesis" Sus trabajos habían conseguido reconocimiento en otros campos de la investigación, pero ninguno dentro de la parasicología misma, a pesar de algún artículo publicado en diarios científicos respetados como Nature, en Gran Bretaña.
El asunto podía resumirse así tal vez un cuarto de la humanidad experimentaba algún tipo de telepatía, en algún momento de su vida La mayoría de los que la experimentan, decía el libro, se niega a creer o aceptar que tal cosa les ha pasado Leí una serie de casos que me parecieron plausibles Una mujer cena con amigos en Nueva York y de pronto se siente segura de que su padre ha muerto Corre al teléfono, y averigua que el padre murió de un ataque al corazón en el momento exacto en que ella tuvo esa impresión. Un estudiante universitario siente un deseo brusco, inexplicable, de hablar a su casa por teléfono y cuando llama, le dicen que su hermano menor acaba de sufrir un accidente de auto. Frecuentemente, la gente recibe"señales" o "presentimientos" cuando está dormida o en algún estado que la predisponga menos hacia el escepticismo.
Muy interesante, pero nada de eso tenía que ver con lo que me había pasado a mí Yo no estaba experimentando "presentimientos" ni "señales" ni "urgencias" Estaba "oyendo" -no hay otra palabra- los pensamientos de otros. No desde muy lejos. En realidad, tenía que estar a una distancia muy corta o no "oía" nada. Lo cual quería decir que estaba recibiendo algún tipo de señal transmitida por el cerebro humano Ninguno de los libros hablaba de tal cosa.
Hasta que llegue a un capítulo extraño en Las fronteras de la mente. El autor discutía el uso de lo síquico en las fuerzas policiales de los Estados Unidos y en el Pentágono durante la búsqueda de enemigos y soldados perdidos en Vietnam Había una referencia al uso de personas con poderes síquicos en el Pentágono en enero de 1982, cuando se buscaba al general Dozier, secuestrado por las Brigadas Rojas en Italia.
Y luego, descubrí una referencia a un artículo de 1980 en el periódico del ejército de los Estados Unidos, Military Review, sobre "el nuevo campo de batalla mental" El articulo hablaba sobre el "gran potencial" del "uso de la hipnosis telepática" en la guerra, la guerra síquica, la llamaba el artículo. Había una mención de las armas "sicotrónicas" de los soviéticos, el uso de la parasicología para hundir submarinos nucleares estadounidenses y lo que había hecho con las personas con poderes síquicos la Agencia Nacional de Seguridad, sobre todo en cuanto al problema del desciframiento de códigos secretos.
El libro seguía planteando un supuesto "grupo de tareas síquico" que funcionaba en el subsuelo del Pentágono, bajo un sistema de seguridad casi inviolable, dirigido por un jefe de inteligencia.
Y en la página siguiente, encontré una referencia a un proyecto super secreto de la CIA que involucraba una investigación sobre las posibilidades de la inteligencia en cuanto a percepción extrasensorial
El proyecto, según el libro, se eliminó por completo en 1977 cuando el almirante Stansfield Turner llegó a director de la CIA Por lo menos había sido eliminado oficialmente, decía el autor No había muchos datos sobre el proyecto en sí porque según el autor se sabía muy poco y sólo había un nombre asociado, que él había obtenido de un funcionario renegado de la CIA
Era el nombre del director:
Charles Rossi
Muy ansioso y desorientado, sentí que necesitaba ejercicio. Tenía que aclarar la mente y pensar racionalmente.
Hace un par de años que pertenezco a un club atlético de la calle Boylston. Me conviene porque me queda cerca del trabajo y también de mi casa. Tiene una clientela mezclada, desde abogados y ejecutivos, vendedores y demás hasta verdaderos atletas y desocupados ricos. El establecimiento es realmente bueno. Nunca logré que Molly viniera conmigo. Ella cree que todos tenemos un número de latidos determinado en el corazón y no quiere malgastar los suyos en una máquina Nautilus. Y después dice que es médica…
Me saqué la ropa de trabajo, me puse un par de pantalones cortos, una remera y trabajé con los remos automáticos unos veinte minutos mientras pensaba en lo que había leído en la biblioteca.
Mi conclusión fue que en el sentido más estricto de los términos, no estaba leyendo los pensamientos de otras personas. Lo que hacía era percibir ondas cerebrales de baja frecuencia generadas por una sola parte del cerebro, el centro del habla. Dicho de otro modo, oía palabras y frases cuando ya habían dejado de ser pensamientos abstractos o ideas y se convertían en palabras, tenían una forma en el habla, y estaban listas para ser expresadas en voz alta. Aparentemente, si mi teoría era correcta, cuando se nos ocurren ciertos pensamientos con fuerza o pasión, los prearticulamos, los preparamos para el habla aunque no pensemos pronunciar las palabras. Y en esos momentos, el cerebro envía señales perceptibles… por lo menos para mí.
Ojalá hubiera sabido más sobre el funcionamiento del cerebro. Pero no quería arriesgarme a consultar con un neurólogo: si quería seguir manteniendo mi habilidad en secreto, no podía confiar en nadie.
