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Scott miró hacia la piscina, donde la familia india hacía ruido.

– Oh, ya sabes. Gastos.

– No -murmuró Baedecker-. No sé. ¿Qué clase de gastos?

Scott frunció el entrecejo. Llevaba el pelo muy largo, con raya en medio. Con barba, Scott se parecía a un técnico excéntrico que Baedecker había conocido mientras pilotaba aviones experimentales para la NASA a mediados de los 60.

– Gastos -repitió Scott-. Desplazarse no ha sido barato. He donado la mayor parte al Maestro.

Baedecker notó que la conversación se le escapaba de las manos. Sintió una furia que se había jurado no permitirse.

– ¿Qué quieres decir con eso? ¿Para qué se la donaste? ¿Para que pudiera construir otro teatro aquí? ¿Regresar a Hollywood? ¿Comprar otro pueblo en Oregon?

Scott suspiró y mordió un bollo sin pensar en ello. Se limpió las migajas del bigote.

– Olvídalo, papá.

– ¿Olvidar qué? ¿Que abandonaste tus estudios para venir a gastar dinero en este farsante?

– He dicho que lo olvides.

– ¿Olvidarlo? Al menos podemos hablar del asunto.

– ¿Hablar de qué? -preguntó Scott con voz estridente. Algunas personas los miraron. Un anciano de túnica naranja y sandalias, y cola de caballo, dejó su ejemplar del Times y apagó el cigarrillo, obviamente interesado en la discusión-. ¿Qué diablos sabes de esto? Estás tan enredado en tus patrañas materialistas norteamericanas que no reconocerías la verdad aunque apareciera un día en tu puñetero escritorio.

– Patrañas materialistas -repitió Baedecker. La furia casi se le había agotado-. ¿Y crees que un poco de tantra yoga y unos meses en este país retrasado te conducirán a la verdad?

– No hables de lo que no sabes -replicó Scott.

– Sé de ingeniería -dijo Baedecker-. Sé que no me impresiona un país que no puede manejar un simple sistema telefónico ni construir cloacas. Y reconozco el hambre inútil cuando la veo.

– Pamplinas -dijo Scott, quizá con más sarcasmo del que se proponía-. Sólo porque no comemos carne vacuna de Kansas crees que nos morimos de hambre.

– No hablo de ti. Ni de los que están aquí. Tú puedes volar a casa cuando quieras. Éste es un juego para niños ricos. Hablo de…

– ¿Niños ricos? -Scott soltó una sincera risotada-. ¡Es la primera vez que me llaman niño rico! Recuerdo cuando no me querías dar una condenada semanada de cincuenta céntimos porque pensabas que sería negativa para mi autodisciplina.

– Vamos, Scott.

– ¿Por qué no vuelves a casa, papá? Vuelve a mirar tu televisión en color y a montar en tu bicicleta de ejercicios en el sótano y a mirar tus puñeteras fotos de la pared, y déjame continuar con mi… mi juego.

Baedecker cerró los ojos un segundo. Deseó que amaneciera de nuevo para poder empezar el día otra vez.

– Scott, te queremos en casa.

– ¿En casa? -Scott arqueó las cejas-. ¿Dónde queda eso, papá? ¿En Boston con mamá y el bueno de Charlie? ¿En tu apartamento de soltero juerguista de St. Louis? No, gracias.

Baedecker estiró la mano para tocar nuevamente el brazo de su hijo. Sintió la tensión, la resistencia.

– Hablemos de ello, Scott. No hay nada aquí.

Los dos se miraron con fiereza. Extraños en un encuentro casual.

– Donde realmente no hay nada es allá -exclamó Scott-. Tú lo has pasado, papá. Lo sabes. Demonios, tú eres eso.

Baedecker se reclinó en la silla. Un camarero estaba a poca distancia, ordenando inútilmente las tazas y la platería. Unos gorriones brincaban entre las mesas cercanas, picoteando los platos sucios y los azucareros. El niño obeso del trampolín gritó y dio un planchazo contra el agua. Su padre gritó para alentarlo, y las mujeres rieron desde la mesa.

– Tengo que irme -dijo Scott.

Baedecker asintió.

– Te acompaño.

El ashram estaba a sólo dos calles del hotel. Los seguidores recorrían las sendas floridas y llegaban en triciclo en grupos de dos y de tres. Un portón de madera y una cerca alta cerraban el paso a los curiosos. Junto al portón había una pequeña tienda de recuerdos que vendía libros, fotografías y camisetas autografiadas por el gurú.

Los dos hombres se quedaron un minuto junto a la entrada.

– ¿Estás libre para cenar esta noche? -preguntó Baedecker.

– Sí, creo que sí. De acuerdo.

– ¿El hotel?

– No. Conozco un lugar en el centro que tiene buena comida vegetariana. Barata.

– Bien, de acuerdo. Pasa por el hotel si sales temprano.

– Sí. Regresaré a la granja del Maestro el lunes, pero quizá Maggie pueda enseñarte algunos lugares de Poona antes de que te marches. Kasturba Samadhi, el templo de Parvati, toda esa bazofia para los turistas. -De nuevo el gesto de la mano derecha-. Ya sabes.

Baedecker estuvo a punto de estrecharle la mano otra vez, como si fuera un cliente, pero se contuvo. La difusa luz del sol era aplastante. Por la humedad supo que habría otro fuerte chaparrón antes del mediodía. Aprovecharía el tiempo para comprar un paraguas.

– Te veo luego, Scott.

Su hijo asintió. Cuando Scott se volvió para reunirse con los otros seguidores con túnica y entrar en el ashram, Baedecker notó que los hombros delgados estaban firmes, que el pelo de su hijo resplandecía en la luz.

El lunes por la mañana Baedecker abordó el tren «Reina de Deccan» para viajar a Bombay a través de ciento cincuenta kilómetros de montañas. Su vuelo a Londres se retrasó tres horas. El calor era sofocante. Baedecker se percató de que los viejos guardias del aeropuerto iban armados con antiguos rifles de cerrojo y sólo llevaban sandalias sobre los calceltines remendados.

Esa mañana había recorrido la vieja sección británica de Poona hasta encontrar la casa del doctor donde trabajaba Maggie. La señorita Brown había salido para llevar los niños al pabellón: ¿quería dejarle un recado? No dejó ningún recado. Simplemente dejó el paquete con la flauta que había comprado en Varanasi. La flauta y una vieja medalla de San Cristóbal en una cadena mellada.

Tomó el avión a las seis de la tarde. Fue un alivio físico. Hubo un retraso adicional por problemas de mantenimiento, pero las camareras sirvieron bebidas y el aire acondicionado funcionaba bien. Baedecker hojeó un Scientific American que había comprado en la estación Victoria.

Dormitó un rato antes del despegue. En el sueño aprendía a nadar y botaba en la arena blanca del fondo del lago. No veía a su padre, pero sentía la presión fuerte y constante de esos brazos que lo sostenían, protegiéndolo de las peligrosas corrientes.

Despertó cuando despegaron. Diez minutos después sobrevolaban el mar Arábigo y atravesaban el techo de nubes. Era la primera vez en una semana que Baedecker veía un cielo puro y azul. El sol poniente transformaba las nubes en un lago flamígero y dorado.

Alcanzaron la altitud de crucero y dejaron de trepar, y Baedecker sintió la pequeña reducción de fuerza g cuando llegaron al tope del arco. Mirando por la ventanilla arañada, buscando en vano la luna, Baedecker sintió una breve exaltación. A esa altura la exigente gravedad del masivo planeta disminuía ligeramente.

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