Permanecieron en silencio unos instantes. Los altavoces del aeropuerto llamaban a gente y negaban toda responsabilidad por los grupos religiosos que pedían dinero.
– ¿Y cómo termina? -preguntó Scott.
– ¿El cuento? Bien, el narrador recuerda su infancia, cuando comulgaba y le enseñaban a no tocar la hostia con los dientes.
– Eso no es lo que me enseñaron en Saint Malachy's.
– No -convino Baedecker-. Ahora la hostia es tan gruesa que hay que masticarla. Eso es lo que decide el narrador con su vida al final del cuento. Creo que las líneas finales son: «El mundo es la hostia. Y hay que masticarlo.»
Scott se quedó mirando a su padre.
– ¿Has leído alguno de los libros védicos sagrados, papá? -preguntó al fin.
– No.
– Yo sí. Leí bastante el año pasado en la India. No tenían mucho que ver con lo que enseñaba el Maestro, pero creo que recordaré los libros por más tiempo. Uno de mis fragmentos favoritos es del Tatiriya Upanishad . Dice: «Yo soy este mundo, y yo me como este mundo. Quien sabe esto, sabe.»
La pizarra anunció el vuelo de Baedecker; éste se levantó, tomó la bolsa de vuelo con la mano izquierda y le tendió la mano derecha al hijo.
– Cuídate, Scott. Te veré en Navidad, o antes.
– Tú también cuídate, papá -dijo Scott. Ignorando la mano tendida, abrazó a Baedecker.
Baedecker apoyó la mano en la fuerte espalda del hijo y cerró los ojos.
Baedecker cogió un vuelo de United que salía a las 7.45 del aeropuerto O'Hare. Volaba a Seattle pero tenía una parada en Rapid City, Dakota del Sur, el punto más cercano al rancho de los abuelos de Maggie, cerca de Sturgis, al que Baedecker podía llegar sin transbordos. Cansado como estaba, Baedecker advirtió que el avión era uno de los nuevos Boeing 767. Nunca había volado en uno de ellos.
Sirvieron el desayuno cuando sobrevolaban el sur de Minnesota. Baedecker miró la bandeja de huevos revueltos y salchicha recalentados y decidió que, con apetito o sin él, era hora de comer al cabo de casi tres días. No pudo hacerlo. Estaba bebiendo café y mirando el paisaje oscuro entre jirones de nubes cuando se le acercó la azafata.
– ¿Señor Baedecker?
– ¿Sí? -respondió Baedecker alarmado. ¿Cómo conocía su nombre? ¿Le habría ocurrido algo a Scott?
– El capitán Hollister pregunta si desea pasar a la cabina de mando.
– Claro -respondió Baedecker, siguiéndola por la primera clase con alivio. Hurgó en su memoria, tratando de recordar si había conocido a un piloto de línea llamado Hollister. No recordaba a nadie con ese nombre, pero no confiaba en su memoria.
– Adelante, señor -dijo la azafata, abriéndole la puerta.
– Gracias -respondió Baedecker, y entró.
El piloto lo saludó con una sonrisa. Era un cuarentón de cara rubicunda y pelo tupido, sonrisa aniñada y una expresión agradable que evocaba a Wally Schirra.
– Bien venido, señor Baedecker, soy Charlie Hollister. Éste es Dale Knutsen.
Baedecker saludó con la cabeza a ambos.
– Espero que no le hayamos interrumpido el desayuno -dijo Hollister-. Vi su nombre en la lista de pasajeros y pensé que le gustaría comparar nuestro nuevo juguete con el Apollo .
– Por Dios -dijo Baedecker-, me asombra que usted haya hecho la asociación.
Hollister sonrió de nuevo. Ni el piloto ni el copiloto parecían dedicarse a conducir el avión.
– Venga -dijo Knutsen, desabrochándose la correa-. Ocupe mi asiento. Yo voy un minuto a la cocina.
Baedecker se lo agradeció y se acomodó en el asiento revestido de lana de cordero. Excepto por el volante, que sustituía un control manual, la cabina era muy parecida a la del transbordador. Las terminales de video exhibían lecturas de instrumental, líneas de datos y mapas de color en tres pantallas. En la consola que lo separaba de Hollister había un teclado de ordenador. Baedecker miró el cielo azul, el remoto horizonte, las lejanas capas de nubes.
– Me sorprende que usted me haya recordado -le dijo al piloto-. No nos conocemos, ¿verdad?
– No, señor -respondió Hollister-. Pero conozco todos los nombres de las diversas misiones y recuerdo haberle visto en televisión. Siempre quise ser astronauta, pero…
Baedecker extendió la mano.
– Olvidemos el «señor». Me hace sentir viejo. Me llamo Richard.
– Qué tal, Richard -dijo Hollister, dándole la mano por encima del ordenador.
Baedecker miró las pantallas parpadeantes y el volante que se movía.
– Parece que el avión se conduce solo. ¿Os deja hacer algo a vosotros?
– No mucho -dijo Hollister riendo-. Es una maravilla, ¿verdad? La última novedad. Puedo programarlo en O'Hare y no tendría que hacer nada hasta aterrizar en Seattle. Lo único que no sabe hacer es bajar el tren de aterrizaje.
– Pero no funciona totalmente en automático, ¿verdad? -preguntó Baedecker.
Hollister meneó la cabeza.
– Sostenemos la opinión de que debemos intervenir, y el sindicato nos respalda. La aerolínea afirma que compró el siete-seis-siete para que el sistema informático de vuelo le ahorre dinero en combustible, y que desbaratamos sus planes cada vez que lo ponemos en manual. Lo cierto es que tiene razón.
