Con la cena -mahi mahi hawaiano con arroz nori y sésamo tostado para David, pescado tropical con salsa de chiles para Keith-, la conversación giró alrededor de amigos comunes, comisiones jurídicas en las que habían trabajado y noticias de actualidad. Bromearon sobre el cautiverio de David en manos del equipo de seguridad del FBI: las comidas rápidas, la jerga, la pomposidad con que los agentes encaraban un trabajo que David consideraba innecesario. Cuando acabaron de cenar, Keith pidió un coñac y David un café.
– ¿Todavía te tienen esclavizado en el bufete? -le preguntó David al fin.
– Sí, ya sabes cómo es.
– ¿Y aún no has intervenido en ningún juicio?
– Joder, no. Soy abogado mercantil en exclusiva.
– bueno, no es demasiado tarde para volver a los tribunales. Si quieres experiencia, ven a la oficina de la fiscalía. A final de año habrás estado en tantos juicios…
– Sí, y mi cuenta corriente en números rojos.
David se encogió de hombros.
– Hay otras cosas además del dinero.
– ¿De veras? ¿Qué?
La amargura en el tono de Keith obligó a David a levantar la vista.
– Hacer lo correcto, trabajar del lado de la justicia, sacar de la calle a los malos. -David pronunció las palabras pero no sabía si seguía creyendo en ellas. Muchas cosas en su propia vida le habían hecho cuestionarse sus propias ideas acerca de quién era y qué hacía.
– ¿Cómo puedes decir esa estupidez después de todo lo que te ha pasado? -repuso Keith como si le hubiera leído el pensamiento. Como David no respondía, añadió-: Después de todo lo que te ha pasado en China…
Se suponía que nadie sabía exactamente lo que le había pasado en China. ¿era una suposición de Keith o en realidad sabía algo? David decidió desestimar el comentario con una sonrisa.
– Lo único que digo es que te divertirías más si cambiaras de trabajo -comentó-. No tienes que trabajar para el estado, hay otras cosas para hacer.
– ¿Y mis clientes? -como David levantó una ceja inquisitiva, Keith añadió-: Vale, no son clientes míos, exactamente, pero aún así me siento responsable. Puede que no sea el socio más importante, pero soy el que habla con los clientes a diario.
– ¿Para quién trabajas?
– ¿En el bufete? Para Miles, naturalmente.
– Algunas cosas no cambian nunca.
– Pues otras sí que cambian. -volvía a sonar amargado.
– ¿A qué te refieres?
– Mejor que no lo sepas, David. Reconocerías el lugar, es cierto. Tenemos las mismas alfombras, las mismas cortinas, los mismos escritorios de roble y toda esa mierda, pero tío, estamos al final del milenio y la profesión ya no es lo mismo.
– Todos estamos quemados -observó David.
Keith meneó la cabeza y tomó otro trago de coñac.
– Pero no me has invitado a cenar para ponerte al día. ¿Qué pasa? -dijo-. ¿Quieres volver al bufete? ¿Estás tanteando el ambiente? Si consigo que vuelvas, te aseguro que a fin de año me llevo una bonificación.
Los dos hombres se miraron por un momento y se echaron a reír. David se dio cuenta de que era la primera vez en la noche que veía el viejo sentido del humor de Keith.
– No es eso, pero cuando llegue el momento te prometo que serás el primero en saberlo.
– Lo dudo. Los socios principales hablan de ti todo el tiempo. Me asombra que no hayas tenido noticias de ellos.
David pensó en las invitaciones sin abrir que había tirado, pero antes de poder explicárselo, la sonrisa de Keith se desvaneció.
– ¿Qué quieres? -le preguntó.
– Se trata de Knight International. Como Tartan está comprando la empresa, he pensado que podías hablarme de ello.
– Todo lo que podría decirte entraría en la categoría de información privilegiada.
