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– El corazón del corazón del país -dijo Baedecker.

– ¿Eh?

Baedecker se irguió en el asiento, sorprendido de haber hablado en voz alta.

– Una frase con la que un escritor solía describir esta región del país. William Gass, creo. La recuerdo a veces cuando pienso en Glen Oak.

– Oh. -Ackroyd se movió incómodo. Baedecker notó que lo había puesto nervioso. Ackroyd había dado por sentado que eran dos hombres, dos hombres bien plantados, y la mención de un escritor no encajaba. Baedecker sonrió evocando los seminarios que las diversas fuerzas habían dado a sus pilotos de prueba antes de las primeras entrevistas en la NASA para el programa Mercury . «Si te apoyas las manos en las caderas, cerciórate de apuntar los pulgares hacia atrás.» ¿Se lo había dicho Deke o lo había leído en The Right Stuff de Tom Wolfe?

Ackroyd estaba hablando de su agencia de bienes raíces antes de la interrupción de Baedecker. Ahora se aclaró la garganta y gesticuló con la mano derecha.

– Supongo que ha conocido a mucha gente importante, ¿eh, señor Baedecker?

– Richard -se apresuró a decir Baedecker-. Usted es Bill, ¿verdad?

– Sí. Ningún parentesco con el tío de esos viejos programas de Saturday Nigh Live . Muchos me lo preguntan.

– No -dijo Baedecker. Nunca había visto el programa.

– ¿Y quién ha sido el más importante, en su opinión?

– ¿Qué? -preguntó Baedecker pero no había modo de encauzar la charla en otra dirección.

– El personaje más importante que ha conocido.

Baedecker trató de infundir cierta vitalidad a su voz. De pronto se encontró extenuado. Pensó que tendría que haber conducido en su propio automóvil desde St. Louis. La escala en Glen Oak no le habría quedado muy lejos del itinerario, y se habría podido largar cuando hubiera querido. Baedecker no recordaba la última vez que había conducido a ninguna parte, excepto para ir de su apartamento a la oficina y viceversa. Viajar se había transformado en una serie incesante de tramos aéreos. Con cierta sorpresa cayó en la cuenta de que Joan, su ex esposa, nunca había estado en St. Louis, en Chicago, en el Medio Oeste. Su vida en común había transcurrido en la costa, en lugares donde terminaba el continente: Fort Lauderdale, San Diego, Houston, Cocoa Beach, esos cinco malos meses en Boston. De pronto sintió curiosidad por la opinión de Joan sobre esa vasta extensión de campos, granjas, vaharadas de calor.

– El sha de Irán -dijo-. Al menos fue el que más me impresionó. El espectáculo de la corte, el protocolo, y la sensación de poder que comunicaban él y su cortejo. Aun la Casa Blanca y el palacio de Buckingham parecían poca cosa en comparación. No le sirvió de mucho.

– Así es -dijo Ackroyd-. Una vez conocí a Joe Namath. Yo estaba en una convención de Amway en Cincinnati. No tengo tiempo para eso desde que me involucré en el asunto de Pine Meadows, pero me iba muy bien. Mil trescientos pavos al mes, y apenas sin esforzarme. Joe se encontraba allí por otro asunto, pero conocía a un individuo que era muy amigo de Merle Weaver. Así que Joe, que nos pidió a todos que lo llamáramos así y pasó los dos días con nosotros. Incluso nos acompañó a la zona de combate. Es decir, tenía sus compromisos, pero cada vez que podían él y el amigo de Merle salían a cenar con nosotros y nos invitaban a unas copas. Nunca he conocido un tío más simpático.

Baedecker se sorprendió al comprobar que reconocía el lugar. Sabía que a la vuelta de la próxima curva aparecería una granja con un reloj floral en el centro de la calzada. Apareció la granja. No había reloj, pero el aparcamiento estaba recién asfaltado. La casa de tejas rojas de la izquierda era aquella que su madre llamaba la vieja posta de diligencias. Vio el derruido porche del segundo piso y tuvo la certeza de que era el mismo edificio. La repentina superposición de recuerdos olvidados sobre la realidad resultó perturbadora para Baedecker, una tenaz sensación de déjà vu . Miró hacia delante y supo que en unos metros aparecería Glen Oak: una arboleda con un depósito verde de agua por encima de los maizales.

– ¿Conoce a Joe Namath? -preguntó Ackroyd.

– No, no lo conozco -dijo Baedecker. En un día despejado, desde un 747 a diez mil metros de altura, Illinois parecería una cuadrícula. Baedecker sabía que el ángulo recto dominaba en el Medio Oeste tal como las sinuosas y obtusas curvas de la erosión dominaban el sudoeste, donde había realizado casi todos su vuelos. Desde una altura de doscientas millas náuticas, el Medio Oeste era un borrón verde y marrón que se vislumbraba entre masas nubosas blancas. Desde la Luna no había sido nada. Baedecker no pensó en buscar los Estados Unidos en sus cuarenta y seis horas en la Luna.

– Un tío cojonudo. Nada engreído como algunas personas famosas que uno conoce, ¿entiende? Lástima lo de su rodilla.

El depósito de agua era diferente. Una alta y blanca estructura de metal había reemplazado a la torre verde. Ardía en los rutilantes rayos oblicuos del sol del atardecer. Baedecker sintió una extraña emoción entre el corazón y la garganta. No era nostalgia ni añoranza trasnochada. Baedecker comprendió que esa ardiente oleada de sensaciones era simple reverencia ante una imprevista confrontación con la belleza. Había sentido ese sorprendido dolor una tarde de lluvia de su infancia, en el Instituto de Artes de Chicago, frente a ese óleo de Degas de la joven bailarina con naranjas en los brazos. Había experimentado la misma emoción aguda al ver a su hijo Scott -morado, abotargado, brillante, la boca abierta- segundos después del nacimiento. Baedecker ignoraba por qué se sentía así ahora, pero pulgares invisibles le apretaban la garganta y un ardor lo aguijoneaba detrás de los ojos.

