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Milt utilizó su pase de seguridad para abrir una puerta en un extremo del patio. Él y Roger tuvieron que firmar ante un guardia y luego siguieron por un pasillo ancho y blanco; cruzaron otras dos puertas de seguridad hasta llegar a la entrada de la habitación de Robert MacIntosh.

– ¿Estás seguro de que no confías en mí para esto?

– Confío en ti, Milt, pero tengo que verlo en persona.

Milt asintió con la cabeza y luego abrió la puerta con una llave.

Robert MacIntosh estaba sentado en una silla frente a una ventana con barrotes que daba al patio que acababan de cruzar. Estaba casi oscuro, pero por la mirada vacía de sus ojos azules, Roger pensó que MacIntosh no lo sabía o no le importaba. Acercó una silla, la puso frente a él y lo miró, deseando ver algo, cualquier cosa menos la expresión vacía que recordaba.

Roger creía que la mayoría de las personas no estaban desequilibradas cuando cometían crímenes odiosos. Según todos los documentos públicos, Robert MacIntosh había estado en sus cabales veintitrés años antes. ¿Qué lo había quebrado? ¿Qué había cortado el fino hilo de la cordura? ¿Acaso estaba desequilibrado cuando mató a su mujer, o su brutal asesinato le vació la mente para encontrarse con su alma muerta?

No era justo. Había querido que el peso de la ley cayera sobre ese cabrón más que sobre cualquier otro asesino que había conocido en sus treinta y cinco años en el FBI. Y MacIntosh no había pronunciado ni una palabra desde el día en que lo encontraron sentado junto al cuerpo desmembrado de su mujer muerta, embadurnado con la sangre que manchaba la cocina donde ella murió.

– Cabrón -susurró.

Milt, el médico, carraspeó.

Roger buscó los ojos ciegos de Robert MacIntosh, y no encontró nada humano, nada que estuviera vivo en sus profundidades. Aquel caparazón vacío de ser humano vivía del erario público a un coste de más de cien mil dólares al año. Tendrían que haberlo ajusticiado en la escena del crimen cuando el primer agente de policía llegó a la casa de los horrores de Boston.

Roger se incorporó.

– ¿Ha venido a verlo alguien recientemente?

– La verdad es que sí -dijo Milt, y parpadeó.

– Tengo que ver los registros de seguridad.

Una hora más tarde, Roger salía con copias de los registros de visitas desde el 10 de mayo hasta el 23 de septiembre del último año, y con la promesa de que Milt pediría los vídeos de seguridad correspondientes a aquellos días y los enviaría inmediatamente a la sede del FBI.

En veintitrés años nadie había visitado a Robert MacIntosh, hasta el año pasado, cuando Bob Smith vino a verlo dos veces.

¿Quién diablos era Bob Smith?


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