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Baedecker examinó la cámara con ojos críticos mientras el aparato giraba a izquierda y derecha. Podía imaginar la imagen que enviaba. Su polvoriento traje espacial sería un resplandor blanco interrumpido por correas, hebillas y la oscura extensión del visor. No tendría cara.

– Bien -dijo-. De acuerdo… ¿Algo más?

– …tivo…

– Repita, Houston.

– Negativo, Dick. Nos estamos retrasando. Hora de abordar.

– Enterado.

Baedecker se volvió para echar un último vistazo al suelo lunar. El resplandor del sol borraba casi todos los rasgos de la superficie. A pesar del oscuro visor, la superficie era un yermo brillante y blanco. Congeniaba con sus pensamientos. Baedecker comprobó con irritación que tenía la mente llena de detalles -lista de chequeo, procedimientos de almacenaje, la vejiga llena- que no le permitían pensar. Respiró más despacio y trató de experimentar los sentimientos que albergaba.

«Estoy aquí -pensó-. Esto es real.»

Se sintió necio, jadeando en el micrófono, retrasando aún más la partida. El brillo de la luz solar en la lámina de oro aislante del módulo le llamó la atención. Encogiéndose de hombros en el enorme traje, Baedecker botó sin esfuerzo a través del terreno pisoteado y lleno de agujeros regresando a la nave espacial.

La media luna se elevaba sobre la jungla. Le tocaba lanzar a Maggie. Se inclinó, uniendo las rodillas, esforzándose para concentrarse. Lanzó. La pelota rodó por la rampa de cemento y botó por encima de la baja baranda.

– Este lugar es increíble -comentó Baedecker. Khajuraho consistía en una pista de aterrizaje, un famoso grupo de templos, una pequeña aldea india y dos hoteles en el linde de la jungla. Y un campo de golf miniatura.

El complejo de templos cerraba a las cinco de la tarde. Otra de las diversiones era un viaje en elefante por la jungla, patrocinado por el hotel durante la temporada turística. No era temporada turística. Habían ido a caminar detrás del hotel y encontraron el campo de golf.

– No lo puedo creer -había dicho Maggie.

– Lo debe haber dejado un arquitecto de Indianápolis que echaba de menos su hogar -dijo Baedecker. El empleado del hotel frunció el entrecejo pero les dio varios palos, dos de ellos irremisiblemente torcidos. Baedecker galantemente ofreció a Maggie el más derecho y enfilaron hacia los hoyos.

La bola de Maggie rodó en el césped. Una serpiente delgada y verde se escurrió en la hierba alta. Maggie ahogó un grito y Baedecker extendió el palo como una espada. Frente a ellos en el crepúsculo húmedo, había molinos de viento de madera descascarillada y franjas de campo sin alfombra. Las tazas y los tanques de cemento estaban llenos de agua tibia de la lluvia del monzón. Metros más allá del último hoyo se erguía un verdadero templo hinduista que parecía parte de ese collage .

– A Scott le encantaría este sitio -rió Baedecker.

– ¿De veras? -preguntó Maggie, apoyándose en el palo. Su cara era un óvalo blanco en la luz opaca.

– Claro. El golf era su deporte favorito. Solíamos comprar un pase de verano para jugar en el campo de Cocoa Beach.

Maggie agachó la cabeza y lanzó una bola contra el cemento lleno de guijarros. Alzó la cara cuando algo eclipsó la luna.

– ¡Oh! -exclamó. Un murciélago de un metro y medio de envergadura salió de la arboleda y se perfiló contra el cielo.

En el hoyo catorce, los mosquitos los obligaron a regresar al hotel.

Woodland Heights. A diez kilómetros del centro espacial Johnson, en una extensión plana como las salinas de Bonneville e igualmente despojada de árboles, salvo por los ejemplares jóvenes precariamente sostenidos en cada patio, los hogares de Woodland Heights se extendían en curvas y círculos bajo el implacable sol de Texas. Una vez, volando a casa tras una semana en el Cabo, a principios del entrenamiento para un vuelo Gemini que nunca se realizó, Baedecker sobrevoló con su T-38 las incesantes geometrías de casas similares para encontrar la suya. Al final la reconoció por el viejo Rambler de Joan, recién pintado de verde.

Impulsivamente se lanzó en picado y alzó el morro a una satisfactoria e ilegal altura de treinta metros por encima de los tejados. El horizonte viraba, el sol se reflejaba en el plexiglás, y Baedecker descendió para pasar de nuevo. Elevándose, encendió el posquemador, puso el T-38 en posición vertical y trazó un rizo cerrado. Culminó cuando Baedecker vio la milagrosa aparición de su esposa e hijo, que salían de la casa blanca.

Era uno de los pocos momentos de la vida de Baedecker en que realmente se sentía feliz.

Observando la franja de luz lunar que se desplazaba por la pared de la habitación de Khajuraho, Baedecker se preguntó si Joan habría vendido la casa o si aún la conservaba para alquilarla.

Al cabo de un rato se levantó y fue a mirar por la ventana. Así cerró el paso a la frágil franja de luz, dejando que prevaleciera la oscuridad.

