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Cuando llegué al rellano del tercer piso, me encontré frente a una escena de horror imborrable. Enredados y esparcidos en el suelo, en lagunas de sangre fresca, dos cuerpos el de Toby y el de Laura.

Debo de haber gritado, pero no estoy seguro. Todo me pareció detenido, estroboscópico. De pronto, estaba arrodillado junto a Laura, acunando su cabeza querida. No podía creerlo. Ella no tenía que haber estado en casa, no era ella, era un error.

Laura tenía un disparo en el pecho, en el corazón, y la mancha de sangre se extendía, tomando casi todo su camisón blanco. Estaba muerta. Me volví y vi que Toby tenía un disparo en el estómago, lo vi cambiar de lugar en el lago de sangre, lo oí dejar escapar un gruñido.

No me acuerdo de nada mas. Apareció alguien, creo. Probablemente llamó a otra persona. No tiene sentido para mí, nada lo tiene. Yo había perdido completamente la cabeza. Tuvieron que separarme a la fuerza de mi pobre Laura: estaba convencido de poder revivirla si lo intentaba lo suficiente.

Toby Thompson sobrevivió, aunque no sé cómo. Su columna vertebral estaba partida en dos y quedaría paralizado de por vida.

Laura había muerto.

Más tarde, se explicaron algunas cosas.

Laura había vuelto esa mañana porque se sentía mal. Me había llamado al trabajo para avisarme, pero por alguna razón incomprensible yo no recibí el mensaje. Más tarde, la autopsia reveló que ella estaba embarazada. Toby había aparecido en mi departamento unos minutos antes del mediodía, armado por si acaso. Encontró la puerta entreabierta, al hombre de la kgb adentro, con Laura como rehén a punta de revólver."Víctor" le había apuntado y disparado, luego se había dado vuelta y matado a Laura. Toby había contestado los disparos pero el dolor lo venció antes de que pudiera terminar con el enemigo.

Lo sucedido, al parecer, era una venganza soviética dirigida en mi contra ¿Pero por qué? ¿Por acabar con una red de espías en la fábrica de turbinas? ¿O por cualquiera de los incidentes de Alemania Oriental en los que herí, muchas veces maté, a agentes de Alemania y de Rusia? "Víctor" me había preparado una trampa para matarme. Pero en lugar de eso, la que había recibido el disparo era Laura. Laura, que ni siquiera tenía que estar allí, y yo, detenido por un destino absurdo, estaba vivo. Lo había arruinado todo y estaba vivo, mientras Toby Thompson quedaba condenado a una silla de ruedas para el resto de su vida y Laura moría, joven y embarazada.

En cuanto al moreno de camisa a cuadros al que vi salir del edificio, ¿quién podía ser sino "Víctor", sin la peluca rubia?

Más tarde se decidió que aunque yo no había tenido la culpa, me había desempeñado mal -torpeza en el procedimiento, sobre todo, y yo no podía decir nada al respecto aunque Toby me dijo que siguiera adelante-, y en cierto sentido, se dijo que yo era el culpable del asesinato de Laura y de la parálisis de mi jefe.

Mi carrera no tenía por qué terminar para siempre, podría haber apelado a otro juicio administrativo. Con el tiempo, hubiera dejado todo eso atrás.

Pero no podía tolerarlo. Me di cuenta de que era como si yo mismo hubiera apretado el gatillo.

La investigación siguió durante un tiempo. Interrogaron durante horas, con pruebas poligráficas, a todos los involucrados, incluso a los que apenas estaban involucrados en los hechos, desde secretarios hasta empleados de la división de códigos hasta Ed Moore, jefe de la División Europea de la Dirección de Operaciones La investigación dominó mi vida en un período en el que yo me había quedado sin recursos y sin fuerzas.

Mi esposa y mi futuro hijo habían muerto, asesinados La vida no tenía sentido.

Pasaron semanas de purgatorio. Me pusieron en un hotel a unos kilómetros de Langley. Tenía que ir al "trabajo" todas las mañanas una habitación blanca sin ventanas en el segundo piso, donde el interrogador (cada pocos días cambiaban) me sonreía cordialmente, me daba un apretón de manos ritual, me ofrecía una taza de café, una jarra de crema sintética paraacompañarlo y un palito de plástico para revolverlo.

Después, sacaba la transcripción del interrogatorio del día anterior. Aparentemente se trataba de dos tipos tratando de entender a fondo qué había salido mal en París.

En realidad, el interrogador estaba tratando con todas sus fuerzas de hacerme caer en la más mínima de las contradicciones, de encontrar aunque fuera la grieta más estrecha en mi compostura, la inconsistencia más leve, de cansarme, de quebrarme.

Después de siete semanas -los costos de la operación en horas de servicio deben de haber sido extraordinarios-, se cerró la investigación. Sin conclusiones.

Me llamaron a la oficina de Harrison Sinclair. Todavía era el número tres de la Agencia, director de operaciones. Aunque sólo habíamos hablado unas cuantas veces, actuaba como si fuéramos viejos amigos. No digo que no fuera sincero; seguramente estaba haciendo todo lo que podía para que me sintiera cómodo. Hal era afectuoso, y en eso siempre fue genuino. Me rodeó con un brazo, me llevó así hasta una silla de cuero y se sentó en un puf a mi lado. Se inclinó hacia mí confidencialmente, como si estuviera por informarse sobre una operación top secret y me contó un chiste sobre un viejo y una vieja en un ascensor de una comunidad de jubilados en Miami. Lo único que me acuerdo es el final: "¿En fin, es soltera?".

