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TERCERA PARTE – UNCOMPAHGRE

– ¿Todos preparados para escalar la montaña?

Richard Baedecker y los otros tres excursionistas dejaron de examinar mochilas y cinturones para mirar a Tom Gavin. Gavin era un hombre bajo, de apenas un metro sesenta, con cara larga, pelo negro cortado al cepillo y mirada penetrante. Cuando hablaba, aun para formular una simple pregunta, la voz le brotaba del cuerpo menudo, tensa como un cable.

Baedecker asintió y se inclinó para acomodarse el peso de la mochila. Intentó abrocharse el cinturón acolchado una vez más, pero no pudo. La anchura del estómago de Baedecker y la corta longitud del cinturón se combinaban para impedir que los dientes de metal mordieran el entramado.

– Demonios -masculló Baedecker, guardando el cinturón. Se las apañaría con las correas del hombro, aunque el peso de la mochila ya le empezaba a causar dolor en un nervio del cuello.

– ¿Deedee? -preguntó Gavin. El tono de voz le recordó a Baedecker los miles de chequeos que él y Gavin habían realizado durante las simulaciones.

– Sí, querido. -Deedee Gavin tenía cuarenta y cinco años, igual que el esposo, pero había entrado en ese limbo sin edad, típico de algunas mujeres, entre los veinticinco y los cincuenta. Era rubia y delgada, y aunque animosa, su voz y sus movimientos no revelaban esa tensión controlada que caracterizaban el comportamiento del esposo. Gavin siempre fruncía el ceño como si le preocupara algo o luchara internamente con un enigma. Deedee Gavin no daba indicios de tal inquietud o actividad intelectual. De las varias esposas de astronautas que Gavin había conocido, Deedee Gavin siempre le había parecido la menos adaptada. La ex esposa de Baedecker, Joan, había pronosticado el divorcio inminente de los Gavin casi veinte años antes, cuando ambas parejas se conocieron en la base Edwards de la Fuerza Aérea en la primavera de 1965.

– ¿Tommy? -preguntó Gavin.

Tom Gavin hijo desvió los ojos y movió la cabeza. Llevaba pantalones cortos de algodón raídos y una camiseta azul y blanca de la Cruzada Universitaria por Cristo. El muchacho medía uno sesenta y seguía creciendo. En ese momento la cólera parecía pesarle como una segunda mochila.

– ¿Dick?

– Sí -dijo Baedecker. En su mochila naranja llevaba una tienda, comida y agua, ropa y equipo impermeable, un calentador portátil y combustible, equipo para cocinar y botiquín de primeros auxilios, cuerda, linterna, insecticida, un saco de dormir Fiberfill y mantas, colchoneta de espuma y otros elementos de montaña. Por la mañana, en la balanza del baño de los Gavin, pesaba catorce kilos, pero Baedecker estaba seguro de que alguien había añadido subrepticiamente una gran colección de piedras. El nervio dolorido del cuello le vibraba como una cuerda de guitarra demasiado tensa. Baedecker se preguntaba qué ruido haría al partirse-. Preparado -dijo.

– ¿Señorita Brown?

Maggie dio un último tirón a la correa de su mochila y sonrió. Para Baedecker fue como si el sol hubiera asomado detrás de una nube, aunque el cielo de Colorado había estado despejado todo el día.

– Preparada. Llámame Maggie, Tom.

Se había cortado el pelo desde que Baedecker la vio en la India tres meses antes. Llevaba pantalones cortos de algodón y una fina camisa escocesa sobre un top verde. Tenía las piernas bronceadas y musculosas. Maggie llevaba la carga más ligera, ni siquiera una mochila dura, tan sólo una de esas mochilas de lona con un saco de dormir atado detrás. Maggie era la única que calzaba zapatillas deportivas, los demás llevaban botas de montaña. Parecía que en cualquier momento echaría a volar como un globo mientras los otros seguían trajinando como buzos en el fondo del mar.