– Apuesto a que no reconoce el lugar -dijo Ackroyd-. ¿Cuánto hace que no viene, Dick?

Glen Oak apareció como una borrosa arboleda, se resolvió en un apiñamiento de casas blancas, se ensanchó llenando el parabrisas. La carretera viró de nuevo dejando atrás una gasolinera Sunoco, una casa de ladrillos (Baedecker recordó que su madre le había contado que había sido una estación del «ferrocarril subterráneo», la organización blanca que ayudaba a escapar a los esclavos negros del Sur) y un letrero blanco que decía:

GLEN OAK, POBLACIÓN 1275, VELOCIDAD MEDIDA ELÉCTRICAMENTE.

– Desde el 56 -dijo Baedecker-. No, 1957. Los funerales de mi madre. Murió un año después de fallecer mi padre.

– Están sepultados en el cementerio Calvary -dijo Ackroyd, como si le revelara algo nuevo.

– Sí.

– ¿Quiere pasar por allí? ¿Antes de que oscurezca? No me molesta esperar.

– No. -Baedecker echó un rápido vistazo a la izquierda, horrorizado ante la idea de visitar la tumba de sus padres mientras Bill Ackroyd esperaba en su Bonneville-. No, gracias, estoy cansado. Me gustaría ir al motel. ¿El que está al norte de la ciudad todavía se llama Day's End Inn?

Ackroyd rió y palmeó el volante.

– Cielos, ¿ese viejo tugurio? No, señor, lo demolieron en el 62, cuando Jackie y yo nos mudamos aquí desde Lafayette. No, el lugar más cercano es el Motel Six, en la 74, cerca de la salida de Elmwood.

– Está bien -dijo Baedecker.

– Oh, no -dijo Ackroyd con expresión consternada-. Habíamos planeado que se quedara con nosotros, Dick. Nos sobra lugar, y lo hemos confirmado con Marge Seaton y el consejo. El Motel Six se halla lejos de todo, a veinte minutos por el camino duro.

El camino duro. Así llamaban en Glen Oak a la carretera asfaltada que también hacía las veces de calle mayor. Hacía cuatro décadas que Baedecker no oía esa expresión. Meneó la cabeza y miró por la ventanilla mientras avanzaban despacio por esa calle mayor. El distrito comercial de Glen Oak tenía dos manzanas y media. Las aceras eran franjas de cemento de tres niveles. Los escaparates estaban a oscuras, y los aparcamientos diagonales se hallaban vacíos excepto por algunos camiones frente a un bar, cerca del parque. Baedecker trató de asociar las imágenes de esos edificios de frente chato con sus recuerdos, pero encontró pocos elementos comunes, sólo la vaga sensación de estructuras desaparecidas, como orificios en una sonrisa otrora familiar.

– Jackie ha conservado la comida tibia, pero podríamos ir a Old Settlers y tomar pescado frito si le gusta.

– Estoy muy cansado -dijo Baedecker.

– De acuerdo. Entonces mañana nos encargaremos de las formalidades. De todos modos, Marge estaría demasiado atareada esta noche, con la rifa y todo eso. Mi hijo Terry se muere por conocerle. Está realmente deslumbrado… Usted ya entiende. A Terry le entusiasma el espacio y todo eso. Fue Terry precisamente quien preparó un informe para la escuela el año pasado y recordó que usted había vivido aquí por un tiempo. A decir verdad, eso me dio la idea de que usted fuera huésped de honor en el Old Settlers. Terry estaba muy contento de que hubiera nacido aquí. Claro que Marge habría adorado la idea de todos modos pero, sabe usted, para mi hijo significaría mucho que pasara las dos noches con nosotros.

Aunque se movían a muy poca velocidad, ya habían recorrido toda la calle mayor de Glen Oak. Ackroyd viró a la derecha y se detuvo cerca de la iglesia católica. Era un parte de la ciudad que Baedecker rara vez recorría cuando niño porque Chuck Compton, el matón de la escuela, vivía allí. Era la única parte del pueblo donde había ido al regresar para las exequias de sus padres.

– No nos molestaría en absoluto -dijo Ackroyd-. Sería un gran honor recibirlo, y es probable que el Motel Six esté lleno de camioneros a esta hora del viernes.

Baedecker miró la iglesia marrón. La recordaba mucho más grande. Se sintió embargado por una extraña laxitud. El calor estival, las largas semanas de viaje, la decepción de ver a su hijo en el ashram de Poona, todo conspiraba para reducirlo a un estado de triste pasividad. Baedecker reconoció esa sensación, pues la había experimentado en sus primeros meses como marine en el verano de 1951. También cuando Joan lo abandonó los primeros meses.

– No quiero ser una molestia -dijo.

Ackroyd sonrió aliviado y cogió el brazo de Baedecker un segundo.

– No es ninguna molestia. Jackie ansia conocerle, y Terry nunca olvidará la visita de un verdadero astronauta.

El coche avanzó despacio entre estrías de luz crepuscular que alternaban con franjas de sombra.

Los murciélagos habían salido cuando Baedecker fue a caminar una hora después. Sus vibrantes aleteos se perfilaban contra la opaca cúpula del cielo nocturno. El sol había desaparecido pero el día se aferraba a la luz como Baedecker en su infancia, en una similar noche de agosto, se había aferrado a las últimas semanas de las vacaciones de verano. Tardó sólo unos minutos en llegar caminando a la parte vieja de la ciudad, su parte de la ciudad. Se alegraba de estar fuera y a solas.

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