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Baedecker dejó que Scott condujera el Beretta alquilado mientras la marea de vehículos se dirigía al oeste por la autopista.

– Scott -dijo-, ¿cuáles son tus planes si mañana se realiza el lanzamiento?

– Lo que había planeado antes -dijo Scott-. Ir a Daytona unos días para visitar a Terry y Samantha. Y la semana que viene volar a Boston para ver a mamá cuando llegue de Europa. ¿Por qué?

– Sólo me preguntaba -dijo Baedecker. Los limpiaparabrisas chascaban en una inútil batalla contra el chaparrón. Las luces de freno parpadeaban en la larga fila que los precedía-. En realidad, estaba pensando en volar hoy a Boston. Si espero hasta después del lanzamiento de mañana por la tarde, no tendré tiempo suficiente para mi cita en Austin el lunes.

– ¿Boston? -dijo Scott-. Oh, claro… no sería mala idea.

– ¿Irías a Daytona esta noche, entonces?

Scott reflexionó un segundo, tamborileando en el volante con los dedos.

– No, no creo. Ya le dije a Terry que llegaría mañana por la noche o el domingo. Me quedaré aquí a mirar el lanzamiento.

– ¿No te importa? -preguntó Baedecker, mirando a su hijo. Los meses que habían pasado juntos la primavera y el verano anterior le habían enseñado a calibrar la verdadera reacción de Scott ante las cosas.

– No, no me importa -dijo Scott, con una sonrisa franca-. Vamos al motel a buscar tus cosas.

La lluvia había amainado bastante cuando viraron al sur por la autopista 1.

– Espero que el Día de Acción de Gracias no te haya resultado deprimente -dijo Baedecker. Habían comido solos en el motel antes de ir a la reunión de los astronautas.

– ¿Bromeas? -dijo Scott-. Ha sido magnífico.

– Scott, ¿te importaría hablarme de tus planes? Tus planes a largo plazo.

Su hijo se acarició el pelo corto y húmedo.

– Ver a mamá por un tiempo. Terminar este semestre.

– ¿De veras piensas terminar?

– ¿A cinco semanas de la graduación? Ya lo creo.

– ¿Y después?

– ¿Después de la graduación? Bien, he estado pensando en ello, papá. La semana pasada recibí una carta de Norm diciéndome que podría volver a su equipo de construcción y trabajar hasta mediados de agosto. Me ayudaría a pagar el curso de doctorado de Chicago.

– ¿Planeas ir allá?

– Si el programa de filosofía es tan bueno como dice Kent, me tienta bastante -dijo Scott-. Y aunque la beca es parcial, es el mejor trato que me han ofrecido. Pero también he estado pensando en ingresar en las fuerzas armadas por un par de años.

Baedecker miró a su hijo. Se habría sorprendido del mismo modo si Scott le hubiera anunciado impávidamente que volaba a Suecia para hacerse una operación de cambio de sexo.

– Es sólo una idea -dijo Scott, pero algo en la voz sugería lo contrario.

– No te comprometas con nada semejante a menos que yo cuente con unas horas, o semanas, para tratar de disuadirte -dijo Baedecker.

– Lo prometo. Oye, siempre pasaremos la Navidad en la cabaña, ¿verdad?

– Ésa es mi intención -dijo Baedecker.

Enfilaron hacia el este por la autopista 520 y viraron al sur, dejando atrás la incesante hilera de moteles de Cocoa Beach. Baedecker se preguntó cuántas veces había conducido por este camino desde la base Patrick de la Fuerza Aérea, impaciente por llegar al Cabo.

– ¿Cuál de ellas? -preguntó.

– ¿Cómo? -preguntó Scott, buscando la entrada del motel a través de un nuevo chaparrón.

– ¿Qué fuerza?

Scott viró hacia la calzada y aparcó frente al edificio. La lluvia repiqueteaba sobre el techo.

– Pero, papá. ¿Necesitas preguntármelo? ¿Después de haberme criado en una familia orgullosa de tres generaciones de Baedecker en el cuerpo de Marines ? -Abrió la portezuela y salió de un brinco, deteniéndose en la lluvia sólo para decir-: Pensaba en los Guardacostas-. Y echó a correr hacia el alero del motel.

Nevaba en Boston, y estaba oscureciendo cuando Baedecker cogió un taxi desde el aeropuerto internacional Logan hasta una dirección cercana a la Universidad de Boston. Todavía bronceado después de tres días en Florida, miró a través de la penumbra el agua marronosa y helada del río Charles y tiritó. Las luces se encendían en las oscuras márgenes. La nieve se transformaba en un agua mugrienta que las llantas de los coches salpicaban en la calle.

Baedecker siempre había imaginado a Maggie viviendo cerca del campus, pero el apartamento estaba a cierta distancia, cerca de Fenway Park. La apacible calle lateral estaba bordeada por escalinatas y árboles desnudos; el vecindario había estado al borde de la decadencia en los años 60, jóvenes profesionales lo rescataron en los 70 y ahora estaba a punto de ser invadido por ricachones de mediana edad en busca de un hogar permanente.

Baedecker pagó al chofer y corrió del taxi a la puerta del viejo edificio. Había intentado llamar desde Florida y desde Logan, pero fue en vano. Suponía que Maggie estaría comprando y que volvería a casa cuando él llegara, pero al ver las ventanas oscuras se preguntó por qué pensaba que la hallaría en casa el viernes por la noche después de Acción de Gracias.

El pasillo del segundo piso era acogedor pero la luz era borrosa. Baedecker miró el número de apartamento en el sobre, aspiró profundamente y golpeó. No hubo respuesta. Golpeó de nuevo y esperó. Un minuto después caminó hacia el final del pasillo y miró por una ventana alta. A través de la abertura de un callejón vio que nevaba pesadamente frente a un letrero de neón, encima de una tienda oscura.

