El vuelo 001 de Pan Am dejó atrás el claro de luna y descendió hacia el aeropuerto de Nueva Delhi a través de las nubes y la oscuridad. Mirando el ala, Baedecker sintió que el tirón de la gravedad se mezclaba con la tensión de un viejo piloto obligado a aterrizar como pasajero. Cuando las ruedas rozaron la pista, Baedecker miró el reloj: las 3.47 hora local. Sintió pinchazos de dolor detrás de los ojos al mirar las oscuras siluetas de los depósitos de agua y los edificios más allá de la luz intermitente del ala. El enorme 747 viró bruscamente a la derecha y carreteó hasta detenerse. El gemido de los motores se ahondó y se apagó, dejando a Baedecker con el eco de su fatigado pulso en los oídos. Hacía veinticuatro horas que no dormía.
Incluso antes de que la lenta cola llegara a la salida, Baedecker sintió la vaharada de calor y humedad. Al bajar por la escalerilla al pegajoso asfalto, sintió el tirón de la tremenda, masa del planeta bajo sus pies, aumentada por el peso de los cientos de millones de almas desdichadas que poblaban el sub-continente, e irguió los hombros para combatir el abatimiento.
«Debí haberme hecho la tarjeta de crédito», pensó. En la penumbra, con los demás pasajeros, esperó a que el autobús azul y blanco se acercara por el oscuro pavimento. La terminal era un borrón luminoso en el horizonte. Las nubes reflejaban las luces que parpadeaban más allá de la pista.
No hubiera sido muy difícil. Sólo le habían pedido que se sentara frente a las cámaras y las luces, sonriera y dijera:
«¿Me conocéis? Hace dieciséis años pisé la Luna. Eso no me ayuda cuando quiero reservar un billete de avión o pagar una cena en un café francés.» Dos líneas más de cháchara y el cierre estándar con la inscripción de su nombre en la tarjeta de plástico:
RICHARD E. BAEDECKER.
El edificio de la aduana parecía un enorme depósito. Luces amarillas de sodio colgaban de las vigas de metal, dando un aire grasiento y ceroso a la tez de la gente. Baedecker tenía la camisa pegada al cuerpo. Las colas avanzaban despacio. Baedecker estaba habituado a las impertinencias de los vistas de aduana, pero esos hombrecillos de pelo negro y camisa beige establecían nuevos récords de impertinencia burocrática día a día. Un par de metros delante de él, una mujer india mayor esperaba con sus dos hijas, las tres con saris de algodón barato. Impaciente por sus respuestas, el funcionario que estaba detrás del maltrecho mostrador arrojó las dos maletas baratas al suelo del cobertizo. Telas brillantes y estampadas, sostenes y bragas rasgadas se desparramaron. El vista se volvió hacia otro agente y masculló algo en hindi. Ambos sonrieron con sorna.
De pronto el adormilado Baedecker se percató de que uno de los vistas le hablaba a él.
– ¿Cómo ha dicho?
– He preguntado si es esto todo lo que tiene para declarar. ¿No trae nada más? -El sonsonete del inglés con acento indio sonaba extrañamente familiar para Baedecker. Se lo había escuchado a personal hotelero indio en todo el mundo. Sólo que entonces el tono no revelaba suspicacia ni enfado.
– Sí. Esto es todo. -Baedecker señaló el formulario rosa que había llenado antes de aterrizar.
– ¿Es todo lo que lleva? ¿Una bolsa? -El agente alzó la vieja bolsa negra como si contuviera contrabando o explosivos.
– Es todo.
El hombre frunció el entrecejo y se lo pasó desdeñosamente a otro agente de camisa beige, quien trazó una X sobre la bolsa como si la violencia del movimiento pudiera exorcizar posibles peligros.
– Andando, andando -dijo el primer agente, gesticulando. -Gracias -dijo Baedecker. Cogió la bolsa y salió a la oscuridad.
