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Ackroyd vivía en un complejo de veinte casas en la esquina noreste del pueblo, donde Baedecker sólo recordaba parcelas y un arroyo donde cazaban ratas almizcleras. La casa de Ackroyd era de un estilo seudohispánico, con una lancha y un remolque en el garaje y una caravana en la calle. El interior se hallaba abarrotado de pesados muebles Ethan Allen. Jackie, la esposa de Ackroyd, llevaba una apretada permanente, tenía arrugas alrededor de los ojos y un labio superior prominente que daba la agradable sensación de una sonrisa constante. Era unos años más joven que el esposo. Terry, el único hijo, era un niño pálido de trece o catorce años, tan flaco y callado como corpulento y parlanchín su padre.

– Saluda al señor Baedecker, Terry. Vamos, cuéntale cuánto has esperado este momento. -La manaza de Ackroyd impulsó al niño hacia delante.

Baedecker se inclinó pero no pudo hallar la mirada del niño, y en la palma abierta sólo sintió un breve contacto de dedos húmedos. El pelo castaño de Terry le tapaba los ojos como una visera. El niño masculló algo.

– Encantado de conocerte -dijo Baedecker.

– Vamos, Terry -apuntó su madre-, enseña al señor Baedecker el cuarto de invitados. Luego enséñale tu cuarto. Sin duda le interesará mucho. -La madre sonrió y Baedecker recordó las primeras fotos de Eleanor Roosevelt.

El niño lo condujo escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos. El cuarto de huéspedes estaba en el sótano. Disponía de cuarto de baño y la cama parecía confortable. La habitación del niño se encontraba junto a una extensa sala enmoquetada, quizá pensada como cuarto de juguetes.

– Supongo que mamá quería que le enseñara esto -murmuró Terry, y encendió una luz opaca. Baedecker miró el interior, parpadeó y avanzó un paso para mirar de nuevo.

Había una sola cama, hecha con pulcritud, un pequeño escritorio, una minicadena estéreo y tres paredes oscuras con estantes, carteles, algunos libros, diversas naves hechas a escala, todos los objetos habituales del cuarto de un adolescente. Pero la cuarta pared era distinta.

Una foto del Apollo 8, una de las fotos de la Tierra tomadas con la cámara externa en la primera y tercera órbita lunar. La foto, en su momento, cautivó la imaginación del mundo, pero se había abusado tanto de ella que Baedecker ya no le prestaba atención. Pero aquí era diferente. La foto ampliada formaba un empapelado del suelo al cielo raso, y de lado a lado del cuarto. La Tierra era de un vibrante color azul y blanco, el cielo negro, el primer plano un gris opaco. Era como si el cuarto del niño diera sobre la superficie lunar. Las paredes oscuras y la luz pálida reforzaban esa ilusión.

– Idea de mamá -murmuró el niño. Tocó nervioso una pila de cintas sobre el escritorio-. Creo que la consiguió en una liquidación.

– ¿Has construido tú las naves? -preguntó Baedecker. Los estantes estaban cubiertos de naves espaciales de plástico gris, las naves mastodónticas de Star Wars, Star Trek y Battlestar Galactica . En un rincón dos grandes transbordadores espaciales colgaban de un hilo oscuro.

El niño movió los hombros y las manos, un gesto conciso y adusto como el de Scott, el hijo de Baedecker, después de sus errores cometidos en la Pequeña Liga.

– Papá ayudó.

– ¿Te interesa el espacio, Terry?

– Sí. -El niño titubeó y miró a Baedecker con un destello de repentino coraje en los ojos oscuros-. Es decir, me interesaba. Cuando era más pequeño. Todavía me gusta, sí, pero son cosas de chicos. Lo que me interesa ahora es ser principal guitarrista de un grupo como Twisted Sister. -Calló y clavó los ojos en Baedecker.

Baedecker no pudo contener una sonrisa. Tocó el hombro del chico brevemente, con firmeza.

– Bien. Bien. Vamos arriba, ¿quieres?