– Oiga, ¿era usted quien golpeaba? -Una chica de poco más de veinte años y un joven de gafas asomaron de un apartamento, a dos puertas del de Maggie.

– Sí -dijo Baedecker-. Busco a Maggie Brown.

– Se ha ido -dijo la mujer. Se volvió hacia el interior del apartamento y gritó-: Oye, Tara, ¿Maggie no se fue a las Bermudas con el tal Bruce? -Hubo una respuesta ahogada-. Se fue -repitió la chica cuando Baedecker se acercó.

– ¿Sabe cuándo regresará?

La mujer se encogió de hombros.

– El descanso de Acción de Gracias empezó ayer. Tal vez dentro de diez días.

– Gracias -dijo Baedecker, y bajó por la escalera. Una atractiva joven de pelo corto y castaño se cruzó con él en el vestíbulo.

Baedecker salió a la acera y se detuvo, mirando la nieve. Se preguntó cuánto tendría que caminar para hallar un teléfono o un taxi. El frío le penetraba el impermeable y tiritó. Se volvió a la derecha y echó a andar hacia la avenida Massachusetts.

Había caminado una manzana y media y tenía los zapatos empapados cuando oyó una voz a sus espaldas.

– Oiga, espere un segundo.

Baedecker se detuvo en el borde de la acera mientras la joven que había visto en el vestíbulo cruzaba la calle.

– ¿Es usted Richard? -preguntó ella.

– Richard Baedecker.

– Vaya, suerte que he hablado con Becky un momento -dijo la joven, recobrando el aliento-. Soy Sheila Goldman. Usted habló conmigo por teléfono una vez.

– ¿SÍ?

Sheila Goldman asintió y se apartó un copo de nieve de la pestaña.

– Sí. En septiembre, a principios del año escolar. Esa noche Maggie estaba con su familia.

– Oh, sí -recordó Baedecker. Había sido una conversación muy breve. Él ni siquiera había dejado el nombre.

– ¿Le ha dicho Becky que Maggie se había ido durante las vacaciones?

– Sí -dijo Baedecker-. Yo ignoraba que interrumpían las clases tanto tiempo.

– Becky le ha dicho que pensaba que Maggie se había ido con Bruce Claren, ¿no es así? -Se apartó más nieve de las pestañas-. Bien, Becky no se entera demasiado. Bruce la anduvo asediando durante semanas, pero Maggie no tenía interés en ir con él a ninguna parte.

– ¿Es usted amiga de Maggie? -preguntó Baedecker.

Sheila asintió.

– Fuimos compañeras de cuarto por un tiempo. Somos bastante amigas. -Se frotó la nariz con el mitón-. Pero no tan íntimas como para que Maggie no me matara si averiguara que usted vino a visitarla y… Bien, de cualquier modo no está en las Bermudas con Bruce.

Un coche viró a gran velocidad, salpicándolos con nieve derretida. Baedecker cogió el codo de Sheila Goldman y ambos se apartaron del borde de la acera.

– ¿Adonde ha ido Maggie para Acción de Gracias? -preguntó. Sabía que los padres de Maggie vivían a una hora de distancia, en New Hamsphire.

– Salió ayer para Dakota del Sur -contestó Sheila-. Cogió un avión por la tarde.

«¿Dakota del Sur?», pensó Baedecker. Luego recordó una conversación que habían tenido en Benarés muchos meses antes.

– Oh, sí -dijo-. Sus abuelos.

– Ahora es sólo Memo, la abuela. El abuelo murió en enero.

– No lo sabía -dijo Baedecker.

– Aquí está la dirección y todo lo demás -dijo Sheila, dándole un papel amarillo. La letra era de Maggie-. Oiga, ¿quiere venir a nuestro apartamento para llamar un taxi?

– No, gracias. Llamaré desde la calle si no encuentro uno en la avenida Massachusetts. -Impulsivamente le tomó la mano y la estrujó-. Gracias, Sheila.

Ella se puso de puntillas y le besó la mejilla.

– De nada, Richard.

Baedecker llegó a Chicago poco después de medianoche y pasó seis horas de insomnio en el Sheraton del aeropuerto. Estaba en la oscura habitación escuchando ruidos y respirando los olores del motel cuando pensó en su última conversación con Scott.

Mientras esperaban el vuelo de Baedecker para Miami en el aeropuerto Melbourne, cerca del Cabo, de pronto, Scott dijo:

– ¿Has pensado alguna vez cuál sería tu epitafio?

Baedecker dejó el periódico.

– Qué pregunta tan tranquilizadora antes de un vuelo.

Scott sonrió y se frotó las mejillas. La barba incipiente -se la estaba dejando crecer- le brilló bajo la luz.

– Sí, bien, yo he estado pensando en el mío. Me temo que dirá: «Vino, vio y estropeó.»

Baedecker meneó la cabeza.

– No se permiten epitafios pesimistas hasta que tengas por lo menos veinticinco años -dijo. Se puso a leer de nuevo pero dejó el periódico-. En verdad, no difiere mucho de una cita que he llevado en la cabeza durante años, sospechando que terminaría siendo mi epitafio.

– ¿Cuál es? -preguntó Scott. Afuera, la lluvia amainaba, y las palmeras se perfilaban contra un cielo brillante.

– ¿Has leído alguna vez La escuela de música de John Updike?

– No.

Baedecker hizo una pausa.

– Creo que es mi cuento favorito. De todos modos, en un momento dado el narrador dice: «No soy musical ni religioso. En cada instante de mi vida debo apretar los dedos sin confiar en que oiré un acorde.»

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