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Tucker resopló.

– Mientras no tengamos que dormir con esos bordes. Ni volar en sus naves. ¿Recuerdas Apollo -Soyuz ?

Baedecker recordaba. Él y Dave formaron parte del primer equipo que había presenciado el programa espacial soviético antes de la misión Apollo -Soyuz . Aún recordaba el sutil comentario de Dave en el vuelo de regreso. «¡Última palabra en tecnología! Cielos, Richard, llaman a eso la última palabra. Pensar que gastamos tanta energía haciendo creer a la población y al Congreso esas patrañas sobre el coloso espacial soviético, las supertecnologías que siempre están a punto de construir, ¿y qué vemos? ¡Remaches expuestos, paquetes electrónicos del tamaño de la radio Philco de mi abuela, y una nave que no podría conectarse con otra aunque tuviera una erección!»

El informe escrito había sido un poco más sobrio, pero durante la misión Apollo -Soyuz la nave norteamericana se había encargado del seguimiento y la conexión y, en contra de los planes originales, las tripulaciones no habían cambiado de nave para el aterrizaje.

– No quiero volar en esos cascajos -continuó Tucker-, pero si cooperando con ellos la NASA vuelve a explorar el espacio, podría aguantar el olor. -Se desabrochó las correas y empezó a descender, procurando usar las agarraderas apropiadas.

– Un camello que orina fuera, ¿eh? -observó Baedecker, siguiéndolo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Tucker, agachándose frente a la escotilla baja y redonda.

– Un viejo proverbio árabe -dijo Baedecker-. Es mejor tener el camello dentro de la tienda orinando hacia fuera que tenerlo fuera orinando hacia dentro.

Tucker rió, sacó un cigarro del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los dientes.

– Un camello orinando fuera -repitió, riendo de nuevo-. Me gusta eso.

Baedecker esperó a que saliera Tucker y luego se agachó, cogió una barra metálica y salió. La sala blanca resplandecía como una sala de partos.

En la mañana del lanzamiento Baedecker se sentó a solas en la cafetería de su motel de Cocoa Beach, mirando las rompientes y releyendo la carta de Maggie Brown que había recibido tres días antes.

17 de noviembre de 1988

Richard:

Me encantó tu última carta. Escribes poco, pero cada carta significa mucho. Te conozco lo suficiente como para saber cuánto piensas, cuánto afecto sientes y cuan poco dices. ¿Alguna vez permitirás que alguien comparta plenamente tus pensamientos y sentimientos? Eso espero.

Por lo que cuentas, Arkansas debe ser hermosa. Las descripciones de los amaneceres en el lago, cuando se eleva la niebla y graznan los cuervos en las ramas desnudas de la costa, me dan deseos de estar allá.

Ahora, Boston es toda lodo, tráfico y ladrillos grises. Me agrada enseñar y el doctor Thurston cree que en abril estaré preparada para ponerme a trabajar en mi tesis. Veremos.

Tu libro es sensacional…, al menos los fragmentos que me has dejado leer. Creo que tu amigo Dave estaría muy orgulloso. Pintas muy bien los personajes. Los pilotos cobran vida de una manera que jamás he visto en un libro, y la perspectiva histórica permite que una persona lega (yo, por ejemplo) comprenda nuestra época bajo una nueva luz: como una cultura que escoge entre un desafiante futuro de exploración y descubrimiento o un retiro hacia los puertos seguros y conocidos de las guerras de mutua aniquilación, el estancamiento y la decadencia.

Como socióloga tengo varias preguntas (no respondidas en el libro, o al menos en los fragmentos que he leído) sobre esas criaturas, los astronautas. Por ejemplo, ¿por qué muchos de vosotros sois oriundos del Medio Oeste? ¿Y por qué muchos sois hijos únicos o primogénitos? (¿Ocurre lo mismo con los nuevos especialistas -especialmente las mujeres- o sólo ocurre con los ex pilotos de pruebas?) ¿Y cuáles son los efectos psicológicos duraderos de pertenecer a una profesión (piloto de pruebas) donde la tasa de mortandad laboral es de uno sobre seis? (¿Esto podría llevar a cierta reticencia en demostrar los sentimientos?) Tus referencias a Scott en tu última carta parecen más optimistas que todas las noticias anteriores. Me agrada que se sienta mejor. Por favor, dale recuerdos míos. Por el tono de tu carta, Richard, parece que estas redescubriendo cuan complejo y reflexivo puede ser tu hijo. ¡Yo te lo podría haber dicho! Scott desperdició un año en ese estúpido ashram por mera tozudez, pero, como he sugerido antes, parte de esa tozudez viene de su afán de analizar y comprender las experiencias.

¿De dónde crees que heredó ese rasgo? Hablando de tozudez, no haré comentarios sobre la sección matemática de tu carta. No merece una respuesta. (Aparte de señalar que cuando tú tengas 180 yo seré una ágil persona de 154. Quizá sea un problema entonces.) (Pero lo dudo.)

En tu carta me preguntaste acerca de mi opinión filosófica y religiosa sobre ciertas cosas. ¿Aún hablamos de los lugares de poder que mencionamos en la India hace dieciocho meses?

Sabes que me encanta la magia, Richard, y conoces mi obsesión con lo que considero los secretos y los silencios del alma. Para mí, nuestra búsqueda de lugares de poder es real e importante. Pero eso ya lo sabes.

Bien, mi sistema de creencias. Escribí una epístola de doce páginas sobre esto desde que tu carta planteó la pregunta, pero la tiré a la papelera porque creo que todo mi sistema de creencias se puede sintetizar así:

Creo en la riqueza y el misterio

del universo; no creo

en lo sobrenatural.

