Miles hizo una mueca de desdén.
– No tengo ningún móvil -dijo.
– Al principio ése era el problema. No lo encontraba, como tampoco vi otras cosas evidentes. Sabes, ésa era la clave. La evidencia. ¿Qué sabía de ti? Fuiste siempre un trepador. Tranquilo pero trepador. Las partidas de golf con Miles. Los estrenos con los ejecutivos de los estudios. Las obras de caridad de Mary Elisabeth. Siempre quisiste ser actor.
Miles conocía los mismos trucos de abogado que David. Sostener la mirada. Si mira arriba trata de recordar, si mira a la izquierda miente. Miles mantuvo los ojos fijos en David, pero no podía controlar lo que le sucedía involuntariamente: se había ruborizado, por frustración, vergüenza y finalmente por rabia.
Miles se puso en pie.
– ¡No maté a Keith! -Miró alrededor, buscando a alguien que le creyera-. Lo demás…
– Lo demás, sólo podía ocurrir si te convertías en el socio secreto de…
– Joder.
Doug Knight pronunció la palabra sin alterarse, pero todo el mundo lo había subestimado durante tanto tiempo, incluso los que estaban en esa sala y sabían la verdad sobre él, que nadie le prestó atención. Nadie, salvo Miles Stout, que creyó percibir en su tono un atisbo de lástima. Miles miró al hombre que había pronunciado ese exabrupto, abrió los ojos de par en par e instintivamente levantó las manos para protegerse. Pero el escudo no era más que carne y hueso y no pudo evitar la bala disparada por Doug, que entró en el cráneo de Miles justo encima del ojo izquierdo y salió por la nuca. El cadáver de Miles chocó contra la pared y cayó al suelo.
En las décimas de segundo en que nadie se movió Doug se levantó, agarró a Hu-lan de la mano y la incorporó del sillón. Ella gritó, puso los ojos en blanco y se desplomó. Doug la miró, miró su propia mano sin acabar de entender cómo su brazo había provocado semejante efecto. David comprendió que Hu-lan quería engañar a Doug durante la confusión. Tras echar un vistazo a Lo, que se disponía a desenfundar, David fue a lanzarse sobre Doug, pero lo frenó en seco el sonido metálico de un revólver amartillado. Notó entonces un cañón debajo de la oreja izquierda y la melodiosa voz de Amy Gao:
– Retroceda despacio.
– Stark, será mejor que obedezca -le dijo Doug. Y a continuación a Lo-: Y usted tire el arma.
Ambos obedecieron.
El intento de Hu-lan por desviar la atención no había funcionado, pero seguía tendida en el suelo como una muñeca de trapo.
– ¡Arriba, inspectora! -dijo Amy Gao con desdén.
Hu-lan siguió inmóvil.
– Creo que le pasa algo.
Cinco pares de ojos miraron a Doug, que extendió la mano con la que había cogido la de Hu-lan.
Estaba manchada de sangre.
David se adelantó, pero el arma de Doug lo apuntó al pecho.
– ¡Alto!
David se detuvo mientras Doug movía a Hu-lan con el pie. Luego se agachó, le quitó el arma y la lanzó al otro extremo de la sala. Entonces hizo una indicación a David, que se apresuró a arrodillarse a su lado.
– Hu-lan -dijo con ternura.
No recibió respuesta e insistió en voz alta. Nada. La acarició y vio que tenía la piel ardiendo, reseca y pálida. La respiración era profunda y entrecortada. Examinó el cuerpo y no vio ninguna herida, aparte de la mano vendada. La levantó y cayó exánime sobre la suya. El vendaje estaba empapado. Le quitó la gasa sucia. Tenía la herida abierta y llena de pus y sangre. La piel hinchada alrededor estaba amoratada con estrías oscuras que salían del centro como una extraña criatura marina. Con cuidado le subió la manga hasta el codo. Las estrías formaban vetas color carmesí a lo largo del brazo. Palpó la axila. Los ganglios estaban inflamados y duros. Era una infección. Había que sacar a Hu-lan de allí como fuera.
Doug Knight y Amy Gao, con las armas apuntadas hacia él, no estaban preparados para la rapidez y la brutalidad con que David actuó. Se lanzó contra los genitales de Doug, que salió despedido a la otra punta de la habitación, y el inspector Lo le propinó una patada de karate en la espalda. Henry dio un codazo en plena cara a Amy. David oyó un disparo a sus espaldas, pero no se paró a averiguar si era la pistola de Amy o la de Doug, porque había cogido a Hu-lan en brazos y echado a correr por el pasillo, pasando por delante de los despachos donde los empleados intentaban averiguar qué pasaba.
Salió al patio y el coche de Lo estaba al pie de la escalera. Por supuesto, sin las llaves. David intentó abrir el Mercedes y el Lexus: los dos estaban cerrados.
– ¡David! ¡Dése prisa! ¡Venga conmigo! -era Henry, bajando de tres en tres los escalones del edificio de administración.
David se acomodó el cuerpo inerte de Hu-lan en los brazos y corrió detrás del anciano. Atravesaron el patio, dejaron atrás la cafetería y los dormitorios. Sonaron otros disparos.
Entraron en la planta de montaje. Jimmy, el vigilante australiano, no estaba en su puesto, por lo que Henry palpó debajo del escritorio y pulsó el botón que abría la puerta.
– ¡Sujete la puerta! -gritó.
David se debatía por abrirla; Hu-lan gemía y se removía en sus brazos. Tan pronto Henry vio la puerta entreabierta, arrancó los cables del mecanismo de apertura que había debajo del escritorio y luego corrió a reunirse con David. Entraron y la puerta se cerró a sus espaldas.