David esperó que Keith añadiera algo más, pero éste tomó otro trago de coñac y levantó la copa vacía para indicarle a la camarera que le trajera otro. Al volver a bajar la mano, David notó que temblaba. ¿Había estado tan nervioso toda la noche?
– Venga -dijo al fin David-, ¿qué está pasando últimamente con Knight?
– ¿Por qué o preguntas? ¿Es alguna investigación del Departamento de Justicia? Porque en ese caso, está completamente fuera de lugar.
– ¿Pero qué dices? ¿No puedes responder a una sencilla pregunta?
Keith se encogió de hombros.
– Ya te lo he dicho. Las cosas han cambiado en el bufete. Hemos de tener cuidado con los extraños.
– Yo no soy un extraño.
– Pero tampoco estás obligado a ser discreto con lo que yo te diga.
– La forma en que me hablas me hace pensar que tú, el bufete o Tartan tenéis algo que esconder. ¡Alégrate! Sólo quería un poco de información sobre Knight y pensaba que serías una buena fuente.
– Hazme un favor y lee las noticias de Knight en los periódicos.
La conversación había tomado un rombo extraño. Keith tenía la frente sudorosa y se la secaba con la servilleta. Estaba colorado de rabia, por lo que había bebido y por el calor que hacía en el salón. Pero ahí había algo más. ¿Desde cuándo un viejo amigo no contestaba una simple pregunta? ¿Acaso Keith pensaba que era una especie de prueba ética? ¿Y esa ridiculez sobre una investigación? Seguramente era el alcohol. David podía haber esperado al día siguiente para hacerle las preguntas, cuando Keith lo llamara para decirle que tenía un dolor de cabeza del carajo y que lamentaba haberse portado como un gilipollas. Pero en cambio decidió poner sus cartas sobre la mesa.
– Mi novia… -era raro llamar así a Hu-lan, ¿pero cuál era la palabra adecuada? Se aclaró la garganta y probó de nuevo-. MI novia vive en China.
Keith sonrió y volvió a cambiar de humor.
Liu Hu-lan. No la conozco, pero recuerdo que me has hablado de ella. Cuando nos conocimos estabas muy desconsolado. Me he enterado de que después volviste a tus cabales, ¿no?
David no hizo caso de la broma de Keith.
– Una amiga de ella tenía una hija que trabajaba en una fábrica Knight en China -continuó David-. No sabía que tuvieran fábricas allí.
– Tienen una. El viejo Knight se considera el último grito en cuanto a producción. ¿Y hay algo más moderno que China? -Al ver que David no respondía, continuó-: Estuve allí ocupándome del papeleo y trabajando con los contables americanos de Knight para poner todas las cuentas en orden para la inspección de la Comisión de Valores y Cambios. He visto muchas cosas.
– ¿Cómo qué?
Keith reflexionó.
– Nada demasiado estimulante. La fábrica está en el quinto pino, y te aseguro que esos contables que Knight mandaba sufrían un choque cultural impresionante con la comida y las rarezas del lugar. Llegaban y se largaban lo más rápido que podían. -Y añadió casi sin pensar-: Knight sólo emplea mujeres, no sé por qué. Algunas también son guapas. -Volvió a enjugarse la frente.
David lo miró tratando de comprender las extrañas fluctuaciones en la conducta de Keith.
– ¿Qué pasa? -le preguntó al fin.
– ¿A qué te refieres? -ahí estaba otra vez ese tono irritado, lo último que David se esperaba de su amigo y colega de tantos años.
– Nunca te había visto tan tenso. ¿Qué pasa?
Los ojos de Keith parecieron llenarse de lágrimas, pero disimuló levantando la copa para beber otro trago de coñac.
– Si no confías en mí no puedo ayudarte -insistió David.
Keith dejó la copa.
– Estoy en un aprieto -dijo con la vista fija en el borde de la copa-. Estoy en un lío y no sé qué hacer.
– ¿Qué pasa? ¿Puedo ayudarte?
– Es personal.
