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Pero era él.

Y entonces pulsó el botón y su vida entera saltó por los aires.

John tenía que estar muerto. Era imposible que hubiera escapado tan rápido. Rowan sintió la fuerza de la explosión a casi medio kilómetro.

Lo primero que experimentó fue culpa, y después una profunda tristeza, una tristeza física que empezó como un dolor en el pecho y luego se difundió y le provocó un gran cansancio. El cuerpo le pesaba y el corazón apenas le latía.

No le había dicho a John que lo amaba.

Y él se había ido a la tumba sin saber lo importante que había llegado a ser para ella en tan breve tiempo. Y ella no había querido decir adiós, ahora que él era una parte indisoluble de su vida. De su alma.

Bobby le había robado a John. Su futuro, por incierto que fuera, había sido destrozado sin vacilar por aquella única persona que sabía destruir sin piedad.

Tuvo que reprimir un sollozo repentino, y el dolor le hizo temblar y sintió el corazón que latía dolorosamente en su pecho. ¿Para qué vivir ahora? ¿Para recordar a todos los que Bobby había matado? ¿A su madre? ¿A sus hermanas? ¿A Michael y Tess?

A John.

Te amo, Rowan.

De su garganta escapó otro sollozo, que se convirtió en gemido. Tenía la mejilla apoyada en el duro suelo. Estuvo escuchando, esperando que Bobby viniera a matarla. Ya no le quedaba nada por que vivir. Pero lo único que oía era el ruido apagado y monótono de las olas rompiendo en la playa, allá abajo.

Las olas. El mar. Aquel ritmo familiar la calmaba. Estaban en la costa. Respiró hondo, ignorando el dolor agudo en el pecho. La casa olía a humedad y a rancio. A cerrado. A aromas artificiales de desinfectante en una casa nunca usada.

A medida que el efecto del sedante fue menguando, los párpados le pesaron menos y consiguió abrir los ojos. Estaba completamente oscuro, y no veía nada. Pero tuvo la impresión de que se encontraba en una habitación grande de techo alto. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibió ligeros cambios en los matices del negro. Unas cortinas que tapaban una ventana. Era la dirección del océano.

Una casa nunca habitada. ¿La casa de al lado? ¿Era posible que Bobby hubiera ocupado todo ese tiempo la casa vacía del vecino? La inmobiliaria la ventilaba una vez a la semana pero, aparte de eso, nunca venía nadie.

Si hubiera estado en la casa contigua, se habría enterado de los cambios de turno de los agentes del FBI. Habría visto a Michael. A John. Habría reconocido a todos los que la visitaban. Sabría cómo llegar a Tess.

La había estado vigilando.

Había visto cómo le afectaba cada uno de sus golpes. Bobby se había entretenido con su juego, usándola. Era lo que le gustaba. El control y el poder. ¿Cuánto había durado? ¿Habría conocido su cabaña de Colorado? ¿La habría seguido hasta Malibú? ¿Habría ido al estudio para ver cómo trabajaba?

¿Habría entrado en su casa y revisado su ropa? ¿Su ordenador? ¿Sus papeles? ¿Cuán cerca había estado sin que ella lo supiera? Había entrado en su casa para robar una edición de prueba de su libro. ¿Cuándo? ¿Mientras dormía? ¿Mientras trabajaba? ¿Mientras salía a correr por la playa?

El vacío de su alma se fue llenando lentamente de una ira negra que se derramaba, caliente, hasta que Rowan sintió que le devolvía el calor al cuerpo. Bobby había tenido el control todo ese tiempo. Ella no había sido más que un peón, respondiendo a sus jugadas en el tablero de ajedrez que él había creado. Bobby había ganado en todas y cada una de sus jugadas, excepto con aquella valiente prostituta en Dallas. Ahora venía el último giro de tuerca.

Ella lo detendría.

Tenía que encontrar una manera de llevarlo a su terreno. Bobby no la mataría enseguida. Si fuera ésa su intención, ya lo habría hecho. La habría matado de un disparo en la espalda en lugar de adormecerla. Gracias a eso, gracias a que Bobby tenía esa inclinación a jugar con su mente, tenía una posibilidad.

