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Yo la interrumpí.

– Dejemos esto por un rato, ¿ eh?

Ella se volvió hacia mí, los ojos abiertos.

¿Dejarlo?

– De acuerdo, Mol -le dije con tranquilidad. Ike y Linda se concentraron en sus ensaladas, incómodos.

– Lo lamento -dijo ella Le tomé la mano por debajo de la mesa.A veces el trabajo la afectaba de esa forma, pero yo sabía que en realidad todavía no se había recuperado de la imagen de la fotografía.

En toda la cena estuvo distante, asintió y sonrió, pero sus pensamientos estaban en otra parte, de eso no había duda Ike y Linda atribuyeron todo eso a la muerte de su padre, lo cual era básicamente cierto.

En el taxi de vuelta a casa discutimos en susurros feroces sobre Truslow y la Corporación y la CIA, todo lo que ella me había hecho prometer que dejaría para siempre.

– Mierda -susurró-, vas a empezar a trabajar con Truslow y ya no vas a querer salir de ese maldito juego.

– Molly -empecé a decir, pero ella no iba a dejar que yo la interrumpiera

– El que se acuesta con niños, amanece meado. Mierda, me prometiste que no ibas a volver a eso.

– No voy a volver, Mol -dije.

Ella se quedó callada un momento.

– Le hablaste de la muerte de papá, ¿no es cierto?

– No, claro que no -Una mentira piadosa, pero no quería contarle nada sobre la supuesta malversación de fondos ni sobre las audiencias del Senado.

– No sé lo que quiere de ti pero, sea lo que sea, tiene que ver con eso, ¿verdad?

– En cierto sentido, sí

El taxi hizo una curva para evitar un pozo, tocó la bocina y tomó el carril de la izquierda.

Los dos nos quedamos callados un momento, y después de un minuto o dos, como si hubiera estado tratando de producir un efecto dramático, habló, casi casualmente, la voz casi alegre, liviana, superficial.

– ¿Sabes que llamé a la oficina del forense del condado de Fairfax?

Me quedé un momento confundido, esperando.

– ¿Fairfax?

– Donde murió papá. Quería una copia de la autopsia. Las leyes del estado dicen que los miembros de la familia tienen derecho a pedirla si quieren.

– ¿Y?

– Sellada.

– ¿Qué?

– Ya no es parte del registro público. Los únicos que pueden verla son el fiscal de distrito y el general del Commonwealth de Virginia.

– ¿Por qué? ¿Porque era de la CIA?

– No, porque alguien involucrado en el caso decidió algo que nosotros ya sabemos. Fue homicidio.

Anduvimos el resto del camino en silencio y por alguna razón, algo tonto, tuvimos otra pelea apenas llegamos y terminamos en la cama, furiosos uno con el otro.

Es gracioso, pero ahora pienso en esa noche con cariño porque fue una de las últimas noches normales que pasamos juntos. Me quedaban apenas dos de esas noches, aunque yo no lo sabía.

8

Esa noche, la última noche normal de mi vida, tuve el sueño. Soñé con París, un sueño tan real como cualquier pesadilla de sonámbulo, un sueño que he tenido que sufrir por lo menos mil veces.

El sueño es así:

Estoy en un negocio de ropa en la calle Faubourg-St. Honoré, un negocio de hombres que es una conejera de habitaciones chiquitas y brillantes, y me perdí, moviéndome despacio, con dificultad, de habitación en habitación, buscando el punto de la cita que he arreglado con mucho trabajo con el agente de campo. Por fin encuentro un vestidor. Es el lugar fijado y ahí, colgando de una percha, está el suéter, un chaleco azul marino que me llevo, como habíamos arreglado, y en el bolsillo encuentro un pedazo de papel con el mensaje en código.

Me paso demasiado tiempo tratando de entender el mensaje y ahora es tarde para la llamada telefónica que tengo que hacer, así que voy de habitación en habitación, frenético, por ese negocio horrendo, buscando un teléfono, pidiéndolo sin encontrarlo, hasta que al final, en la planta baja, encuentro uno. Es un viejísimo y enorme teléfono francés, dos tonos, marrón y tostado, y por alguna razón no funciona, por más que lo intento y lo intento muchas veces y después, gracias a Dios, suena.

Alguien contesta el teléfono: es Laura, mi esposa.

Está llorando, me pide que vuelva a casa, a nuestro departamento en la calle Jacob, algo horrible está pasando allí. Yo me siento sacudido por el miedo y empiezo a correr y en unos segundos (esto es un sueño, después de todo) llego a la calle Jacob, a la entrada del departamento, sabiendo lo que estoy por ver. Esta es la peor parte del sueño: pensar que si no voy a casa, no pasará, y sentir que una horrenda fascinación me arrastra hacia el umbral, hacia la puerta, inexorablemente. Nado en el aire, tengo náuseas.

Hay un hombre que sale del departamento; tiene puesta una camisa cazadora de lanilla gruesa y zapatillas Nike. Un estadounidense, estoy convencido de eso, de unos treinta años. Aunque le veo sólo la espalda, me doy cuenta de que tiene cabello negro indócil y, siempre el mismo detalle, una larga cicatriz roja bajo la quijada, de la oreja al mentón. Es una cicatriz terrible y la veo con toda claridad. Renguea como si algo le doliera mucho.

No detengo al hombre (¿por qué habría de hacerlo?) y en lugar de eso lo dejo marchar, rengueando, y entro en el edificio. Huelo la sangre, cada vez más fuerte a medida que subo las escaleras hacia nuestra casa, y ahora el hedor es insoportable y me parece que voy a vomitar y después estoy en el vestíbulo y veo los tres cuerpos tendidos allí, grotescos, rodeados de sangre, y uno de ellos (no, no puede ser, no es, no) es el de Laura.