– Bien -dijo Gavin-, en marcha. -Echó a andar vivazmente dejando atrás el coche aparcado.

Por encima del prado la carretera se transformaba en una senda que serpeaba entre pinos, abetos y álamos. Deedee se daba prisa para seguirle el ritmo al esposo. Maggie adoptó un paso tranquilo a cierta distancia. Baedecker se esforzaba para no quedar a la zaga, pero al cabo de trescientos metros de colina ya se tambaleaba y tenía la cara roja, y sus pulmones se esforzaban para hallar más oxígeno del que había en el aire a tres mil metros. El hijo de Tom se distanció aún más, arrojando piedras a un árbol o tallando algo en un álamo con su cuchillo.

– Vamos, mantengamos el paso -llamó Gavin desde el siguiente recodo-. Ni siquiera hemos llegado a la senda.

Baedecker asintió con la cabeza, demasiado agitado para hablar. Maggie se volvió y bajó hacia él. Baedecker se enjugó la cara, se acomodó la mochila contra la camisa sudada y se asombró de la insensatez de bajar una cuesta cuando tendrían que seguir subiendo.

– Hola -dijo Maggie.

– Hola -resolló Baedecker.

– No falta mucho para el campamento. El sol estará detrás del risco en cuarenta y cinco minutos. Además, esta noche nos interesa llegar a la parte baja del desfiladero, pues el terreno se vuelve muy empinado en tres kilómetros.

– ¿Cómo lo sabes?

Maggie sonrió y se caló un mechón de pelo detrás de la oreja. Baedecker recordaba bien ese gesto. Le alegraba ver que el pelo más corto no había eliminado la necesidad del ademán.

– He ojeado el mapa topográfico que Tom te enseñó anoche en Boulder -dijo.

– Oh -exclamó Baedecker. La repentina aparición de Maggie en casa de los Gavin lo había desconcertado tanto que no había prestado mucha atención al mapa. Se ajustó las correas del hombro y echó a andar cuesta arriba. De inmediato el corazón empezó a martillearle, y sus tensos pulmones no encontraban oxígeno.

– ¿Qué le ocurre? -preguntó Maggie.

– ¿A quién? -Baedecker se concentró en el movimiento de los pies. No recordaba haber pedido suelas de plomo al comprar esas botas la semana anterior, pero eso le habían dado.

– Él -dijo Maggie, cabeceando hacia atrás. El pequeño Tom miraba hacia atrás, las manos hundidas en los bolsillos de las caderas.

– Problemas con la novia -explicó Baedecker.

– Qué lástima -dijo Maggie-. ¿Le ha abandonado o qué?

Baedecker se detuvo de nuevo y aspiró varias bocanadas profundas. No parecía servir de mucho. Le retumbaban tambores en los oídos.

– No. Tom y Deedee decidieron que se estaba poniendo muy serio y cortaron la relación. Tommy no está autorizado para verla cuando regrese.

– ¿Muy serio?

– El sexo prenupcial asomando su fea cabezota -aclaró Baedecker.

Maggie miró a Tommy.

– Por todos los santos -dijo-. Debe de tener diecisiete años.

– Casi dieciocho -dijo Baedecker, poniéndose en marcha, tratando de recobrar el aliento, que no llegaba nunca-. Casi tu edad, Maggie.

Ella hizo una mueca.

– No, no, inténtalo de nuevo. Tengo veintiséis y lo sabes, Richard.

Baedecker cabeceó y trató de apurar el paso para que Maggie no se sintiera obligada a andar despacio.

– Oye -dijo ella-, ¿dónde está tu cinturón? Es una ayuda con esa mochila que llevas. No sientes todo el peso en el hombro.

– Roto -dijo Baedecker. Escrutó a través de la arboleda y vio a Tom y Deedee dos recodos por delante, avanzando deprisa.