Eso es todo. Oh, y también creo que tú y yo debemos tomar ciertas decisiones, Richard. No insultaré la inteligencia de ambos con clichés ni describiendo las complicaciones de mantener a raya a Bruce siete meses después del plazo que le prometí, pero lo cierto es que tú y yo debemos decidir si compartiremos un futuro.

Hasta hace poco, yo creía que sí. Las pocas horas y días que pasamos juntos el pasado año y medio me convencieron de que el universo era más rico y misterioso cuando lo enfrentábamos juntos.

Pero, de un modo u otro, la vida nos está llamando ahora. Al margen de nuestra decisión, quiero decirte que el tiempo que compartimos ha ensanchado y ahondado todo para mí, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo.

Ahora creo que me iré a dar un paseo para contemplar los botes en el río Charles.

Maggie

Scott se reunió con él en la mesa.

– Te has levantado temprano, papá. ¿A qué hora iremos a ver el lanzamiento?

– Ocho y media -dijo Baedecker, doblando la carta de Maggie.

La camarera se acercó y Scott pidió café, zumo de naranja, huevos revueltos, tostada de trigo y cereal molido. Cuando se fue la camarera, Scott miró la taza de café de Baedecker y preguntó:

– ¿Es todo lo que piensas desayunar?

– No tengo mucha hambre esta mañana.

– Ahora que lo pienso, ayer tampoco comiste mucho -dijo Scott-. Recuerdo que el miércoles tampoco cenaste. Y anoche no probaste el pastel. ¿Qué pasa, papá? ¿Te sientes bien?

– Me encuentro bien -dijo Baedecker-. De veras. Sólo que últimamente tengo poco apetito. Almorzaré bien.

Scott frunció el ceño.

– Ten cuidado, papá. Cuando practicaba largos ayunos en la India, llegaba al punto, al cabo de unos días, en que no quena comer nada.

– Me siento bien -repitió Baedecker-. Me siento mejor que en muchos años.

– Tienes mejor aspecto -resaltó Scott-. Debes de haber perdido diez kilos desde que empezamos a correr a finales de enero. Anoche Tucker Wilson me preguntó qué vitaminas estabas tomando. De verdad, estás magnífico, papá.

– Gracias -dijo Baedecker, bebiendo un sorbo de café-. Estaba releyendo la carta de Maggie Brown y ahora recuerdo que te manda saludos.

Scott movió la cabeza y miró hacia el mar. El cielo era impecablemente azul hacia el este, pero ya asomaba una bruma frente al sol naciente.

– No hemos hablado de Maggie -dijo Scott.

– No.

– Hablemos -dijo Scott.

– De acuerdo.

En ese momento llegó el desayuno de Scott y la camarera les llenó las tazas de café. Scott mordió la tostada.

– Ante todo -dijo-, creo que te equivocas acerca de Maggie y de mí. Fuimos amigos unos meses antes de que yo viajara a la India, pero no éramos tan íntimos. Me sorprendió que ella fuera a visitarme ese verano. Lo que trato de decir es que, aunque pensé en ello un par de veces, nunca hubo nada entre nosotros.

– Mira, Scott…

– No, escucha un minuto -dijo Scott, pero en cuanto lo dijo se tomó un tiempo para comer huevos revueltos con esa concentración total que Baedecker recordaba de cuando su pequeño hijo comía en una trona-. Tengo que explicarte esto. Sé que sonará raro, papá, pero desde que conocí a Maggie en el campus me recordó a ti.

– ¿A mí? -exclamó desorientado Baedecker-. ¿Cómo?

– Quizá recordar no sea la palabra indicada. Pero algo en ella me hacía pensar en ti todo el tiempo. Quizá porque tenía la costumbre de escuchar atentamente a los demás. O de observar cosas que la gente hacía o decía y recordarlas después. Quizá porque nunca se conformaba con las explicaciones con que se conformaba al resto. Lo cierto es que, cuando se presentó la oportunidad en la India, traté de arreglar las cosas para que tú y ella tuvierais unos días para conoceros.

Baedecker miró incrédulo a su hijo.

– ¿Estás diciendo que por eso hiciste que fuera a recibirme en el aeropuerto de Nueva Delhi? ¿Por eso me tuviste esperando una semana para verte en Poona?

Scott terminó los huevos, se limpió la boca con una servilleta y se encogió de hombros.

– Demonios -exclamó Baedecker, frunciendo el ceño.

Scott sonrió. Continuó sonriendo hasta que Baedecker también sonrió.

El lanzamiento se suspendió cuando faltaban tres minutos para la ignición.

Baedecker y Scott estaban sentados en los palcos VIP, cerca del edificio de Ensamblaje, y miraban hacia el canal cuando los cirros altos del oeste fueron rápidamente reemplazados por cúmulo nimbos. El lanzamiento estaba planeado para las 9.54. A las 9.30 las nubes cubrían el cielo y las ráfagas de viento alcanzaban los veinticinco nudos, cerca del máximo permitido. A las 9.49 centellearon relámpagos en el horizonte y empezó una lluvia intermitente. Baedecker se encontraba en ese mismo palco cuando un rayo dio en el Apollo 12 durante el despegue, anulando todos los instrumentos del módulo de mando y provocando que se expresara abiertamente Pete Conrad durante la transmisión en vivo. A las 9.51 la voz del encargado de relaciones públicas de la NASA anunció por los altavoces que se postergaba la misión. Como el margen de lanzamiento era muy estrecho -menos de una hora-, reciclarían la cuenta regresiva para un lanzamiento al día siguiente, entre las dos y las tres de la tarde. A las 10.03 los altavoces anunciaron que los astronautas habían abandonado el transbordador, pero la voz hablaba a un palco vacío, pues los espectadores corrían en medio de un creciente chaparrón hacia los automóviles u otro refugio.

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