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– ¿Qué es?

– Un trozo de raíz -dijo el anciano con voz paciente.

Baedecker se puso el trozo de raíz en la boca. Tenía un gusto vagamente amargo.

– No lo mastiques ni lo sorbas -dijo Robert Medicina Dulce, poniéndose un trozo más grande en la boca. Lo hizo girar hasta que se le hinchó como un trozo de tabaco contra la mejilla-. No lo tragues.

Baedecker guardó silencio un minuto, sintiendo el sol en la cara y las manos.

– ¿Qué efecto tiene? -preguntó.

El anciano se encogió de hombros.

– Impide que me venga sed -dijo-. Mi botella de agua está vacía y hay un largo camino hasta la bomba del centro de visitantes.

– ¿Puedo pedirle algo?

El anciano dejó de cortar la raíz y asintió.

– Tengo una amiga -dijo Baedecker-, alguien a quien amo y a quien creo muy sabia. Ella cree en la riqueza y el misterio del universo y no cree en lo sobrenatural.

Robert Medicina Dulce esperó.

– ¿Cuál es la pregunta? -dijo al cabo de un minuto.

Baedecker se tocó la frente, sintiendo el ardor del sol. Se encogió de hombros ligeramente, pensando en el gesto de Scott.

– Me preguntaba qué pensaría usted de eso -dijo.

El viejo cortó otros dos trozos de raíz y se los puso en la boca, pasándolos a la otra mejilla y habló con lentitud y claridad:

– Creo que tu amiga es sabia.

Baedecker entornó los ojos. Tal vez fuera producto de varios días sin comida, o el tiempo que había pasado al sol o ambas cosas, pero entre él y el anciano cheyenne el aire parecía vibrar, fluctuando como vaharadas de calor en una carretera en un día de verano.

– ¿Usted no cree en lo sobrenatural? -preguntó Baedecker.

Robert Medicina Dulce miró hacia el este. Baedecker siguió la mirada. En la llanura, el sol centelleó contra una ventana o parabrisas.

– Tal vez tú conozcas más ciencia que yo -dijo el viejo-. Si el mundo natural es el universo, ¿cuánto crees que conocemos de él? ¿O qué comprendemos? ¿El uno por ciento?

– No -respondió Baedecker-. No tanto.

– ¿El uno por ciento del uno por ciento?

– Quizá -dijo Baedecker, aunque al decirlo lo puso en duda. No creía que el universo fuera infinitamente complejo (un diezmilésimo de un conjunto infinito seguía siendo un conjunto infinito), pero tenía la intuición visceral de que aun en el limitado reino de las leyes físicas elementales los humanos no habían atisbado ni siquiera un diezmilésimo de las permutaciones y posibilidades-. Menos que eso.

Robert Medicina Dulce guardó la navaja y abrió las manos. Los dedos se abrieron al sol como pétalos.

– Tu amiga es sabia -dijo-. Ayúdame, Baedecker.

Se levantó y cogió el brazo del viejo, dispuesto a hacer fuerza, pero Robert Medicina Dulce no pesaba nada. El viejo se levantó sin esfuerzo para ninguno de los dos, y Baedecker tuvo que echar una pierna hacia atrás para no caerse. Sintió un cosquilleo en los brazos, donde lo había tocado el cheyenne. Tuvo la sensación de que de no haberse sostenido el uno al otro habrían levitado en ese momento, dos globos libres errando sobre la pradera de Dakota del Sur.

El indio apretó los brazos de Baedecker una vez y lo soltó.

– Ten un buen paseo por la montaña, Baedecker -dijo-. Yo debo bajar la colina para conseguir agua y usar ese pestilente retrete. Odio acuclillarme entre los arbustos. No es civilizado.

El viejo cogió un recipiente de plástico y echó a andar despacio colina abajo, contoneándose al andar. Se detuvo una vez para decir:

– Baedecker, si encuentras una caverna profunda, muy profunda, háblame de ella al bajar.

Baedecker asintió y se quedó mirando al hombre que se alejaba. No pensó en despedirse hasta que Robert Medicina Dulce se perdió de vista en una curva del sendero.

Baedecker tardó cuarenta y cinco minutos en llegar a la cima. Ni una sola vez se sintió agitado o cansado. No encontró una caverna.

La vista desde la cima era la más hermosa que había presenciado en la Tierra. Las montañas de las Colinas Negras llenaban el sur, y algunos picos nevados se elevaban sobre pliegues boscosos. Una sucesión de ligeros cúmulos avanzaba de oeste a este, recordando a Baedecker los rebaños de ovejas que él y Maggie habían visto desde la meseta del Uncompahgre. Al norte, las llanuras se extendían en ondulaciones marrones y verdes hasta fundirse con la bruma de la distancia.

Baedecker halló una silla natural formada por dos pequeñas rocas y un tronco caído. Se acomodó allí y cerró los ojos, sintiendo el sol en los párpados. La grata sensación de estómago vacío se le difundió por el cuerpo y la mente. En ese momento no iba a ninguna parte, no planeaba nada, no pensaba en nada, no quería nada. El sol era muy tibio, pero pronto esa tibieza fue algo distante, e incluso ella desapareció.

Baedecker durmió. Y al dormir soñó.

Su padre lo sostenía, enseñándole a nadar, pero no estaban en North Avenue Beach, en el lago Michigan, sino en la cima del Monte del Oso, y la luz era muy extraña, tenue y parda y muy matizada, nítida como el relámpago que había iluminado a los espectadores del parque de Glen Oak, congelándolos en el tiempo, preservando el instante en un centelleo estroboscópico de luz silenciosa.

