– Oh.
– Bien, Tigre, tenemos que volver al trabajo. Me ha gustado hablar contigo.
– Oye, papá.
– Eh… enterado, Scott…
– Os veo a los tres en la gran televisión de aquí. ¿Quién conduce el módulo de mando?
– Ah… Buena pregunta, ¿eh, Tom? Durante los dos próximos días, Scott, creo que Isaac Newton se encargará de conducir.
La NASA había pensado que la transmisión en vivo de las familias hablando con los astronautas sería una brillante idea publicitaria. No se volvió a repetir en el siguiente vuelo.
– El ilustre sepulcro de Su Excelsa Majestad Sha Jahan, el Rey Valiente, cuya morada está en el estrellado firmamento. Abandonó este mundo transitorio para viajar al Mundo de la Eternidad en la noche veintiocho del mes de Rahab, en el año 1706 de la Hégira.
Maggie Brown cerró la guía y ambos volvieron la espalda a la prominencia blanca del Taj Mahal. Ninguno de ellos se encontraban con ánimos para valorar la bella arquitectura ni las piedras preciosas incrustadas en el mármol impecable. Afuera esperaban los mendigos. Baedecker y la muchacha cruzaron el pavimento ajedrezado para apoyarse en la baranda y mirar el río. Un chubasco había ahuyentado a todos los turistas, salvo a los más empecinados. El aire era fresco, como durante toda la visita de Baedecker. El sol se ocultaba en el oeste detrás de estratocúmulos negros como magulladuras, pero una luz grisácea impregnaba la escena. El río era ancho y poco profundo, y se desplazaba con la cautivante serenidad de todos los ríos de todas partes.
– Maggie, ¿por qué has seguido a Scott hasta la India?
Maggie miró a Baedecker, alzó ligeramente los hombros, se caló un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja. Entornó los ojos como si buscara algo en la otra margen del río.
– No estoy segura. Hacía sólo cinco meses que nos conocíamos cuando él decidió dejar los estudios y venir aquí. Me gustaba Scott… todavía me gusta, pero a veces parece tan inmaduro. Otras veces es como un viejo que se ha olvidado de reír.
– Pero lo has seguido quince mil kilómetros.
Maggie se encogió de hombros.
– El perseguía algo. Los dos nos lo tomábamos en serio…
– ¿Lugares de poder?
– Algo parecido. Sólo que Scott pensaba que si no lo encontraba pronto, no lo encontraría nunca. Dijo que no quería desperdiciar su vida como…
– ¿Como su padre?
– Como tanta gente. Cuando me escribió decidí venir a echar un vistazo. Sólo que para mí es tiempo libre. Pienso terminar mi tesis el año próximo.
– ¿Crees que él lo ha encontrado? -preguntó Baedecker con un hilo de voz.
Maggie Brown irguió la cabeza e inhaló profundamente.
– No creo que haya encontrado nada. Creo que sólo intenta demostrar que puede ser un puñetero gilipollas, con perdón, señor Baedecker.
Baedecker sonrió.
– Maggie, cumpliré cincuenta y tres años en noviembre. Peso diez kilos más que cuando me ganaba la vida como piloto. Mi trabajo apesta. Mi oficina tiene ese mobiliario claro que se usaba en los años 50. Mi esposa se ha divorciado de mí después de veintiocho años de matrimonio y vive con un contable que se tiñe el pelo y se dedica a criar chinchillas. Me pasé dos años tratando de escribir un libro hasta que comprendí que no tenía nada que decir. He pasado casi una semana con una bella muchacha que no usa sostén y ni siquiera he intentado conquistarla. Ahora bien, si quieres decirme que mi hijo, mi único vástago, es un gilipollas, hazlo.
La risa de Maggie resonó en el alto edificio. Una pareja de ancianos ingleses los fulminó con la mirada, como si rieran en una iglesia.
– De acuerdo -dijo Maggie-. Por eso estoy aquí. ¿A qué has venido tú?
Baedecker pestañeó.
– Soy su padre. -Los ojos verdes de Maggie Brown no parpadearon-. Tienes razón, eso no basta. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó la medalla de San Cristóbal.
– Mi padre me dio esto cuando ingresé en el Cuerpo de Marines -añadió-. Mi padre y yo no teníamos mucho en común.
– ¿Era católico?
Baedecker rió.
– No, no era católico, era reformista holandés. Pero su abuelo había sido católico. Esto viene de tiempo atrás. -Baedecker le habló del viaje de la medalla a la Luna.
– Cielos -dijo Maggie-. Y San Cristóbal ya ni siquiera es santo, ¿verdad?
– No.
– Eso no importa, ¿verdad?
– No.
Maggie miró hacia el río. La luz se desvanecía. Las lámparas y fogatas relucían a lo largo de una hilera de árboles. Un humo dulzón impregnaba el aire.
– ¿Sabes cuál es el libro más triste que he leído? -preguntó Maggie.
– No. ¿Cuál es el libro más triste que has leído?
– Los niños del verano . ¿Lo has leído?
– No. Pero recuerdo cuando se publicó. Era un libro de deportes, ¿verdad?
– Sí. El escritor, Roger Khan, buscó a muchos de los tíos que jugaban para los Brooklyn Dodgers en 1952 y 1953.
– Recuerdo esas temporadas -dijo Baedecker-. Duke Snider, Campanella, Billy Cox. ¿Qué tiene de triste? No ganaron la serie, pero tuvieron grandes temporadas.