Sobrevivir ya no significaba nada para ella. Pero su muerte tendría algún sentido si conseguía arrastrarlo consigo al infierno.

Oyó pasos en un suelo de madera. Escaleras. Era él que subía a verla. Tap. Tap. Tap. Tap. Más cerca, más pesado. Pausa. Oyó algo que rascaba. Estaba a sus espaldas. Un cerrojo se abrió y ella intentó girarse para verlo, pero no pudo. Los goznes crujieron cuando abrió la puerta.

El corazón le latía tan estruendosamente que ahogaba sus pensamientos. Empezó a sudar a pesar del aire acondicionado a todo meter.

Las luces se encendieron y ella cerró los ojos con fuerza, pero la súbita luminosidad le provocó un dolor que le sacudió la cabeza por dentro.

– Hola, Lily, sé que estás despierta.

Oyó a su hermano cruzar la habitación hacia ella. Bobby la cogió del pelo y le dio un fuerte tirón. Ella intentó abrir los ojos, pero la luz la cegaba.

Él rió, y le soltó la cabeza. La desató, tirando con fuerza de la cuerda mientras lo hacía, pero ella se negó a llorar. No le daría la satisfacción de romperla. Cuando tuvo las extremidades libres, la sangre le fluyó a las manos y los pies con una rapidez dolorosa. Intentó levantarse, pero no lo consiguió y se derrumbó sobre el suelo con la respiración entrecortada.

– Ya te dejaré reponerte, Lily. No sería tan divertido matarte ahora cuando ni siquiera tienes una oportunidad. -La voz le había envejecido, pero conservaba ese tono provocador de su adolescencia.

– Yo… te… mataré. -Con la respiración entrecortada, Rowan masculló una maldición.

Él volvió a reír.

– Está bien que tengas una esperanza. Disfrútala mientras todavía te queda algo. Yo… tengo que preparar algunas cosas para ti ahí abajo. Así que relájate mientras puedas.

Lo oyó cruzar la habitación, cerrar la puerta y correr el cerrojo, Bobby dejó la luz encendida y ella abrió lentamente los ojos. Estaba en medio de una habitación grande. Aunque todavía tenía la visión borrosa, distinguió los pies de una cama y un cubrecama de color celeste, a unos tres metros.

Poco a poco consiguió ponerse a cuatro patas, sin hacer caso del dolor en el pecho ni de las pulsaciones del hombro, ahí donde le había dado el dardo, ni del cosquilleo doloroso de pies y manos. Conservó esa posición bastante rato, hasta que pasaron las náuseas y consiguió sentarse.

La visión se le aclaró y tuvo la impresión de que había alguien tendido en la cama. ¿Quién sería? Los propietarios de la casa sólo venían al final del verano y en otoño. Se habrían dado cuenta si alguien de la inmobiliaria no hubiera vuelto.

Se incorporó, ignorando la sensación de mareo, un efecto secundario del sedante.

– ¿Hola? -preguntó, con un graznido de voz, y carraspeó.

Echó una mirada. Tendida sobre la cama había una mujer de unos cincuenta años. Los ojos vacíos miraban directamente a Rowan, atrapados en el terror. Unas moscas pequeñas volaban en torno a su cabeza. Tenía un único orificio de bala en la frente.

La almohada estaba manchada de un color rojo oscuro. Sangre seca. Aquella mujer estaba despierta cuando la mataron. Adivinaba su destino, y sus ojos reflejaban aquel terror. Cuando Rowan desvió la mirada, ya sabía quién era la mujer. Ella y John habían visto su foto en las noticias mientras pernoctaban en la casa de seguridad en Cambria. La mujer venía del hospital después de visitar a su primera nieta, recién nacida en algún lugar de Arizona, cuando desapareció. Rowan no había pensado en ello en aquel momento, pero como cualquier agente avezado del FBI, tomó nota mental de la foto.

Arizona, en el camino de Texas a California.

Gritó con todas sus fuerzas.

Al otro lado de la puerta, Bobby se echó a reír.


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