Литмир - Электронная Библиотека

SEGUNDA PARTE – GLEN OAK

Cuarenta y dos años después de haberse mudado, treinta años después de su última visita, dieciséis años después de su semana de fama como caminante lunar, a Richard Baedecker le invitaron a su pueblo natal. Sería huésped de honor durante el desfile de Old Settlers. El 8 de agosto se declararía el Día de Richard M. Baedecker en Glen Oak, Illinois.

La inicial del segundo nombre de Baedecker no era M, pues su segundo nombre era Edgar. Además, no consideraba esa pequeña localidad de Illinois como su pueblo natal. Cuando pensaba en el hogar de su infancia, lo que no era frecuente, recordaba el pequeño apartamento de la calle Kildare de Chicago, donde su familia había vivido antes y después de la guerra. Baedecker había vivido en Glen Oak menos de tres años, desde fines de 1942 hasta mayo de 1945. La familia de su madre había tenido tierras durante muchos años, y cuando el padre de Baedecker regresó al Cuerpo de Marines para actuar como instructor en Camp Pendleton, Richard Baedecker y sus dos hermanas se hallaron inexplicablemente arrancados del cómodo apartamento de Chicago para vivir en una decrépita casa de Glen Oak. Entonces Baedecker tenía siete años. Los recuerdos de esa época eran tan brumosos y ajenos como la búsqueda de desechos metálicos y papeles que había ocupado sus fines de semana y sus veranos en ese interludio. Aunque sus padres estaban sepultados en el linde de Glen Oak, hacía mucho que no pensaba en el pueblo ni lo visitaba.

Baedecker recibió la invitación a fines de mayo, poco antes de iniciar un viaje de negocios de un mes que lo llevaría a tres continentes. Archivó la carta y la habría olvidado si no se la hubiera mencionado a Cole Prescott, vicepresidente de la empresa aeroespacial para la que trabajaba.

– Demonios, Dick, ¿por qué no vas? Serán buenas relaciones públicas para la compañía.

– Bromeas -dijo Baedecker. Estaban en un bar del bulevar Lindbergh, cerca de sus oficinas de St. Louis-. Cuando vivía en ese pueblo de mala muerte durante la guerra, había un letrero que decía «Población 850 – Velocidad medida eléctricamente». Dudo de que haya crecido mucho desde entonces. Tal vez la población haya disminuido. No debe de haber muchos interesados en comprar productos de aviación de MD-GSS.

– Compran acciones, ¿verdad? -preguntó Prescott, llevándose un puñado de cacahuetes salados a la boca.

– Vacas -dijo Baedecker.

– ¿Dónde demonios queda Glen Oak, de todas formas? -preguntó Prescott.

Hacía años que Baedecker no oía pronunciar ese nombre. Le sonaba extraño.

– A unos trescientos kilómetros. En alguna parte entre Peona y Moline.

– Demonios, queda de paso. Se lo debes, Dick.

– Estoy ocupado -dijo Baedecker, pidiendo al barman un tercer whisky-. Debo recuperar el tiempo perdido después de las conferencias de Bombay y Frankfurt.

– Oye -dijo Prescott. Dejó de mirar a una camarera agachada y se volvió hacia Baedecker-. ¿El 9 de agosto no es el comienzo de esa reunión de líneas aéreas en el Hyatt de Chicago? Turner te ha pedido que vayas, ¿verdad?

– No, me lo ha pedido Wally. Seretti irá allí, sale de Rockwell y nosotros hablaremos acerca del trato de modificación del Air Bus con Borman.

– ¡Y pues! -dijo Prescott.

– ¿Pues qué?

– Que vas hacia esa dirección, amigo. Cumple con tu deber patriótico, Dick. Pediré a Teresa que les anuncie que vas.

– Veremos -dijo Baedecker.

Baedecker llegó a Peoria la tarde del viernes 7 de agosto. El DC-9 de Ozark apenas había subido a dos mil quinientos metros y hallado el meandroso río Illinois cuando tuvieron que descender. El pequeño aeropuerto estaba tan vacío que Baedecker recordó la pista de asfalto del límite de la jungla india donde había aterrizado semanas antes, en Khajuraho. Bajó la escalerilla, cruzó la pista caliente y lo recibió con entusiasmo un hombre corpulento y rubicundo a quien jamás había visto.

Baedecker gruñó para sus adentros. Había planeado alquilar un coche, pasar la noche en Peoria y enfilar hacia Glen Oak por la mañana. Pensaba detenerse en el cementerio durante el viaje.

– ¡Señor Baedecker! ¡Señor Baedecker! Bienvenido, bienvenido. Nos alegramos mucho de verle. -El hombre estaba solo. Baedecker tuvo que soltar la bolsa negra mientras el extraño le cogía la mano derecha y el brazo saludándolo con las dos manos-. Lamento que no hayamos podido organizar una recepción mejor, pero no lo hemos sabido hasta que Marge recibió una llamada esta mañana, anunciando que usted llegaría hoy.

– Está bien -dijo Baedecker. Retiró la mano y añadió innecesariamente-: Soy Richard Baedecker.

– Claro que sí, cielos. Yo soy Bill Ackroyd. La alcaldesa Seaton quería venir, pero esta noche debe asistir a la cena de Old Settlers.

– ¿El alcalde de Glen Oak es una mujer? -Baedecker se echó la bolsa al hombro y se enjugó el sudor de la mejilla. Los rodeaban vaharadas de calor que transformaban el distante follaje y el aparcamiento en trémulos espejismos. La humedad era tan intensa como en St. Louis. Baedecker miró al hombre corpulento que tenía al lado. Bill Ackroyd rondaba los cincuenta años. Su aspecto era fofo y la espalda de su camisa J.C. Penney estaba toda sudada. Llevaba el pelo peinado hacia adelante para ocultar la calva incipiente. «Tiene el mismo aspecto que yo», pensó Baedecker con un aguijonazo de cólera. Ackroyd sonrió y Baedecker le devolvió la sonrisa.

