– Sí, señora. ¿Es usted la señora Wheeler?
– Ruth Wheeler -dijo la mujer, acercándose. Profundas arrugas le rodeaban los ojos, tan verdes como los de Maggie.
– Mi nombre es Richard Baedecker -dijo, tendiéndole la mano al collie para que la oliera-. Estoy buscando a Maggie.
– Richard… ¡Oh, Richard! -dijo la mujer-. Claro que sí. Margaret ha mencionado su nombre. Bienvenido, Richard.
– Gracias, señora Wheeler.
– Llámeme Ruth. Oh, mi Maggie se sorprenderá. Ahora no está, Richard. Ha ido al pueblo a hacer unos recados. ¿Quiere entrar a tomar café mientras la esperamos? Volverá pronto.
A punto de aceptar, Baedecker se sintió embargado por la impaciencia, como si no pudiera descansar ni detenerse hasta que su largo viaje hubiera concluido.
– Gracias, Ruth, pero si tiene idea de dónde puede estar, iré al pueblo a buscarla.
– Pruebe el Safeway, en el centro comercial, o la ferretería de la calle Mayor. Maggie conduce nuestra vieja camioneta Ford azul, con un gran generador rojo en la parte de atrás. Lleva el adhesivo de Dukakis en el parachoques trasero.
Baedecker sonrió.
– Gracias. Si no la encuentro y ella regresa primero, dígale que volveré pronto.
La señora Wheeler se acercó y apoyó la mano en la ventanilla abierta cuando Baedecker hizo girar el Civic.
– También podría estar en otro sitio -dijo-. A Maggie le gusta detenerse en el Monte del Oso. Es un viejo cerro en las afueras del pueblo. Diríjase hacia el norte y siga los letreros.
La camioneta azul no estaba en el aparcamiento del Safeway ni en la calle Mayor. Baedecker recorrió despacio el pequeño pueblo, esperando ver a Maggie saliendo de un edificio a cada instante. Las noticias de la radio de la una y media comentaron el lanzamiento secreto del transbordador espacial, que se realizaría dentro de dos horas. El periodista llamó incorrectamente «Cabo Kennedy» al Centro Espacial Kennedy e informó que la zona tenía nubes altas pero que el tiempo parecía apropiado para el lanzamiento.
Baedecker viró en el aparcamiento de una planta de carnes saladas y regresó por Sturgis, siguiendo los letreros verdes que conducían al parque estatal del Monte del Oso.
No había coches en el pequeño aparcamiento. Baedecker detuvo el Civic cerca de un edificio de informaciones cerrado y miró el Monte del Oso. Era un cerro impresionante. Si Baedecker no había olvidado sus estudios de geología, era un viejo cono volcánico que se elevaba en un largo risco hasta una cima que alcanzaría más de doscientos metros sobre la pradera circundante. La montaña estaba separada de las colinas del sur y sobresalía dramáticamente de la pradera. Baedecker tuvo que agudizar su imaginación para ver un oso en el largo cerro, pero al fin logró distinguir un oso inclinado hacia adelante, con los cuartos traseros en el aire.
Siguiendo un impulso, Baedecker cogió su vieja cazadora de vuelo del asiento trasero y empezó a trepar por el sendero.
Aunque había retazos de nieve esparcidos por las zonas sombreadas, el día era cálido y Baedecker sentía el olor de la tierra que se entibiaba. Sintió un mareo al girar por el primer tramo de sendero, pero no tenía problemas para respirar. Se preguntó por qué no había tenido apetito en los últimos días y por qué, sin haber dormido dos días y con el estómago vacío, se sentía fuerte, casi eufórico.
El sendero se niveló para seguir la ascendente línea del risco y Baedecker se detuvo para admirar la vista del norte y el este, más allá de los pinares. A un tercio del camino vio trozos de tela, trapos de color, atados a los arbustos bajos a lo largo del sendero. Se detuvo y tocó uno de ellos, que ondeaba en la brisa cálida.
– Hola.
Baedecker dio media vuelta. El hombre estaba sentado en una zona baja cerca del borde, a cinco metros del sendero. Era un camping natural, protegido de los vientos del norte y el oeste por rocas y árboles, pero con vistas hacia tres lados.
– Hola -dijo Baedecker, acercándose-. No lo había visto.
Era indudable que el anciano era indio: tez de color del cobre quemado, ojos tan oscuros que parecían negros, nariz ancha bajo la frente arrugada, camisa suelta, azul y estampada, cinta roja y ceñida, pelo largo y canoso anudado en trenzas. Llevaba un anillo, con una piedra azul. Sólo desentonaban las raídas zapatillas de lona verde.
– No quería molestar -dijo Baedecker. Miró la tienda de lona marrón erigida cerca de una estructura baja hecha de ramas y piedras. Baedecker supo de inmediato que era una choza para baños de sudor, sin saber cómo lo sabía.
– Siéntese -dijo el indio. El anciano estaba sentado en una piedra, con una pierna sobre otra, en una posición cómoda, casi femenina.
– Soy Robert Medicina Dulce -dijo con voz sedosa y divertida, como si estuviera a punto de reírse por una broma.
– Richard Baedecker.
El anciano asintió como si esta información fuera redundante.
– Bonito día para escalar la montaña, Baedecker.
– Muy bonito día. Aunque no sé si llegaré a la cima.
El indio se encogió de hombros.
– Hace mucho que vivo aquí y jamás he estado en la cima. No siempre es necesario. -Usaba una navaja para afilar una vara corta. Había ramas, raíces y piedras en el suelo. Baedecker vio los huesos de un animalillo en la pila. Algunas piedras estaban pintadas de colores brillantes.