Sólo se veía negrura. Dos triángulos negros. Ni siquiera las estrellas eran visibles durante el descenso final. Enfundados en los voluminosos trajes de presión, ceñidos por correas y hebillas, solo veían el cielo uniforme y negro. Durante la mayor parte de la secuencia de combustión final y descenso, el módulo de aterrizaje se había invertido y la superficie lunar era invisible. Sólo en los minutos finales Baedecker pudo mirar el resplandor de la trémula superficie lunar.
«Es igual que en las simulaciones», pensó. Tenía que haber algo más. Tenía que sentir algo más. Pero mientras respondía automáticamente a las transmisiones y preguntas de Houston, mientras tecleaba números en el ordenador y le leía cifras a Dave, ese pensamiento indigno volvía una y otra vez. «Es igual que las simulaciones.»
– ¡Señor Baedecker! -Tardó un minuto en registrar el grito. Alguien lo llamaba desde hacía un rato. En un callejón entre la aduana y la terminal, Baedecker miró a su alrededor. Miles de insectos bailaban en el resplandor de los reflectores. Gentes envueltas en túnicas blancas dormían en la acera, acurrucadas contra los oscuros edificios. Hombre morenos de camisa brillante se apoyaban contra los taxis amarillos y negros. Baedecker giró hacia el otro lado cuando la muchacha se le acercó.
– ¡Señor Baedecker! Hola. -La muchacha se detuvo con un simpático gesto de saludo, irguió la cabeza, aspiró una profunda bocanada de aire.
– Hola -dijo Baedecker. No sabía quién era esa joven, pero tuvo una fuerte sensación de déjà vu . ¿Quién diablos lo saludaba en Nueva Delhi a las cuatro y media de la mañana? ¿Alguien de la embajada? No, no sabían que llegaba, y en todo caso no les importaba. Ya no. ¿Bombay Electronics? Difícil. No en Nueva Delhi. Y esa joven rubia era obviamente norteamericana. Siempre torpe para recordar nombres y rostros, Baedecker se sonrojó con culpabilidad y embarazo. Hurgó en la memoria. Nada.
– Soy Maggie Brown -dijo la muchacha, extendiendo la mano. El la estrechó, sorprendido de hallarla tan fresca. Sentía la piel febril. ¿Maggie Brown? Ella se apartó un mechón de pelo que le llegaba hasta los hombros, y Baedecker de nuevo tuvo la sensación de haberla visto antes. Debía de haber trabajado para la NASA, aunque parecía demasiado joven para…
– Soy amiga de Scott -dijo ella con una sonrisa. Tenía boca ancha, y un pequeño orificio entre los dientes frontales. El efecto era curiosamente agradable.
– La amiga de Scott. Desde luego. Hola. -Baedecker le volvió a darla mano y miró en torno otra vez. Varios taxistas se habían acercado para ofrecer sus servicios. Baedecker meneó la cabeza, pero sólo parlotearon más. Baedecker cogió el codo de la joven y se apartó de la turba gesticulante-. ¿Qué haces aquí, en la India? Y en este lugar. -Baedecker señaló la calle angosta y la larga sombra de la terminal. Ahora la recordaba. Joan le había enseñado una foto la última vez que Baedecker estuvo en Boston. Los ojos verdes se le habían grabado en la memoria.
– Hace tres meses que estoy aquí -dijo ella-. Scott rara vez tiene tiempo para verme, pero voy allí cuando está libre. A Poona, quiero decir. Encontré un trabajo de gobernanta… no gobernanta, en realidad, sino una especie de tutora. La familia de un médico. Buena gente. Vive en el sector británico. De todos modos, estaba con Scott la semana pasada, cuando recibió su telegrama.
– Oh -dijo Baedecker. No se le ocurrió otra respuesta en varios segundos. En el cielo trepaba un pequeño reactor-. ¿Scott está allí? Pensaba que lo vería en… Poona.