Las calles estaban oscuras excepto por algunos faroles y el centelleo azulado de los televisores en las ventanas. Baedecker aspiró el aroma de la hierba recién cortada y los lejanos campos. Las estrellas vacilaban en aparecer. A excepción de algún coche que pasaba por el «camino duro», una calle hacia el oeste, el único ruido era el chachareo sofocado pero excitado de los televisores. Baedecker recordó el sonido de las radios de consola a través de esos mismos canceles y ventanas. Las voces radiales tenían más autoridad y profundidad.

A pesar de su nombre, Glen Oak -Roble del Vallecito- nunca había tenido muchos robles, pero en los años 40 albergaba gran cantidad de olmos gigantes, árboles increíblemente macizos que arqueaban sus gruesas ramas en un enrejado que transformaba incluso la calle lateral más ancha en un túnel de luces y sombras. Los olmos eran Glen Oak. Incluso un niño de diez años lo había notado mientras iba en bicicleta al centro en un atardecer estival, pedaleando con furia hacia el oasis de los árboles y la cena del sábado.

Ahora los olmos habían desaparecido. Baedecker supuso que diversas epidemias los habían diezmado. Las anchas calles estaban abiertas al cielo. Todavía quedaba una proliferación de árboles pequeños. En la brisa, las hojas bailaban frente a los faroles y arrojaban sombras sobre la acera. Viejas casas apartadas de las aceras aún tenían pisos altos protegidos por un follaje susurrante. Pero los olmos gigantes de la infancia de Baedecker ya no estaban. Se preguntó si la gente que regresaba a sus antiguos hogares de los pueblos pequeños de toda la región había reparado en esta pérdida. Como el olor de las hojas quemadas en otoño, era algo que su generación echaba de menos.

Los murciélagos bailaban esquivamente contra un cielo violáceo. Algunas estrellas empezaban a despuntar. Baedecker entró en un patio escolar que ocupaba una manzana entera. La alta y vieja escuela elemental, cuyo derruido campanario había albergado a los ancestros de muchos de los murciélagos de esa noche, había sido demolida tiempo atrás y reemplazada por un apiñamiento de cajas de ladrillo y vidrio, al pie de otra caja de ladrillo y vidrio más grande que llenaba buena parte de la manzana. Baedecker sospechó que el edificio más grande era el gimnasio de la nueva escuela. En su época la escuela elemental no tenía gimnasio; cuando necesitaban uno, caminaban dos calles hasta la escuela secundaria. Baedecker recordó que la escuela vieja se alzaba en medio de hectáreas de hierba, media docena de campos de béisbol y dos áreas de juego, una para niños pequeños y otra con un gran tobogán para los grados superiores. Todo el conjunto se hallaba custodiado por una alta arboleda que se erguía alrededor de la manzana. Ahora los edificios bajos y el monstruoso gimnasio ocupaban la mayor parte del espacio. No había árboles. Los campos de juego eran sólo una franja de asfalto y una estructura de madera semejante a una cárcel militar, construida en un cuadrado de arena. Baedecker fue hasta allí y se sentó en un nivel inferior de la estructura, que le evocaba una horca mal diseñada.

Enfrente veía su antigua casa. Aun en el desleído crepúsculo observaba que no había sufrido muchos cambios. La luz se derramaba por las ventanas de ambos pisos. Un buen revestimiento de madera reemplazaba las viejas chillas. Habían añadido un garaje y una calzada de asfalto que sustituía la vieja calzada de grava. Baedecker sospechó que el cobertizo detrás de la casa ya no estaría. Cerca del frente crecía un abedul que antes no existía. Baedecker hurgó en su memoria tratando en vano de recordar en aquel lugar un árbol joven. Luego comprendió que lo podían haber plantado cuando él se había mudado: así el árbol tendría cuarenta años.