No había lago en el Monte del Oso, pero Baedecker notó que el aire era denso como el agua, y su padre lo sostenía horizontal, un brazo bajo el pecho de Baedecker, otro bajo las piernas, y decía: «Tienes que relajarte, Richard. No temas bajar la cara. Contén el aliento un segundo. Flotarás. Y si no flotas, estoy aquí para sostenerte.»

Baedecker bajó la cara obedientemente. Pero primero miró al padre, miró ese rostro familiar, la boca que reconocería siempre, las arrugas que rodeaban la boca, los ojos oscuros y el pelo oscuro que él no había heredado, la media sonrisa que sí había heredado. Miró a su padre, con su abolsado traje de baño, el bronceado que terminaba en la parte superior de los brazos, la pequeña barriga, el pálido pecho que empezaba a curvarse en el centro con el paso de los años. Baedecker obediente, bajó la cara, pero primero, como antes, alzó la cara hacia el hueco del cuello de su padre, oliendo ese aroma a jabón y tabaco, sintiendo la aspereza de la barba crecida, y luego, como nunca había hecho, alzó ambos brazos y estrechó al padre, acercando su mejilla a la mejilla del padre, lo estrechó con fuerza y se sintió estrechado.

Luego bajó la cara y contuvo el aliento, tendiendo los brazos, estirando las piernas, sosteniendo el cuerpo en un solo plano, tieso pero relajado. Y flotó.

– ¿Ves qué fácil es? -dijo su padre-. Continúa. Yo te sostendré si tienes problemas.

Baedecker flotó a mayor altura, elevándose sobre la roca y los pinos del monte, flotando sin esfuerzo sobre suaves corrientes, y cuando miró hacia abajo su padre se había ido. Baedecker soltó el aire, inhaló, movió con calma los brazos y las piernas, y nadó hacia el sur con brazadas largas y firmes. Las corrientes eran más cálidas a mayor altura. Pasó entre dos cúmulos de fondo plano y continuó, sin necesidad de descansar. Se elevó más, viendo que la montaña se encogía debajo hasta ser sólo un dibujo oscuro entre las nubes, indiscernible de la geometría de las llanuras, bosques, ríos y demás montañas. Cuando las corrientes se volvieron más fuertes y frías, Baedecker se detuvo para hollar el aire denso con ágiles movimientos de los brazos y las piernas. La maravillosa luz le permitía ver con mucha claridad. La larga y grácil curva del horizonte del sur y el este no presentaba obstáculos a la visión.

Baedecker vio el transbordador espacial apoyado en la rampa, sin los andamiajes, y el Atlántico detrás. Todos los espectadores estaban de pie, muchos con los brazos alzados, mientras los cohetes escupían llamas brillantes y el vehículo ascendía, al principio despacio sobre una columna de fuego claro, luego deprisa, arqueándose como una enorme flecha blanca disparada desde el arco de la tierra, girando mientras trepaba, lanzando llamas que se dividían en largas columnas y volutas de humo fragante. Baedecker observó el ascenso de la nave blanca hasta que se alejó de él, cayendo confiadamente en una lejana curva de mar y aire, y luego se volvió y encontró a Scott en la multitud de espectadores, lo encontró fácilmente, y vio que Scott también alzaba los brazos, cerrando los puños, abriendo la boca en la misma y callada plegaria que ofrecían los demás mientras impulsaban la blanca flecha de la nave espacial en su camino, y Baedecker vio las lágrimas en la cara feliz del hijo.

Se elevó más. Sentía la mordedura del frío, pero la ignoró, esforzándose por superar las mareas y presiones que procuraban arrastrarlo hacia abajo. Y de pronto no necesitó más esfuerzo. Baedecker subió revoloteando, viendo de nuevo el planeta como la esfera blanca y azul que era, rodeado de terciopelo negro, tan pequeño y bello como para rodearlo con los brazos. Cerca, tentadoramente cerca, se encontraba la gran curva irregular de su otro mundo, blanco y gris. Pero aun mientras giraba disponiéndose a atravesar la corta distancia restante, supo que esto le estaba negado. No, no negado, pues una vez se le había concedido. Sólo estaba negado el retorno. Pero luego, como recompensa, flotó sobre los familiares picos blancos y los cráteres sombríos, y pudo ver con mayor claridad que antes.

Vio los aparatos dorados y plateados que habían dejado él y su amigo, metal muerto, ya inservible. Años de días tórridos y noches gélidas habían extinguido su ínfimo calor y su obtusa actividad. Pero también vio las cosas más importantes que ambos habían dejado, no la bandera caída ni las máquinas polvorientas, sino sus huellas, profundas y marcadas como cuando se habían ido, y algunos objetos que recibían la luz del sol naciente: una pequeña fotografía, una hebilla frente a la Tierra en cuarto creciente.

Y antes de regresar, tiritando, Baedecker vio algo más. En el límite entre luz y oscuridad, donde afiladas sombras negras abrían agujeros en el tenue claro de Tierra, Baedecker vio las luces. Hileras de luces. Círculos de luces. Luces de ciudades, carreteras, canteras y comunidades, algunas dentro de excavaciones, otras extendiéndose orgullosamente sobre el oscuro mare y las tierras altas, esperando tenazmente el alba.

Y luego Baedecker regresó. Se detuvo varias veces, braceando para mantenerse en su sitio, pero permitiendo que el gran tirón de la Tierra lo arrastrase suave e inexorablemente. Sólo al final, conteniendo el aliento, flotando encima del monte y viendo la camioneta azul que se detenía, viendo a la joven que salía y echaba a correr sendero arriba, sólo entonces aceptó plenamente el tirón de la Tierra, y vio con nitidez que era algo más que la obtusa llamada de la materia a la materia. Al comprenderlo, Baedecker sintió esa energía dentro de sí mismo, atravesándolo y brotando de él, eslabonando personas y cosas.

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