Hu-lan comprendió las devastadoras implicaciones de lo que Su-chee le contaba. En China, nunca se consideraba a la hija miembro de su familia de origen. La criaban como a una extraña, alguien que consumía el valioso arroz hasta que entraba a formar parte de la familia del marido. Para la boda, la familia de la novia tenía que aportar la dote, mientras que la del novio tenía que pagar el precio de la novia. Una familia pobre como la de Su-chee, seguramente había previsto algunos pasteles, unos trozos de cerdo y quizá uno o dos jin de arroz. Pero Su-chee, como pieza rota de jade, o sea, como una chica que había perdido su virginidad, no valía nada. Ninguna familia pagaría por ella, y sus padres no podían permitirse una dote mayor. Shao-yi, en embargo, tampoco valía nada. Ya no tenía acceso a su familia. Tampoco tenía vínculos con nadie en Da Shui ni en ninguna aldea vecina. Al entrar en la casa de su esposa, Shao-yi perdió su identidad. Entregó su nombre y a cambio adoptó Ling como nuevo apellido.
– Al principio fui feliz -continuó Su-chee-. Después empecé a ver cómo sufría él. Vosotros, la gente de la ciudad, no comprendéis el trabajo duro. ¿Crees que alguien preparado para ser ingeniero es capaz de cortar un árbol con un hacha para hacer leña, de arar los campos como un buey o trabajar la tierra con un azadón todo el día, días tras día, año tras año? Hasta a mi padre le daba lástima Shao-yi. A veces le decía: “Ve a ayudar a Su-chee y a su madre”. Y Shao-yi tenía que obedecer porque ya no era un hombre de verdad. ¿Y qué podíamos darle para hacer? No sabía cocinar. No sabía remendar ropa ni -señaló su trabajo- hacer zapatos. Mi madre le enseñó a desgranar, y se pasaba el día sentado fuera, separando el grano o limpiando el arroz. Los vecinos lo veían hacer trabajos de mujer y se burlaban de él.
“Shao-yi escribía todos los años a su familia en Pekín con la esperanza de que le consiguieran el traslado a una unidad de trabajo en la capital y un permiso de residencia. Pero cuando el gobierno se enteraba de que tenía mujer e hija en el campo, ignoraban todas las solicitudes y hasta los sobornos. Para el gobierno se había convertido en un campesino cualquiera, como yo. Cada año, estaba más delgado y taciturno. Empezó a tener úlcera y artritis. Cada invierno me preguntaba si sus pulmones, que habían quedado tan mal desde el encierro, resistirían. Le hacía té con jengibre y cebollas. Le preparaba vahos de vinagre para aliviar la congestión. Pero todas las noches tosía. Cuando empezó a escupir sangre supe que no le quedaba mucho tiempo. El doctor le prescribió un tónico, pero al final murió. Había masticado amargura durante demasiados años.
– Lo siento.
– Eso no es lo que quiero oír -dijo Su-chee.
– ¿Qué quieres que haga? Estoy tratando de…
– Me alegro de que hayas venido por lo de Miao-shan. Y así, es verdad, eso me ayudará. Pero esta noche estoy pensando en otra cosa. A pesar de todo lo que pasó, sé que éramos buenas amigas. Al mirar atrás, recuerdo a otras. La señora Tsai, de la granja de al lado, siempre ha sido muy franca conmigo. La mujer de Tang Dan también era buena, y divertida, cuando trabajábamos juntas en los campos. Ahora ya hace muchos años que ha muerto, pero siempre me acordaré de ella. Pero tú eras mi mejor amiga.
– Para mí también es así -admitió Hu-lan-. Desde entonces no he vuelto a tener amigas.
– ¿Por qué nos denunciaste entonces? -imploró Su-chee-. Habría sido tan fácil mirar a otro lado.
– En aquella época no creía en la política de tener un ojo abierto y el otro cerrado…
– ¡No! Dijiste todo eso y después te escapaste. Es lo mismo que haces ahora con tu extranjero.
– No, no es así. David está tratando de convertirme en algo que no soy. Está tratando de controlarme. -Pero hasta a ella misma esas palabras le sonaron huecas.
Su-chee aprovechó la ventaja y enfrentó a su vieja amiga a su propia debilidad.
– Nos acusas y te vas. Conoces a tu extranjero en América y te escapas de él. Vuelves y entras a trabajar en el Ministerio de Seguridad Pública sabiendo, creo, que nadie querrá ser amigo tuyo si estás en ese puesto.
“Y después te reúnes otra vez con tu extranjero. Pasáis suficiente tiempo juntos y te quedas preñada. Él quiere que te vayas a vivir con él. Aunque no lo reconozcamos, a todo el mundo aquí en China le gustaría irse. Tú tienes esa oportunidad al alcance de la mano…
– Estás tergiversando lo que pasó…
– Y decides quedarte aquí -siguió Su-chee-. Entonces viene él. Y creo que pasó lo siguiente: ves el futuro que se abre ante ti. Crees que serás feliz, y al cabo de un instante, ni siquiera el suficiente para que la tierra dé una vuelta completa, conviertes todo en amargura, de modo que ahora huyes otra vez. Prefieres quedarte sola por tus propios actos y no porque te dejen los demás…
De pronto un haz de luz entró por la ventana abierta.
– ¡Hu-lan! ¡Hu-lan! ¿Estás ahí? -se oyó la voz de David.
Hu-lan nunca se había sentido tan contenta de oír su voz. Su-chee, al otro lado de la mesa, la miró fijamente examinando su reacción.
– Puedes huir de lo que acabo de decirte -musitó-, pero no por eso dejará de ser verdad.