– ¿Keith, nos conocemos hace mucho tiempo…
– Y profesional -añadió mirándolo a los ojos.
Por segunda vez aquella noche, el respetable -y a veces horrible- código ético al que se adherían los abogados honrados se interponía en la conversación. Podían bordear el código, es decir, David podía hacer preguntas generales sobre un cliente (Tartan) o sobre lo que éste tenía entre manos (la adquisición de Knight) y Keith habría podido incluso responderlas, aunque esa noche sin duda no lo había hecho. ¿Pero intercambiar información auténtica sobre un caso concreto, un cliente concreto, un acto concreto que implicaba jurisprudencia? Divulgar que un abogado estaba metido en algo turbio, siniestro o directamente ilegal era otra cosa. Ambos sabían que era tabú.
David respiró hondo.
– ¿Necesitas algo? -dudó un instante y preguntó-: ¿Necesitas hablar con alguien del Departamento de Justicia o del FBI? Ya sabes que puedo arreglarlo.
Pero Keith se limitó a menear la cabeza.
– No sé qué voy a hacer. Lo único que sé es que quiero arreglar las cosas.
La conversación se había encallado. Keith estaba entre la espada y la pared, pero en un punto en el que aún no quería o no podía hablar de ello. Le sonrió lánguidamente y apartó la mirada.
– estoy molido. Larguémonos de aquí. -Hizo señas a la camarera, que le trajo la cuenta-. No te preocupes -dijo mientras pagaba-, todavía puedo permitírmelo.
Cuando se puso de pie y se dirigió a paso vacilante hacia la puerta, David vio que se tambaleaba un poco.
Salieron al aire fresco de la noche. Al día siguiente era Cuatro de Julio. En Los Ángeles, podía significar fácilmente niebla espesa o una ola de calor. Ese año amenazaba bruma. Se quedaron charlando unos minutos en medio de la humedad y la bruma. David se preguntó si Keith, que había bebido tanto, podía conducir.
– Tengo el coche aquí. ¿Te llevo? -se ofreció.
Keith meneó la cabeza.
– No; voy otra vez a la oficina. Tengo que mandar unos faxes.
Las oficinas de Phillips, MacKenzie amp; Stout estaban en uno de los rascacielos de Bunker Hill. Keith sólo tenía que cruzar Grand, pasar delante de la biblioteca, cruzar la Cinco y subir hasta Hope. No era lejos, pero el centro no era muy seguro por la noche, cuando todos los empleados ya se habían marchado a sus casas de las afueras.
– Te llevo si quieres.
– No; Caminar me hará bien. Me despejará un poco.
Se estrecharon la mano.
– ¿Comemos juntos la semana que viene? -preguntó David.
– Sí; te llamo.
Grand era una calle de dirección única. Keith miró a la izquierda y bajó el bordillo. David vio unos faros que emergían de la niebla. Keith cruzaba la calle, ajeno al coche. David pensó que el coche iba a atropellarlo, pero en ese momento aminoró la velocidad.
Entonces todo sucedió como en cámara lenta, de modo que David pudo ver cada detalle, incluso antes de que sucediera. Una mano con un arma salió por la ventanilla trasera izquierda y apuntó a Keith. Oyó los disparos y vio destellos salir del cañón. Se lanzó al suelo instintivamente. Oyó gritos detrás, probablemente otros comensales que habían salido del restaurante detrás de David y Keith e iban a buscar sus coches. David oyó las balas incrustarse en la pared y sintió una lluvia de piedrecillas y estuco que le caía encima. Desde su posición en la acera, vio que Keith se volvía y miraba a la izquierda. Si lo hubiera hecho a la derecha, habría visto el coche y se habría apartado. Pero el coche lo atropelló. Keith salió volando, agitando los brazos y las piernas y chocó contra el muro de la biblioteca con un espantoso ruido sordo. El coche se alejó a toda velocidad haciendo eses y dobló en la esquina.