Todo eso me pasaba por la mente mientras seguía remando, con la remera gris cubierta de sudor. Finalmente cambié de máquina. La que elegí es una especie de instrumento de tortura que requiere que se baje y se suba haciendo fuerza sobre un grupo de pedales, como una escalera, mientras uno queda tomado de una barra, en posición totalmente vertical, y una computadora registra la fuerza del dolor.
En la máquina vecina, otra del mismo tipo, había un caballero de unos cincuenta años con una remera azul y pantalones cortos color blanco. Las gotas de su sudor caían sobre la base de metal del aparato, y le corrían como arroyos detrás de las orejas, la nariz y la frente. Tenía puestos unos anteojos con armazón metálica, todos empañados por el esfuerzo. Yo le había hablado una vez en el club -no recordaba el tema- y me parecía que su nombre era Alan o Alvin o algo así y que era vicepresidente de un Banco de Boston, el Beacon Guaranty Trust, un Banco con bastantes problemas, por cierto. Después de una historia de mal manejo sumada a los problemas económicos del país entero, Beacon se estaba deslizando lentamente hacia los caños. Alan o Alvin, según recordaba, era un hombre que estaba siempre deprimido… ¿y quién podía culparlo?
Ahora trabajaba todo el tiempo en la máquina y ni siquiera notaba mi presencia. Tenía los ojos fijos en un punto vacío, a media distancia, la boca medio abierta, la respiración trabajosa.
No era mi intención (quería estar solo con mis pensamientos), pero no pude evitar oír lo que oí.
¿El tío de Catherine, tal vez?
No. Los de la CSI se le van a tirar encima. Esos malditos se las saben todas.
Es tan ilegal como vender mis propias acciones.
Tiene que haber una forma.
Yo no captaba todo lo que decía. Sus pensamientos venían y después desaparecían, claros primero, indistintos después, como una radio tratando de captar una estación muy distante.
Lo de la CSI y la ilegalidad me llamó la atención. Incliné la cabeza hacia ese cuerpo húmedo, jadeante.
Esas acciones van a llegar al cielo. ¿Por qué mierda no puedo comprar acciones de mi propia compañía? No es justo. Me pregunto si hay alguien más en el directorio que esté pensando en esto. Claro que sí. Seguro que todos tratan de buscarle la vuelta…
El monólogo se hacía más y más interesante y me esforcé por acercármele sin llamar la atención. Perdido en sus pensamientos de avaro y codicioso, Al no parecía consciente de mi existencia.
Veamos… El anuncio se hace mañana, a las dos de la tarde. Todos los analistas financieros y cientos de tenedores de acciones ven que el pobre Beacon Trust va aparar a las manos de la sólida Saxon Bancorp y todos y hasta la abuela van a querer comprar las acciones subvaluadas de Beacon. Vamos a ir de once y medio a cincuenta o sesenta en dos días. ¿ Y yo tengo que quedarme con los brazos cruzados? Tiene que haber una forma. Dios. Tal vez una amiguita rica de Catherine. Tal vez al tío se le ocurra alguien que no tenga nada que ver conmigo… comprar algo de Beacon mañana de mañana a nombre de otro y…
A mí me latía con fuerza el corazón. Había captado lo que sólo puede describirse como información confidencial y la última información disponible. Beacon Trust terminaría en manos de Saxon. El trato se anunciaría al día siguiente. Alan o Alvin era uno de los pocos ejecutivos y abogados de la compañía que lo sabían. Era obvio que las acciones subirían y cualquiera que lo supiera de antemano se volvería rico. Al estaba pensando en una forma de hacerlo para sí mismo sin atraer a los sabuesos de la CSI en su contra.
Yo podía hacerlo. No había forma de rastrear la conexión.
En cuestión de horas compraría acciones de Beacon Trust y esas acciones harían que mi medio millón de dólares perdido pareciera una estupidez.
Nadie podía relacionarme con Beacon Trust. Mi firma no tenía negocios con Beacon (no nos hubiéramos dignado a tenerlos). Y yo trataría de no decirle ni hola a Al: sería mejor si no intercambiábamos ni una sola palabra.
¿Qué podían hacer los de la Comisión de Seguridad e Intercambio? ¿Llevarme a una corte, ponerme frente al jurado y acusarme de tratar de obtener provecho ilegalmente? El presidente de la CSI terminaría encerrado en una habitación de paredes blandas y blancas, con un chaleco de fuerza si presentaba la denuncia.
Me separé de la máquina, todo transpirado. Había hecho más de cuarenta minutos en esa máquina terrible y ni siquiera me había dado cuenta.
Veinte minutos después, oí que giraban dos llaves en los cerrojos de la puerta y la voz de Molly que me llamaba:
– ¿Ben?
– Llegas tarde -dije, fingiendo irritación-. Dime qué es más importante: la vida de un chico o mi cena…
Levanté la vista, nos sonreímos y la vi muy cansada.
– Ey -dije, acercándome para abrazarla-. ¿Qué pasa?
Ella sacudió la cabeza despacio, agotada.