David se recostó contra la pared, jadeando y anegado en sudor. Henry se inclinó apoyando las manos en las rodillas e intentando recuperar el aliento. Al mirar al anciano, David se sorprendió de un extraño detalle: se le veían las venas del cuello palpitando.
– ¿Y Lo? -preguntó David jadeando.
Henry meneó la cabeza.
– Creo que está herido. No sé.
– No podemos quedarnos aquí.
– Hay un teléfono -dijo Henry recuperando el resuello-. En el despacho de Aarón Rodgers.
En el edificio insonorizado el pasillo estaba silenciosos. Aunque no se oía ninguna actividad en la fábrica, notaron la reverberación de la maquinaria pesada. Oyeron un ruido al otro lado de la puerta.
– Vamos -dijo David mientras avanzaba por el pasillo.
Al girar en el primer recodo, se detuvo en seco. Henry se asomó y vio sangre y restos de masa cerebral adheridos en las paredes. Sandy Newheart estaba muerto, con al menos una bala en la cabeza y varias en el cuerpo. No tenían más alternativa que cruzar el escenario del crimen, destruyendo pruebas a su paso. David resbaló en la sangre y dio contra la pared. Era la sangre de alguien a quien conocía, un joven con el que había hablado el día anterior sobre su regreso a casa.
Dejaron atrás el cadáver y volvieron a apretar el paso, de pasillo en pasillo.
– ¿Sabe adónde vamos? -preguntó David.
Henry no respondió, tan perdido en el laberinto como él. A sus espaldas oyeron más disparos y la puerta que se astillaba. Henry intentaba encontrar una puerta que no estuviera cerrada con llave. El ruido de pasos sobre el linóleo del pasillo sonaba cada vez más cerca.
Henry consiguió abrir una puerta. El sonido de pasos quedó enmudecido por el estrépito de las máquinas de la planta de montaje. Henry entró y David lo siguió con Hu-lan en brazos.
Se escondieron detrás de una enorme máquina, sin que ninguna de las obreras se diera cuenta. David dejó a Hu-lan en el suelo y ella abrió los ojos.
– ¿Dónde estamos? -susurró.
– En la planta de montaje. Hu-lan volvió a cerrar los ojos, molesta por el ruido. Al cabo de un instante se incorporó hasta quedar sentada. Su rostro tenía el color del jade.
– Hu-lan, estás mal. Creo que tienes una infección en la sangre. Debemos ir al hospital.
– Ayúdame a levantarme. -David vaciló y ella le urgió-: ¡Levántame! No tenemos mucho tiempo, ¿verdad?
David lo hizo. Al ponerse de pie, se tambaleó, se apoyó en una esquina de la máquina y buscó su arma, en vano. Los dos hombres la miraron con ceño. Lo no estaba allí y Hu-lan supuso lo peor.
Ahora era un asunto policial, pero ella no estaba en condiciones de hacer gran cosa. Parecía mentira que sólo una hora antes se hubiera mantenido tan firme en casa de los Tsai. Había sólo una forma de salir de allí: el pasillo, pero supuso que por allí habían entrado en el edificio. David y Henry no hubieran entrado, de haber tenido otra alternativa, lo que significaba que los perseguían.
– Disculpen, pero está prohibido estar aquí -dijo una mujer en mandarín. Se dieron vuelta y vieron a la señora Leung, la secretaria del Partido.
– Aquí n o se permiten extranjeros ni visitantes… ¡Ni hombres!
– Señora Leung, soy yo, Liu Hu-lan. Y Henry Knight.
La mujer daba la impresión de no entender nada. No conocía a esa mujer que parecía enferma, pero que iba vestida con un buen traje de seda. ¿Y el anciano? Sí, parecía Knight, pero nunca había estado allí en horas laborables.
– Tenemos problemas. Tiene que ayudarnos -dijo Hu-lan.
– ¡Nada de visitantes!
Sonó un disparo. Incluso con el ruido de las máquinas, el ruido era inconfundible. La señora Leung se volvió y vio a Doug empuñando el arma, con Amy Gao a su lado. El hombre apuntó contra el corrillo, pero antes de que pudiera disparar el blanco había desaparecido. Disparó igualmente. Las obreras gritaron y algunas se echaron al suelo, mientras otras se disponían a huir, pero Doug y Amy bloqueaban la puerta.
Hu-lan se asomó y vio a David y Henry a pocos metros, detrás del motor de la cadena de montaje principal. Tenían la cabeza bajo la tobera y el ventilador removía el flequillo de David. Estudió la situación y, por o que vio, nadie estaba herido. No había ningún movimiento, aparte de la señora Leung, que avanzaba a gatas debajo de una máquina junto a una pared. Doug hablaba con Amy y señalaba una pared cerca de donde estaba la señora Leung. Amy avanzó decidida, sin miedo. ¿Por qué iba a estar asustada? Llevaba un arma y tenía ayuda. Leung se pegó al suelo cuando Amy pasó por delante de la máquina donde se escondía. Llegó a la pared y bajó varias palancas. Una tras otras las máquinas se pararon y el recinto quedó en silencio.
– ¡Papá, sal, no corres ningún peligro! -gritó Doug desde el otro lado de la gran nave.
– ¿Qué pasa? -gritó una chica en mandarín.
Doug apuntó el arma hacia el lugar de donde procedía la voz. Y de nuevo silencio. Hu-lan se movió poco a poco bordeando la máquina y vio a Sing. y Cacahuete agazapadas.
Doug agarró a una niña de unos doce años y le apuntó a la sien.
– Papá, sal a hablar conmigo o la mato.
Henry iba a incorporarse, pero David le puso una mano en el pecho para que se mantuviera agachado. El anciano se liberó y salió de detrás de la cinta transportadora. Doug lanzó a la niña a un lado.