Baedecker no sentía nostalgia, sólo un ligero vértigo ante la idea de que ese extraño caparazón de piedra y madera en un extraño lugar del mundo hubiera albergado a un niño que se creía el centro de la creación. Una luz se encendió en un cuarto del segundo piso. Baedecker casi pudo ver el viejo papel en el que se dibujaban veleros enmarcados por incesantes cuadrados de soga, cada esquina complicada por imposibles nudos náuticos. Recordó haber pasado noches de fiebre en vela, tratando una y otra vez de desatar mentalmente esos nudos. También recordó la bombilla colgante y el cable, el armario amarillo semejante a un ataúd y el enorme mapamundi Rand McNally donde todas las noches ese niño fervoroso desplazaba alfileres de color desde una impronunciable isla del Pacífico hasta otra.

Baedecker meneó la cabeza, se levantó y caminó hacia el norte, alejándose de la escuela y la casa. Había anochecido del todo, pero nubes bajas ocultaban estrellas. Baedecker no volvió a mirar hacia arriba.

– ¿Cómo ha ido? ¿Ha visto los viejos lugares? -saludó Ackroyd cuando Baedecker cruzó el patio de la casa. La pareja estaba sentada en un pequeño porche con mosquitero, entre la casa y el garaje.

– Sí. Por suerte está refrescando, ¿verdad?

– ¿Se ha encontrado a algún conocido?

– Las calles estaban desiertas -dijo Baedecker-. He podido ver las luces de Old Settlers, al menos creo que era Old Settlers, al sudeste de la escuela secundaria. Parecía que todo el mundo estaba allí. -Para el niño Baedecker, el fin de semana de Old Settlers había consistido en tres días que signaban el corazón del verano y también el último acontecimiento festivo antes de la cuenta atrás para el reinicio de la escuela. Old Settlers había significado el hallazgo de la entropía.

– Ya lo creo -dijo Ackroyd-. Habrá una francachela esta noche, con esa barbacoa. Todavía tiene tiempo para ir si lo desea. La tienda de la Legión Americana sirve cerveza hasta las once.

– No, gracias, Bill. Estoy muy cansado, de veras. Pensaba acostarme. Salude a Terry de mi parte, por favor.

Ackroyd lo condujo al interior y encendió la luz de la escalera.

– En realidad, Terry ha ido a casa de su amigo Donnie Peterson. Han pasado juntos el fin de semana de Old Settlers desde que se conocieron en el parvulario.

La señora Ackroyd se cercioró de que Baedecker tuviera mantas adicionales, aunque era una noche cálida. El cuarto de invitados desprendía un olor a habitación de motel que resultaba cómodamente familiar. La señora Ackroyd sonrió, cerró la puerta con suavidad y lo dejó a solas.

El cuarto era un pozo de negrura salvo por el fulgor de su reloj-calculadora digital. Baedecker se acostó y escrutó la oscuridad. Cuando los dígitos de suave fulgor indicaron las 2.32 se levantó y salió a la sala vacía y enmoquetada. No se oía ruido en los pisos superiores. Alguien había dejado una luz encendida en la escalera por si Baedecker quería ir a la cocina. Sin embargo, Baedecker fue al cuarto del niño, titubeó un segundo ante la puerta entornada y entró. La luz de la escalera alumbraba suavemente la superficie lunar llena de agujeros y la Tierra azul y blanca en cuarto creciente. Baedecker se quedó un minuto; se disponía a salir cuando algo le llamó la atención. Cerró la puerta y se sentó en la cama de Terry. Por un minuto se apagó la luz y Baedecker quedó a ciegas. Luego notó cien chispas relucientes en las paredes y el cielo raso. Despuntaban estrellas. El niño -Baedecker tuvo la certeza de que era el niño- había salpicado el cuarto con motas de pinturas fosforescente. La semiesfera de la Tierra empezó a relucir con un resplandor lechoso que iluminaba las tierras altas y los cráteres de la Luna. Baedecker nunca había visto una noche lunar desde la superficie -ni él ni ningún astronauta de las misiones Apollo - pero se quedó sentado en la pulcra cama del niño hasta que las estrellas le abrasaron los ojos y pensó «sí, sí».

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