Baedecker lo siguió por la pequeña terminal hacia el camino curvo donde Ackroyd había aparcado el coche, en un espacio reservado para minusválidos. Las banalidades de Ackroyd se combinaban con el calor causando náuseas a Baedecker. Ackroyd conducía un Bonneville. Había dejado el motor en marcha y el aire acondicionado había refrescado el interior hasta helarlo. Baedecker se hundió en el asiento de terciopelo con un suspiro mientras el otro guardaba el equipaje en el maletero.

– No puedo expresarle cuánto significa esto para nosotros -dijo Ackroyd, acomodándose-. Todo el pueblo está entusiasmado. Es lo más importante que ha ocurrido en Glen Oak desde que la pandilla de Jesse James atravesó el lugar y acampó en Hartley's Pond. -Ackroyd rió y arrancó. Tenía unas manos tan grandes que el volante y la palanca de cambios parecían de juguete. Baedecker supuso que Ackroyd descendía de esos tipos del Medio Oeste que utilizaban esas manazas para prender a los salteadores de caminos.

– No sabía que la pandilla de James hubiera pasado por Glen Oak -comentó.

– Tal vez no pasó -dijo Ackroyd, soltando su risotada-. Con lo cual usted es lo más excitante que nos ha ocurrido jamás.

Peoria parecía abandonada, bombardeada o ambas cosas. En los escaparates había polvo y moscas muertas. Crecía hierba en las grietas de la autopista y malezas en las descuidadas plazoletas. Los edificios viejos se apiñaban uno contra otro y las pocas estructuras nuevas se erguían como enormes altares druidas entre manzanas de escombros.

– Por Dios -murmuró Baedecker-. No recordaba que la ciudad tuviera este aspecto. -En realidad apenas recordaba Peoria. Una vez al año asistían con su madre al desfile del Día de Acción de Gracias para que pudieran saludar a Santa Claus. Baedecker era demasiado grande para Santa Claus, pero se sentaba con sus hermanas menores en los leones de piedra situados cerca del tribunal y obedientemente agitaba la mano. Un año, Santa Claus llegó en un jeep con los cuatro elfos vestidos con los uniformes de las diversas fuerzas. Baedecker recordaba que el césped de la plaza de la ciudad se elevaba en un arco suave hasta el edificio amarillento del tribunal. Jugaba a que le disparaban y rodaba por la cuesta herbosa hasta que su madre le gritaba que no lo hiciera más. Ahora se dio cuenta de que habían convertido la plaza -supuso que era el mismo lugar- en un modesto parque cerca de un edificio del ayuntamiento que parecía una caja de cristal.

– La recesión de Reagan -comentó Ackroyd-. Y antes la recesión de Carter. Malditos rusos.

– ¿Rusos? -Baedecker casi esperaba oír un torrente de propaganda estilo John Birch. Recordaba haber leído que George Wallace había ganado en el condado de Peoria en la primaria de 1968. En 1968 Baedecker pasaba sesenta horas semanales en un simulador como parte del equipo de apoyo del Apollo 8. Ese año no significaba nada para él, excepto por los plazos del proyecto. Había salido de la cáscara en enero de 1969 para descubrir que Bobby Kennedy había muerto, Martin Luther King había muerto, Lyndon Johnson era un recuerdo y Richard Nixon era presidente. En la oficina de Baedecker en St. Louis, en la pared de encima del mueble bar, entre dos títulos honorarios de universidades que jamás había visitado, colgaba una fotografía donde Nixon le estrechaba la mano en una ceremonia del Rose Carden. Baedecker y los otros dos astronautas aparecían tensos e incómodos en la foto. Nixon sonreía exponiendo los blancos dientes, la mano izquierda en el codo de Baedecker en un saludo típico de vendedores, como el que Ackroyd le había ofrecido en el aeropuerto.

– En realidad no fue culpa de los rusos -gruñó Ackroyd-. Fue culpa de Caterpillar, por depender tanto de las ventas que les hacían a ellos. Cuando Carter cortó la exportación de equipos pesados después de Afganistán o lo que fuera, todo se fue al infierno. Caterpillar, General Electric, hasta Pabst. Durante un tiempo despidieron a todo el mundo. Ahora está mejor.

– Oh -dijo Baedecker. Le dolía la cabeza. Aún sentía el movimiento del avión sobrevolando el río. Ya que no podía pilotar un avión, al menos hubiera querido conducir un coche para desentumecerse las manos y las piernas, que anhelaban controlar algo. Cerró los ojos.

– ¿Prefiere el camino rápido o el camino largo? -preguntó Ackroyd.

– El largo -dijo Baedecker sin abrir los ojos-. Siempre el camino largo.

Obediente, Ackroyd cogió la siguiente salida para abandonar la interestatal 74 y se internó en las geometrías euclidianas de los maizales y las carreteras del condado.

Baedecker debió de dormirse unos minutos. Abrió los ojos cuando el coche se detuvo en un cruce. Letreros verdes indicaban la dirección de Princeville, Galesburg, Elmwood y Kewanee, y las respectivas distancias. No se mencionaba Glen Oak. Ackroyd viró hacia la izquierda. El camino era un corredor entre telones de maíz. Oscuros costurones de brea y asfalto emparchaban la carretera imprimiendo un sonido rítmico al aire acondicionado. La ligera vibración tenía una cualidad hipnótica y ecuestre.

10
{"b":"96764","o":1}