– Sí, pero eso es todo -dijo Maggie, sorprendiendo a Baedecker con la intensidad de su voz-. Años después, cuando Khan buscó a esos jugadores, ésa seguía siendo su mejor temporada. Es decir, había sido la mejor época de su vida, y la mayoría de ellos se negaba a creerlo. Eran sólo vejetes que firmaban autógrafos y esperaban la muerte, y aún fingían que todavía les esperaba lo mejor.
Baedecker no rió. Asintió. Maggie hojeó la guía con embarazo. Tras un silencio añadió:
– Oye, aquí hay algo interesante.
– ¿Qué dice?
– Dice que el Taj Mahal fue sólo una prueba. El viejo Sha Jahan planeaba construir una tumba aún más grande para sí mismo en la orilla de enfrente. Iba a ser totalmente negra y estaría conectada con el Taj mediante un grácil puente.
– ¿Qué sucedió?
– Hmmm… evidentemente, cuando Sha Jahan murió, su hijo Aurangzeb puso el ataúd del padre junto a Mumtaz Mahal y gastó el dinero en otras cosas.
Ambos movieron la cabeza. Al irse oyeron la vibrante voz del almuecín que convocaba a los musulmanes para la oración. Baedecker se volvió antes de cruzar la puerta principal, pero no miraba el Taj ni su pálida imagen en el estanque. Miraba una alta tumba color ébano con un raudo puente que la conectaba con la otra margen del río.
La luna colgaba encima de los banianos contra el pálido cielo de la madrugada. Baedecker estaba frente al hotel, las manos en los bolsillos, mirando cómo la calle se llenaba de gente y vehículos. Cuando al fin vio que se acercaba Scott, tuvo que mirar de nuevo para asegurarse de que era él. La túnica anaranjada y las sandalias congeniaban con la imagen barbuda de pelo largo, pero ninguno de esos elementos constituía una referencia para Baedecker. Notó que la barba del muchacho, un triste fracaso dos años antes, ahora era poblada y con estrías rojas. Scott se detuvo a unos metros. Los dos se miraron un largo instante y empezaban a sentirse incómodos cuando Scott, haciendo relucir sus blancos dientes, tendió la mano.
– Hola, papá.
– Scott. -El apretón fue firme pero insatisfactorio para Baedecker. Sintió una repentina sensación de pérdida superpuesta con el recuerdo de un niño de siete años, camiseta azul y corte al cepillo, saliendo de la casa a la carrera para arrojarse en brazos del padre.
– ¿Cómo estás, papá?
– Bien, muy bien. ¿Cómo estás tú? Parece que has perdido peso.
– Sólo grasa. Nunca me he sentido mejor. Física y espiritualmente.
Baedecker calló.
– ¿Cómo está mamá? -preguntó Scott.
– Hace meses que no la veo, pero la llamé antes de irme y estaba muy bien. Me pidió que te abrazara en su nombre. También que te rompiera el brazo si no prometías escribir con mayor frecuencia.
El joven se encogió de hombros y movió la mano derecha con el mismo gesto que había hecho después de sus fallos en la Pequeña Liga. Impulsivamente, Baedecker tendió la mano y cogió el brazo del hijo. Era flaco pero fuerte bajo la delgada túnica.
– Vamos, Scott. ¿Qué dices si vamos a desayunar a alguna parte y charlamos en serio?
– No tengo mucho tiempo, papá. El Maestro empieza su primera sesión a las ocho y debo estar allí. Me temo que no dispondré de tiempo libre en los próximos días. Nuestro grupo está pasando por una etapa muy delicada. Es muy fácil romper la conciencia vital. Retrocedería un par de meses en mi progreso.
Baedecker contuvo la primera respuesta que se le ocurrió. Cabeceó envaradamente.
– Bien, aun así hay tiempo para un café, ¿verdad?
– Claro -respondió Scott con un titubeo.
– ¿Adonde vamos? ¿La cafetería del hotel? Parece ser el único sitio alrededor.
– De acuerdo -dijo Scott con una sonrisa condescendiente-. Claro.
La cafetería era una estructura abierta y sombreada junto a los jardines y la piscina. Baedecker pidió bollos y café y vio por el rabillo del ojo a una mujer sudra intocable podando el césped con una guadaña. Los intocables seguían siendo intocables en la India moderna, aunque ya no los llamaran así. Una familia india estaba bañándose en la piscina. El padre y el hijo pequeño eran obesos. Una y otra vez saltaron de pie desde el trampolín, arrojando agua sobre el borde. La madre y las hijas reían ruidosamente desde la mesa.
Los ojos de Scott parecían más profundos e incluso más graves de lo que recordaba Baedecker. Scott siempre había sido solemne, incluso en su infancia. Ahora parecía cansado y su respiración era entrecortada y asmática.
Llegó el desayuno.
– Vaya -dijo Baedecker-. No me ha gustado demasiado la comida india que he probado durante el viaje, pero este café estaba delicioso.
– Muchísimo karma -dijo Scott. Miró dubitativamente la taza y los bollos-. Ni siquiera sabes quién ha preparado esto. Quién lo ha tocado. Quizás ha sido alguien con un pésimo karma.
Baedecker sorbió el café.
– ¿Dónde estás viviendo, Scott?
– Casi siempre en el ashram, o en la granja del Maestro. En las semanas de soledad me alojo en un pequeño hotel indio a varias calles de aquí. Las ventanas no tienen cristales y el lecho es de soga, pero es barato. Y mi entorno físico ya no significa nada para mí.
Baedecker lo miró de hito en hito.
– ¿No? Si es tan barato, ¿dónde ha ido a parar todo el dinero? Tu madre y yo te enviamos casi cuatro mil dólares desde que decidiste venir aquí en enero.