Aunque yo sentía que en los últimos dos meses había bajado al infierno y llenado mis entrañas y mi mente de profundas cicatrices, descubrí que me estaba riendo, que sentía cierto alivio en la tensión, aunque fuera por un momento. Hablamos un poco de Molly. Estaba viviendo en Boston después de dos años con el Cuerpo de Paz en Nigeria. Había terminado su relación con el colega de la universidad, el zoquete, como ella lo llamaba.

Sinclair me dijo que quería que la llamara cuando sintiera que tenía ganas de ver gente. Le respondí que lo haría.

Me dijo que Ed Moore, el jefe de la División Europea, había decidido que yo tenía que dejar la CIA, que mi carrera siempre estaría cuestionada. Que aunque no había duda de que era inocente, siempre habría sospechas. Lo mejor para mí era marcharme. Dijo que Moore había sido claro al respecto.

Yo no pensaba discutir. Lo único que quería era encogerme en un rincón, hacerme una pelota, cerrarme y dormir durante días y días, y después despertarme y descubrir que todo había sido un mal sueño.

– Ed cree que usted debería estudiar abogacía -dijo Hal.

Yo escuché, pasivo. ¿Qué interés podía tener yo en la ley? La respuesta a esa importante pregunta, como descubrí después, era que no mucho, pero ¿qué importancia tenía esa respuesta? Se puede ser bueno en algo que no produce placer.

Yo quería hablarle a Hal de lo que había pasado, pero él no estaba interesado. Tenía el cartón lleno, pensaba que era mejor mantener la neutralidad, no quería volver sobre el pasado.

– Será usted un gran abogado -dijo.

Me contó un chiste muy sucio, muy bueno, sobre abogados.

Los dos nos reímos. Ese día salí del cuartel general de la CIA convencido de que lo hacía por última vez.

Pero me pasaría el resto de mi vida perseguido por el fantasma de la pesadilla de París.

9

La casa de fin de semana de Alex Truslow en New Hampshire estaba a menos de una hora de auto de Boston. Molly consiguió hacerse tiempo para venir, lo cual era un milagro. Creo que quería asegurarse de que Truslow era un buen tipo, de que yo no estaba cometiendo un error colosal al aceptar el trabajo para la Corporación.

La casa, una belleza antigua, colgada sobre un acantilado bajo que dominaba su propio lago, era mucho más grande de lo que yo esperaba. Era blanca, con persianas negras, elegante y familiar al mismo tiempo. Tal vez había nacido como granja humilde hacía ya cien años y, al parecer, se había expandido lentamente, hasta convertirse en una larga serpentina no demasiado agradable que flotaba sobre la cresta ondulante de la colina. Tenía algunos rincones en los que se le había descascarado la pintura.

Truslow estaba afuera, ocupándose del fuego, cuando llegamos. Estaba vestido de entrecasa una camisa de lana a cuadros, pantalones de corderoy color verde musgo, medias blancas, y mocasines Besó a Molly en la mejilla, me dio una palmada en la espalda y nos sirvió martinis con vodka. Por primera vez entendí conscientemente lo que siempre me había intrigado de Alexander Truslow. En algunas formas -la curva lúgubre de las cejas, la honestidad empecinada- me recordaba a mi propio padre, que había muerto de un ataque cuando yo tenia diecisiete años, el verano anterior a mi partida a la preparatoria.

Su esposa, Margaret, una mujer flaca y morena de unos sesenta años, salió de la casa mientras la puerta mosquitero sonaba detrás de ella.

– Lamento lo de su padre -le dijo a Molly- Lo extrañamos mucho Tanta gente lo extraña.

Molly sonrió y le agradeció.

– Este lugar es hermoso -dijo.

– ¿Si? -preguntó Margaret Truslow, acercándose a su esposo y tocándolo cariñosamente en la mejilla con el dorso de la mano- Yo lo odio. Desde que Alex se retiró de la CIA me hace pasar aquí casi todos los fines de semana y todos los veranos Lo aguanto porque no tengo mas remedio -La expresión, levemente divertida e irritada, era la que se usa con un chico amado pero travieso.

– Margaret prefiere Louisbourg Square -dijo Truslow Hablaba de un lugar muy exclusivo y pequeño sobre Beacon Hill, donde tenía una casa.

– Ustedes viven en la ciudad, ¿,verdad?

– Back Bay -dijo Molly- Si vio alguna vez unos carteles de Hombres Trabajando y pilas de materiales de construcción por ahí, seguramente eran nuestros.

Truslow rió.

– Reformas, ¿ eh?

Apenas si Molly pudo empezar a decir algo, cuando dos chicos salieron de la casa, una nenita de tres años, perseguida por un chico un poco mayor.

– ¡ Elias! -llamó la señora Truslow.

– Basta -interrumpió Alex, tomando a la nena entre sus brazos -Elias, no atormentes a tu hermana Zoé, ven a conocer a Ben y a Molly.

La nenita nos miró, preocupada, la cara manchada de lágrimas Después, hundió la cabeza en el pecho de Truslow.

– Es tímida -explicó Truslow- Elias, dale la mano a Ben Ellison y a Molly Sinclair -El chico, rubio y gordinflón, extendió una manito gorda a cada uno y después salió corriendo.

– Mi hija… -empezó a decir Margaret Truslow.

– Mi hija, que parece estar siempre en la ruina, -interrumpió Truslow- y su marido, todo un adicto al trabajo, están en un concierto sinfónico Es decir que los pobres chicos tienen que cenar con sus abuelitos, que son la mar de aburridos ¿ No es cierto, Zoé? -Le hizo cosquillas con una mano mientras la sostenía con la otra Ella rió, como si no quisiera hacerlo, y después siguió llorando.

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