– Scott está en un retiro, en la granja del Maestro. No regresará hasta el martes. Me pidió que le avisara. Yo estoy visitando a una vieja amiga de la Fundación Educativa de Vieja Delhi.
– ¿El Maestro? ¿Te refieres a ese gurú?
– Así lo llaman todos. De cualquier modo, Scott me pidió que le avisara, y pensé que usted no se quedaría mucho tiempo en Nueva Delhi.
– ¿Y has venido antes de que amanezca para darme este mensaje? -Baedecker miró atentamente a la joven. Mientras se alejaban de los potentes focos, la tez de la muchacha parecía brillar con fulgor propio. Baedecker notó que una luz tenue teñía el cielo hacia el este.
– No hay problema -dijo ella, cogiéndole el brazo-. Mi tren llegó hace pocas horas. No tenía nada que hacer hasta que abrieran las oficinas de la Fundación.
Habían llegado al frente de la terminal. Baedecker notó que estaban en la campiña, a cierta distancia de la ciudad. Veía edificios de apartamentos a lo lejos, pero los ruidos y olores que los rodeaban era campestres. La calzada del aeropuerto conducía a una autopista ancha, pero en las cercanías había caminos de tierra bajo banianos de muchos troncos.
– ¿Cuándo despega su vuelo, señor Baedecker?
– ¿A Bombay? A las ocho y media. Pero no me llames «señor». Llámame Richard, por favor.
– Vale, Richard. ¿Qué tal si damos un paseo y luego vamos a desayunar?
– De acuerdo -dijo Baedecker. En ese momento habría dado cualquier cosa por disponer de una habitación vacía, una cama, tiempo para dormir. ¿Qué hora sería en St. Louis? Su mente fatigada no podía con esa simple aritmética. Siguió a la muchacha que echó a andar por la calzada mojada por la lluvia. Enfrente despuntaba el sol.
Hacía tres días que despuntaba el sol cuando aterrizaron. Los detalles se perfilaban con claridad. Se había planeado de ese modo.
Más tarde Baedecker apenas recordaba el descenso por la escalerilla y el momento en que saltó del módulo lunar. Todos los años de preparación, simulación y expectativas habían conducido a ese instante, esa brusca intersección del momento y el lugar, pero lo que Baedecker recordaba después era una vaga sensación de frustración y urgencia. Llevaban un retraso de veintitrés minutos cuando Dave lo precedió escalerilla abajo. Ponerse los trajes y chequear los cincuenta y un ítems del sistema de soporte vital y la despresurización les había llevado más tiempo que en las simulaciones.
Se desplazaron por la superficie, verificando su equilibrio, recogiendo muestras, tratando de recobrar el tiempo perdido. Baedecker había dedicado muchas horas a idear una frase breve para recitarla cuando pisara el suelo lunar -su «nota al pie de la historia», como la había llamado Joan-, pero Dave hizo una broma al saltar del estribo, Houston pidió un chequeo radial y el momento pasó.
Baedecker tenía dos recuerdos fuertes del resto de la actividad extravehicular. Recordaba la maldita lista que llevaba en la muñeca. No lograron recobrar el tiempo, ni siquiera después de eliminar la tercera muestra de mineral y el segundo chequeo de la memoria de guía del Rover. Había odiado esa lista.
El otro recuerdo aún se le aparecía en sueños. La gravedad. Un sexto de g. La euforia de botar por la superficie rutilante y rocosa con sólo impulsarse con las botas. Eso despertaba un recuerdo anterior; Baedecker era un niño que aprendía a nadar en el lago Michigan, y su padre lo sostenía mientras él avanzaba pateando la arena del fondo del lago. Qué maravillosa ligereza, la fuerza de los brazos de su padre, el suave vaivén de las verdes olas, la perfecta sincronización de peso y liviandad se encontraban en la pulsación de equilibrio que le brotaba de los talones.