Basti, chawl o como lo llamaran los habitantes de Calcuta, era el colmo de la pobreza. El laberinto de chozas de techo de hojalata y tiendas de arpillera se extendía kilómetros a lo largo de las vías férreas, sólo penetrado por algunos senderos sinuosos que hacían las funciones de calles y cloacas. La densidad de población era increíble. Había niños por doquier, defecando en las puertas, corriendo entre las casuchas, siguiendo a Baedecker con el andar ligero de los tímidos y los descalzos. Las mujeres desviaban los ojos o se cubrían el rostro con el sari. Los hombres lo miraban con una curiosidad desenfadada que rayaba en la hostilidad. Algunos lo ignoraban. Las mujeres se acuclillaban junto a los niños arrancándoles piojos del pelo pegajoso. Las niñitas se agazapaban junto a las ancianas y modelaban el estiércol de vaca con las manos, formando tortas chatas que usarían como combustible. Un viejo se escupió flema en la mano mientras se acuclillaba para defecar en un terreno baldío.

– ¡Baba! ¡Baba! -exclamaban los niños corriendo junto a Baedecker. Tendían las palmas y le daban tirones con las manos. Hacía rato que a Baedecker se le habían acabado las monedas-. ¡Baba! ¡Baba! .

Había quedado con Maggie a las dos en la Universidad de Calcuta, pero se había perdido tras bajar del abarrotado autobús antes de lo debido. Debían de ser cerca de las cinco. Los senderos y calles de tierra serpenteaban atrapándolo entre las vías del tren y el río Hooghly. El puente Howrah se le había aparecido varias veces, pero por alguna razón no lograba acercarse. El hedor del río sólo era superado por la pestilencia de las casuchas y el lodo.

– ¡Baba! -La multitud que lo rodeaba era cada vez más numerosa, y no todos los mendigos eran niños. Varios hombres corpulentos lo seguían, parloteando deprisa y tocándolo con brusquedad.

«Culpa mía -pensó Baedecker-. El Americano Feo ataca de nuevo.»

Las chozas no tenían puerta. Correteaban pollos por lugares estrechos. En un estanque de aguas residuales, un grupo de niños y hombres lavaban los flancos negros de un buey somnoliento. En alguna parte de ese apiñado laberinto de chozas una radio de pilas sonaba con estridencia. La música llegó a un crescendo de cuerdas vibrantes que agudizó la creciente ansiedad de Baedecker. Lo seguían treinta o cuarenta personas, y hombres flacos y huraños habían sustituido a los niños. Un hombre con un pañuelo rojo en la cabeza gritaba en lo que Baedecker creyó que era hindi o bengalí. Baedecker meneó la cabeza para dar a entender que no comprendía. El hombre le cerró el paso, agitó los brazos delgados y gritó con más fuerza. Otros hombres de la multitud repitieron algunas frases.

Mucho antes, Baedecker había recogido una piedra pequeña pero pesada. Se llevó la mano al bolsillo de la camisa de safari y palpó la piedra. El tiempo pareció andar más despacio y Baedecker se sintió embargado por la calma.

De pronto alguien soltó un grito, unos niños echaron a correr y la multitud abandonó a Baedecker para lanzarse por una calle lateral. El hombre de pañuelo rojo pronunció una sílaba de despedida y se alejó deprisa. Baedecker aguardó un minuto y luego los siguió, bajando por una senda lodosa a la orilla del río.

Una multitud se había reunido alrededor de algo que había aparecido en el barro. Al principio Baedecker pensó que era un tronco blancuzco, pero luego vio su espantosa simetría y lo reconoció como un cuerpo humano. Era blanco -más blanco que un albino, más blanco que el vientre de un pez- y los gases lo habían hinchado dándole el doble del tamaño normal. Agujeros negros espiaban desde esa masa tumefacta que había sido una cara. Varios niños que antes seguían a Baedecker se acuclillaron cerca de la cosa acariciándola con risitas estridentes. Tenía textura de hongo blanco, y Baedecker pensó en enormes setas pudriéndose al sol. Trozos de carne se hundían o desprendían cuando esos niños risueños palpaban el cuerpo.

Algunos hombres se acercaron y tantearon el cadáver con varas puntiagudas. Retrocedieron cuando el gas escapó con un siseo. La multitud rió. Se acercaron madres con bebés colgados de las caderas.

Baedecker retrocedió, se fue por un callejón, dobló a la derecha sin pensar y de pronto salió a una calle asfaltada. Pasó un tranvía, meciéndose bajo su carga de pasajeros colgados. Dos conductores de triciclos pasaron al trote, trasladando a obesos empresarios indios. Baedecker se detuvo unos segundos en medio del tráfico y llamó un taxi.

– ¿Cómo estás, Richard?

– Muy bien, Hon. Nada que hacer por un par de días. Tom Gavin ha realizado casi todo el trabajo y nos está cuidando muy bien. Dave y yo tendremos que enviarlo a buscar las latas de películas dentro de unas horas. ¿Cómo andan las cosas por allá?

– Espléndidas. Ayer miramos el despegue lunar desde Control de Misión. Nunca nos habías dicho que subía tan deprisa.

– Sí. Fue todo un viaje.

– …quiere… algunas…

– Lo lamento. Repite eso, no te he entendido.

– …decía que Scott quiere decir unas palabras.

– ¡Claro! Pásamelo.

– De acuerdo. Adiós, Richard. Esperamos verte el martes. ¡Adiós!

– ¡Hola, papá!

– Hola, Scott.

– Has salido muy bien en TV. ¿De veras has marcado un récord de velocidad, como han dicho?

– Eh… velocidad terrestre… por conducir en la Luna. Sí, supongo que sí, Scott. Sólo que era Dave quien conducía, así que el récord le corresponde a él.

7
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