– ¿Es divertido pilotarlo? -preguntó Baedecker.
– Es una buena nave -dijo Hollister. Tecleó un botón y los despliegues visuales cambiaron-. Tan seguro como estar sentado en el porche de la abuela. Pero no es divertido. -Le mostró los detalles del sistema de control de vuelo, el indicador de motor, el sistema de alerta y las pantallas de radar de color que incorporaban mapas de su posición en relación con las emisoras omnidireccionales VHF, los puntos intermedios y los haces del sistema de aterrizaje por instrumentos. El mapa indicaba la posición de los frentes de tormenta, calculaba la velocidad del viento y les permitía saber qué rumbo seguían en cada momento-. Es capaz de decirme con quién está acostada mi mujer si se lo pregunto con amabilidad. ¿Qué te parece este aparato comparado con el artilugio que llevaste a la Luna?
– Impresionante -dijo Baedecker, sin contarle a Hollister que había trabajado para una compañía que producía aviones militares que estaban años luz por delante de ese sistema-. Para responder a tu pregunta, gran parte del instrumental de calibración y de medición estaba muy anticuado, y el ordenador del que dependíamos para llegar a la superficie tenía una capacidad total de sólo treinta y nueve palabras.
– Santo cielo -dijo Hollister, meneando la cabeza.
– Exacto. Estos sistemas son muy superiores a los nuestros. Y los nuestros eran menos flexibles. Si surgía un problema nuevo, sólo podíamos emplear unas dos mil palabras.
– Uno se pregunta cómo llegasteis allá -dijo Hollister. Tomó los controles, tocó un interruptor del panel de instrumentos y apoyó la mano derecha en el regulador-. ¿Quieres conducirlo un segundo?
– ¿United no pondrá el grito en el cielo?
– Sin duda. Pero sólo podrá averiguarlo si oye nuestras voces en el grabador de la caja negra, y en ese caso poco nos importará. ¿Quieres?
– Claro.
– Adelante.
Baedecker cogió el volante con cuidado, pensando en el centenar de pasajeros que removían el café a sus espaldas. Delante, las nubes se disipaban dejando ver la línea oscura del horizonte.
– ¿Es verdad que Dave Muldorff quería bautizar The Beagle al módulo lunar? -preguntó Hollister.
– Claro que sí. Y casi llegó a convencerlos. Dijo que estaba en la tradición de Darwin, el viaje del Beagle y todo eso. Cuando los tripulantes empezaron a bautizar las máquinas, tenían nombres como Gumdrop, Spidery Snoopy . Después de Neil, «el Eagle ha aterrizado» y todo eso, los nombres se volvieron más serios y pretenciosos. Endeavor, Orion, Intrepid, Odyssey. … En el último momento desconfiaron de las intenciones de Dave y sugirieron enfáticamente que se atuviera a Discovery .
– ¿Qué tenía de malo Beagle ? -preguntó Hollister.
– Nada, pero conocían a Dave y tenían razón. Dave había preparado un discurso que empezaba con «Houston, el Beagle ha aterrizado». Siguiendo con la broma canina, trató de persuadir a Tom Gavin de que aceptara Lassie para el módulo de mando, y pensaba decir que el vehículo rodante Rover era un gran hijo de perra. Habríamos quedado en la historia de la NASA como los Beagle Boys . No, hicieron bien en frustrar las intenciones de Dave.
Hollister rió.
– Recuerdo cuando vosotros dos jugabais con un Frisbee , debió de ser una gran época para volar.
El copiloto regresó con tazas de café para todos. Baedecker le devolvió los controles a Hollister, cedió el asiento a Knutsen y se apoyó un minuto en el asiento del copiloto, mirando la vasta extensión de cielo y nubes.
– Sí -dijo, alzando la taza de plástico en un brindis silencioso y bebiendo el sabroso café negro-. Una gran época.
El aeropuerto de Rapid City parecía una pista de aterrizaje en busca de un pueblo. Al descender sobrevolaron campos de pastoreo, cauces secos y ranchos. La única pista se extendía sobre una meseta herbosa que tenía sólo una diminuta terminal, una torre baja y un aparcamiento casi vacío.
Al instalarse en su Honda Civic alquilado, Baedecker decidió que estaba harto de vuelos comerciales y coches de alquiler. Usaría sus ahorros para comprar un Corvette 1960 y terminaría con eso. Todavía mejor, cuando llegara el dinero, un pequeño Cessna 180…
El viaje desde Rapid City hasta la salida de Sturgis por la interestatal 90 duró cuarenta y cinco minutos. La carretera atravesaba los cerros que separaban la oscura masa de las Colinas Negras de la pradera que se extendía al norte hasta el horizonte. Las urbanizaciones y los parques de casas rodantes encaramados sobre las laderas parecían heridas abiertas en el paisaje.
Eran las doce y media cuando Baedecker preguntó en una gasolinera Conoco, cerca de la salida de la interestatal, y casi la una de la tarde cuando atravesó un arco de madera al inicio del largo camino que conducía a Wheeler Ranch.
La mujer que se le acercó cuando Baedecker se apeó del coche y se desperezó le recordó a Elizabeth Sterling Callahan de Lonerock, Oregon. Tenía por lo menos setenta años pero se movía con soltura, llevaba el pelo largo y gris sujeto con un pañuelo y vestía una chamarra y pantalones azules. El rostro irradiaba placidez. Un collie trotaba a su lado.
– Hola -saludó-. ¿Puedo ayudarle?