Baedecker miró hacia la pradera del norte. Desde allí no veía carreteras y sólo algunas arboledas indicaban dónde estaban los ranchos. Tuvo una repentina comprensión visceral de cómo se sentirían los indios de las praderas un siglo y medio antes, cuando merodeaban sin restricciones por esa tierra ilimitada.
– ¿Es usted sioux? -preguntó, sin saber si la pregunta era cortés pero deseando conocer la respuesta.
Robert Medicina Dulce meneó la cabeza.
– Cheyenne.
– Oh, pensaba que los sioux vivían en esta parte de Dakota del Sur.
– Viven -dijo el anciano-. Nos echaron de esta región hace tiempo. Ellos creen que esta montaña es sagrada. Nosotros también. Sólo tenemos que viajar más.
– ¿Vive usted cerca?
El indio cogió una navaja y cortó un trozo de un cacto que crecía entre las rocas, lo peló y se apoyó la hoja en la lengua como un flautista afinando su instrumento.
– No. Viajo mucho para venir aquí. Mi tarea consiste en enseñar cosas a jóvenes que un día las enseñarán a otros jóvenes. Pero mi joven se ha retrasado.
– ¿De veras? -Baedecker miró el lejano aparcamiento. Su Civic era el único vehículo-. ¿Cuándo lo esperaba usted?
– Hace cinco semanas -dijo Robert Medicina Dulce-. Los Tsistsistas no tienen sentido del tiempo.
– ¿Quiénes? -preguntó Baedecker.
– El Pueblo -dijo el anciano con su voz sedosa y divertida, aludiendo a su tribu.
– Oh.
– Tú también has viajado mucho.
Baedecker pensó en ello y asintió.
– Mis ancestros, como Mutsoyef, viajaban mucho -dijo Robert Medicina Dulce-. Luego ayunaban, se purificaban y escalaban la Montaña Sagrada en busca de una visión. A veces Maiyun les hablaba. Con mayor frecuencia callaba.
– ¿Qué clase de visiones? -preguntó Baedecker.
– ¿Has oído hablar de Mutsoyef y la caverna y el Don de las Cuatro Flechas?
– No.
– No importa -dijo Robert Medicina Dulce-. Eso no te concierne, Baedecker.
– ¿Y dice usted que la montaña también es sagrada para los sioux?
El anciano se encogió de hombros.
– Los arapahoes recibieron aquí una medicina que quemaban para hacer un humo dulzón para sus rituales. Los apaches recibieron el don de una medicina mágica equina; los kiowas el riñó sagrado de un oso. Los sioux dicen que recibieron una pipa de la montaña, pero yo no les creo. Inventaron eso por envidia. Los sioux son muy embusteros.
Baedecker cambió de posición y sonrió.
Robert Medicina Dulce dejó de afilar la vara y miró a Baedecker.
– Los sioux afirmaban haber visto una gran ave en la montaña, un verdadero Pájaro de Trueno, con alas de más de un kilómetro de longitud y una voz que parecía el fin del mundo. Pero eso no es gran medicina. Son triquiñuelas Wihio . Cualquier hombre con un poco de medicina puede invocar al Pájaro de Trueno.
– ¿Puede usted? -preguntó Baedecker.
El viejo chascó los dedos.
A los dos segundos la tierra tembló con un rugido que parecía venir del cielo y la tierra al mismo tiempo. Baedecker vio algo enorme y reluciente detrás de él. La sombra se acercaba cubriendo las laderas, y Baedecker se apoyó en una rodilla para ver cómo el B-52H terminaba su viraje y se alejaba rugiendo a una altura de menos de ciento cincuenta metros, más bajo que la cima del monte. Los ocho motores de reacción dejaron una estela de humo negro en el aire de la tarde. Baedecker se sentó, sintiendo en las piedras las vibraciones del paso del avión.
– Lo lamento, Baedecker -dijo el anciano. Los dientes eran amarillos y fuertes, y sólo le faltaba uno de los inferiores-. Ha sido un truco Wihio barato. Vienen aquí todos los días a esta hora desde la base Ellsworth. Me dicen que usan esta montaña para cerciorarse de que su aparato de radar les dice la verdad cuando viajan.
– ¿Qué significa Wihio ? -preguntó Baedecker.
– Es nuestra palabra para el Embaucador -dijo el cheyenne, cortando y mascando otra hoja de cacto-. Wihio es indio cuando lo desea, animal cuando lo desea, y nunca tiene buenos propósitos. Puede demostrar un cruel sentido del humor. Es la misma palabra que usamos para araña y para hombre blanco.
– Oh -dijo Baedecker.
– Además, muchos sospechamos que es el Creador.
Baedecker reflexionó sobre esto.
– Cuando Mutsoyef bajó de esta montaña… -dijo el viejo, e hizo una pausa para sacarse un trozo de planta de la lengua-. Cuando bajó, llevaba consigo el Don de las Flechas Sagradas, nos enseñó las Cuatro Canciones, nos contó nuestro futuro, incluida la extinción del búfalo y la llegada de los hombres blancos que nos reemplazarían, y luego dio las Flechas a sus amigos y dijo: «Esto que os doy es mi cuerpo. Recordadme siempre.» ¿Qué piensas de esto, Baedecker?
– Me suena familiar.
– Sí -dijo el anciano. Cortó una raíz en trozos pequeños y la miró frunciendo el ceño-. A veces temo que mi abuelo y mi bisabuelo tomaban prestada una buena historia cuando la oían. No importa. Ten, ponte esto en la boca. -Entregó a Baedecker un pequeño trozo de raíz al que había pelado la capa superior.
Baedecker la sostuvo en la mano.