Y en ese punto, suelo despertarme.

Pero así no fue como pasó, claro que no. Mi sueño -y es siempre el mismo- ha creado una semiparábola grotesca de la realidad.

Como oficial en París, me encargaron manejar a varios agentes muy protegidos con identidades falsas y muy valiosos, y a una multitud de agentes menores. Ya había tenido un éxito importante en esa ciudad: había logrado descubrir a una red de espías de la inteligencia militar soviética que operaba en una planta de turbinas fuera de la ciudad. Mi cobertura era la de un arquitecto de una compañía estadounidense. El departamento que me habían dado en la calle Jacob era chico pero lleno de sol, en el sexto distrito, para mí, el mejor barrio de París. Era afortunado: la mayoría de los que trabajaban conmigo estaban en covachas en el octavo. Laura y yo acabábamos de casarnos y a ella no le había molestado mudarse a París. Ella era pintora y había pocos lugares más que París donde le gustaba pintar. Era muy chiquita, hermosa, con el cabello», largo y rubio como una onda de oro sobre la cabeza. Estábamos intoxicados de amor.

Habíamos hablado de tener hijos y los dos los queríamos. Lo que yo no sabía era que ella ya estaba embarazada, cosa que me habría encantado. Nunca tuvo oportunidad de decírmelo. Siempre pensé que quería hacerlo a su manera, a su ritmo, cuando hubiera tenido tiempo para digerirlo. Lo único que yo sabía era que estaba sintiéndose mal desde hacía varios días. Algún tipo de virus, había pensado entonces.

Más o menos en ese tiempo, se puso en contacto conmigo un oficial de menor nivel de la kgb, un empleado de oficina de la estación de París, que quería hacer un trato. Tenía información que vender, dijo, información de los archivos de Moscú. A cambio de ella, quería desertar, seguridad financiera, protección, lo de siempre.

Seguí los procedimientos de rutina, hice el primer contacto para que él viera al jefe de la estación de la CIA, James Tobías Thompson. Los oficiales siempre se preocupan cuando se trata de una "cita ciega", es decir un encuentro con un agente desconocido en un lugar que designa ese mismo agente. Puede' ser una trampa.

Pero este agente, que se hacía llamar Víctor, aceptó encontrarse con nosotros en nuestros términos, lo cual era alentador. Yo arreglé una cita, riesgosa pero vital. Tres llamadas rápidas de un teléfono de un departamento en el sexto distrito nos darían el lugar y el momento. Después, habría un encuentro "casual" en un negocio de ropa, un negocio caro en la calle Faubourg St. Honoré, pero a diferencia de lo que pasaba en mi sueño, en la realidad todo eso salió muy bien. Se dejó colgando un suéter azul marino en una percha en el vestidor, como si lo hubiera abandonado un cliente olvidadizo, y en el bolsillo dejé el pedazo de un sobre con el mensaje cifrado donde se indicaba hora y lugar.

Al día siguiente fuimos a uno de los refugios de la Agencia, un departamentito en el catorce. Yo sabía que los desertores que buscan ellos mismos los contactos muchas veces no aportan nada de importancia, pero debía prestárseles atención: muchos de los grandes desertores de la historia de la inteligencia fueron de ese tipo.

"Víctor" usaba una peluca rubia: la piel color oliva era la de un hombre con cabellos negros, y el truco era obvio. Más abajo de la mandíbula estaba la cicatriz rojiza, impresionante.

Parecía un artículo genuino, por lo menos a primera vista. Me prometió que si se arreglaban las cosas, me haría una revelación importante, algo que podía hacer temblar la tierra. Dijo que era un documento que había encontrado en los archivos de la kgb. Mencionó un criptónimo: urraca.

Cuando más tarde le informé a mi amigo y jefe, Toby Thompson, los detalles lo intrigaron. Aparentemente el caso tenía algo de cierto:

Así que yo arreglé un segundo encuentro.

Desde entonces, lo revisé mil veces en la mente: Victor se había puesto en contacto conmigo, es decir que ya conocía mi disfraz, sabía quién era yo. Y todos los refugios estratégicamente ubicados estaban usándose para información y todo eso. Así que, con la aprobación de Toby y su aliento, arreglé el encuentro entre Victor, Toby y yo en mi casa de la calle Jacob.

Laura, a pesar de sus esporádicos ataques de náuseas, estaba fuera de la ciudad, por lo menos eso era lo que yo creía La noche anterior había ido a visitar amigos en Giverny, a explorar los jardines de Monet. No volvería en los dos días siguientes así que el departamento estaba disponible.

No debería haberme arriesgado, pero ahora es fácil decirlo No parecía peligroso.

El encuentro sería a mediodía, pero me detuvieron en el trabajo con una llamada transatlántica a Langley en una linea segura. Hablé con el director de operaciones, Emory St Clair. Por eso, llegué veinte minutos tarde. Esperaba que Toby y Víctor ya estuvieran en el departamento.

Me acuerdo de haber visto a un hombre de cabello oscuro que salía con toda decisión del edificio. Tenía puesta una camisa cazadora, y yo lo descarté como vecino o visitante Subí las escaleras y me pareció que había un olor muy sospechoso en las paredes. Se hacía más y más fuerte a medida que me acercaba al tercer piso: sangre. Se me empezó a acelerar el corazón.

18
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