– Si todo lo que dices es cierto, ¿por qué has seguido entonces siendo amiga mía?
– No sé si lo soy -respondió Su-chee con sinceridad.
– ¿Por qué me escribiste entonces?
– Porque necesitaba saber qué había pasado con mi hija y pensé que acudirías si aún te quedaba un poco de decencia…
– ¡Hu-lan! -llamó otra vez David-. ¿Estás aquí? ¿Hay alguien?
Su-chee se puso de pie.
– Ha venido a buscarte. Eso significa que debe de quererte mucho. Y supongo que tú también lo quieres, de lo contrario no estarías tan atormentada. -Cruzó el umbral, miró a Hu-lan casi con lástima y salió.
Al cabo de un momento, Hu-lan escuchó a Su-chee saludar a David en un inglés casi incomprensible.
– Hola. Soy Ling Su-chee. Hu-lan es dentro casa.
Hu-lan se cubrió la cara con las manos, deseó que su corazón no latiera con tanta fuerza e intentó recuperar la compostura para no delatar sus sentimientos. Su-chee distorsionaba los hechos, pero no por eso eran menos dolorosos. Hu-lan oyó que David volvía a llamarla. Respiró hondo, se destapó los ojos y levantó la mirada para verlo de pie en el vano de la puerta.
– ¿Dónde está Su-chee? -preguntó ella.
– Fuera, con el inspector Lo.
Hu-lan reflexionó sobre lo que eso significaba. El viceministro Zai debió de hablarle a Lo sobre aquel lugar.
– Lo siento -dijo Hu-lan.
– Yo también.
Sin hacer caso de lo que le había dicho Su-chee, añadió:
– No estoy acostumbrada a que nadie me diga lo que debo h hacer. Reaccioné mal.
David se sentó al otro lado de la mesa.
– Y yo no sé por qué te dije eso. No soy así, Hu-lan.
– Lo sé.
– Ésta es nuestra gran oportunidad. ¿No podemos dejar atrás todo estoy empezar de nuevo?
– Me gustaría.
El alivio que Hu-lan notó en su propia voz la avergonzó. Miró a David para ver si se había dado cuenta (sí, se había dado cuenta) y lo observó tratando de decidir qué hacer a continuación. ¿Necesitaban hablar sobre lo que sentían al estilo americano? ¿O se mantendría fiel a su propia sugerencia de “dejar todo atrás”? en cuanto a ella, se preguntó si sería capaz de mantener algún tipo de diálogo. Efectivamente se había escapado. Esa admisión permitió que el resto de las palabras de Su-chee empezara a girar en la mente de Hu-lan como radicales libres. Necesitaba tiempo para darles forma, para rechazarlas o aceptarlas. Vio a David examinándola y se dio cuenta de que, como siempre, calculaba cuánto podía escuchar ella antes de cerrarse en banda o huir. En el momento en que Hu-lan empezó a sentir otro ataque de pánico, David llegó a una conclusión.
Se aclaró la garganta y dijo:
– Mientras veníamos para aquí, he pensado en lo que me dijiste sobre la fábrica. Si es verdad…
– Lo es. -Las palabras sonaron débiles. Como si hubiera perdido una gran batalla.
Hu-lan volvió a ver recelo en la mirada de David.
– Tengo que confiar en lo que has visto -continuó con cautela-. Sin embargo, lo que me has dicho no cuadra con la sensación que me dio Henry Knight. Él cree que hace un servicio a sus trabajadores, que les paga bien y les da casa. Además, ha dicho varias veces que ningún empleado ha resultado herido de gravedad. ¿has visto alguien más herido?
Aparte de sus propios rasguños, Hu-lan tuvo que admitir que no.
– Por lo tanto, el accidente y el suicidio de Xiao Yan pudo haber sido algo completamente casual.
– Salvo que Cacahuete dijo que cuando las mujeres se lastiman desaparecían.
– Por ahora digamos que las despiden, ¿de acuerdo? -dijo David. Hu-lan notó que las emociones de las últimas horas quedaban a un lado en el momento en que entraba en los problemas de Knight International-. Eso nos deja con el tema de las supuestas heridas. A mí me indica que hay algún fallo de diseño o que algún punto del proceso de fabricación es inherentemente peligroso.
– Esas máquinas son peligrosas.
– Pero eso podría decirse de cualquier maquinaria industrial del planeta -dijo-. Pero la cuestión pasa de lo de las heridas a lo que sucede si un empleado resulta herido. Y aquí me cuesta creer que los Knight sean patronos irresponsables porque he visto la reacción de Henry Knight ante la muerte de esa chica. No creo que haya sido falsa. De lo contrario se trata de un actor consumado.
– A lo mejor él no lo sabe -sugirió Hu-lan.
– No es plausible. Es su empresa, la construyó él. Se enorgullece de conectar con la gente, de conocer sus productos.
– Pero ¿con qué frecuencia viene?
– No tanta como le gustaría. Tiene problemas cardíacos…
– Entonces a lo mejor no ha visto todo el complejo. ¿Dónde están las peores condiciones? En la planta principal y en los dormitorios. Si es un hombre respetuoso, como dices, seguro que no entra en los dormitorios porque va contra las reglas de la compañía.
– ¿Lo estás defendiendo?
– Si no lo conozco -respondió ella-. Pero respeto tu criterio, especialmente sise trata de un compatriota tuyo.
– Pero ¿qué hay de la planta de la fábrica?
Hu-lan se quedó pensando y preguntó:
– ¿Ya han visitado el complejo?
– Algunas partes… el edifico de la administración, la cafetería, el patio.