– ¿Aún estás enfadado? -preguntó Maggie. La voz le había cambiado un poco, un registro más bajo. El sonido aceleró aún más la palpitaciones de Baedecker.

– ¿Enfadado por qué?

– Ya sabes. Por presentarme sin que me hubieran invitado. Por venir a pasar el fin de semana con tus amigos.

– Claro que no -dijo Baedecker-. Toda amiga de Scott es bienvenida.

– Eso ha quedado atrás -aclaró Maggie-. No he volado hasta aquí desde Boston sólo porque era amiga de tu hijo. Las clases ya han comenzado.

Baedecker asintió. Scott se habría licenciado ese año si no hubiera abandonado los estudios para ir a quedarse con ese gurú indio. Baedecker sabía que Maggie tenía cuatro años más que Scott. Después de graduarse en Wellesley pasó dos años en el Cuerpo de Paz y ahora terminaba sus estudios de sociología.

Salieron a un claro en una ancha curva y Baedecker se detuvo y fingió que apreciaba la vista del desfiladero y los picos circundantes.

– Me encantó la cara que pusiste cuando aparecí anoche -dijo Maggie-. Pensé que se te caería la dentadura.

– Mi dentadura no es postiza -dijo Baedecker. Se acomodó la mochila y ajustó una correa-. No toda, al menos.

Maggie se echó a reír. Se frotó el brazo tostado con los dedos frescos y empezó a andar por el sendero, se detuvo para llamarlo y echó a correr de nuevo. «Correr. Cuesta arriba.» Baedecker cerró los ojos un segundo.

– Vamos, Richard -llamó ella-. Apresurémonos. Así podremos acampar y cenar.

Baedecker abrió los ojos. El sol aureolaba a Maggie con su resplandor, dorándole el vello de los brazos.

– Continúa -dijo Baedecker-. Llegaré allí dentro de una semana.

Ella rió y corrió cuesta arriba, indiferente a la gravedad que pesaba tanto sobre Baedecker. Él la miró un minuto y continuó, andando a mejor paso, sintiendo que el peso de la espalda se le aligeraba mientras ascendía hacia la cúpula del cielo azul de Colorado.

Para Baedecker, lo mejor de la vida en St. Louis había sido dejarla.

Renunció a su puesto en la compañía aeroespacial donde había trabajado ocho años cuando su sensación de inutilidad quedó confirmada accidentalmente por el modo en que su jefe, Cole Prescott, le dejó ir con profundo y sincero pesar pero sin necesidad de un período intermedio para instruir a un sustituto. Baedecker vendió su casa a la empresa que la había construido, vendió la mayor parte de sus muebles, almacenó sus libros, papeles y el escritorio que Joan le había regalado al cumplir los cuarenta, se despidió con unas copas de sus pocos conocidos y amigos -la mayoría trabajaban para la compañía- y se marchó hacia el oeste una tarde tras haber desayunado en el restaurante Three Flags de St. Charles, en la otra margen del Missouri.

Había tardado menos de tres días en liquidar su vida en St. Louis.

Llegó a Kansas City en la hora punta. La marea de tráfico no lo molestó mientras se reclinaba en la tapicería de piel y escuchaba música clásica en la emisora FM del coche. Había planeado vender el Chrysler Le Barón y conseguir un automóvil más rápido y más pequeño -un Corvette o un Mazda RX-7-, esos vehículos de alto rendimiento que había conducido veinte años atrás cuando se preparaba para una misión o pilotaba aviones experimentales, pero en el último momento comprendió que sería un lugar común -el hombre maduro buscando la juventud perdida en un nuevo coche deportivo- y conservó el Le Barón. Ahora se relajaba disfrutando de la tapicería y el aire acondicionado y escuchando Música Acuática de Händel mientras dejaba atrás Kansas City y sus elevadores de granos y enfilaba hacia el sol que se ponía en el oeste y hacia las inmensas praderas.

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