Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó la señora Leung.

Hu-lan agachó la cabeza y no respondió.

– Conoces las reglas.

– Soy nueva, secretaria del Partido -dijo Hu-lan temblorosa-. Me he perdido.

– ¿Cómo te llamas?

– Liu Hu-lan,. Y le prometo que no volverá a pasar.

Hu-lan sintió que Leung la sopesaba con la mirada.

– ¿Eres tú la que ha hecho hoy esas preguntas?

– No, secretaria del Partido -dijo Hu-lan mientras bajaba la mirada y veía el pie de la señora Leung golpetear despacio el suelo.

– Por esta vez lo dejaré pasar y no habrá castigo.

– Gracias.

– Vuelve a tu habitación. Voy a encender las luces así todas te verán. Si alguna vez vuelven a ver a alguien levantada y fuera, sabrán sobre quién informar. ¿Comprendes?

– Sí, secretaria del Partido.

La señora Leung accionó una serie de interruptores. Hu-lan, sin levantar la vista, se escabulló deprisa hasta su habitación con los ojos de cientos de mujeres clavados en ella. Al cabo de un momento, se metió en su litera y las luces se apagaron. Hu-lan se tapó la cara y se quedó así unos minutos, escuchando la respiración y los movimientos ocasionales de las otras mujeres de la habitación. Pensaba en Miao-shan.

El colchón tenía pocos centímetros de espesor, pero estaba impregnado de un perfume característico que recordaba de Estados Unidos, el White Shoulders. No era de extrañar que las mujeres que habían dormido ahí hablaran de espíritus fantasmagóricos. A Hu-lan, ese olor opresivo siempre le había hecho pensar en la muerte. Mientras se iba quedando dormida, pensó en cómo demonios había llegado White Shoulders a ese lugar de China.

A las siete menos cuarto de la mañana Hu-lan ya se había dado una ducha fría, se había puesto la bata rosa, había pasado por el economato para comprar papel higiénico y agua embotellada al triple del precio de Pekín, había engullido un desayuno de con gee con nabo adobado y se las había arreglado para ponerse en la cola con Siang para entrar en el edifico de montaje. A las siete menos diez sonó un timbre y la cola empezó a moverse. La señora Leung y Jimmy, el vigilante, estaban en medio del vestíbulo. Si Jimmy la reconocía, estaría perdida. Cuando pasó a su lado, el hombre la miró a la cara, pero no era más que otra mujer en bata rosa y un pañuelo también rosa que le cubría el cabello negro. La señora Leung levantó la mano para parar la cola. Cogió los pases de Hu-lan y Siang, miró alrededor y al ver a Cacahuete le dijo:

– Llévalas a tu puesto y enséñales lo que tienen que hacer.

Cacahuete asintió y Hu-lan pensó que era muy extraño que el lugar pareciera tener tantas medidas de seguridad y los trabajadores estuvieran tan bajo control, y sin embargo, las tareas se asignaran tan al azar, a trabajadoras que por casualidad estuvieran cerca en aquel momento.

– Hoy os controlaremos -dijo la señora Leung-. Recordad que si lo hacéis bien, os ascenderemos. Recompensamos el trabajo bien hecho. Si no podéis hacer el trabajo, no desesperéis,. Aquí, en Knight, hay muchas tareas y os encontraremos alguna.

La fila empezó a avanzar otra vez. Cacahuete les enseñó a Hu-lan y Siang a poner los pases sobre el lector del código de barras y pasaron por la puerta. Las mujeres que tenían delante se dividieron en dos grupos, y cada uno entró en un corredor diferente. La fila de Hu-lan zigzagueó por diferentes pasillos, hasta que ella se sintió completamente desorientada. A Siang debió de pasarle lo mismo, porque cogió a Hu-lan por la bata. Cacahuete se acercó enseguida.

– A todo el mundo le pasa lo mismo al principio -dijo-. Pero en unos días os acostumbraréis.

Entraron en el taller principal y las mujeres se precipitaron a sus puestos de trabajo frente a diferentes máquinas. A las siete en punto las máquinas se pusieron en marcha. Al cabo de unos minutos el estrépito y repiqueteo producían un ruido ensordecedor.

Por suerte, a Hu-lan y Tang Siang las habían mandado a trabajar con Cacahuete que, aunque joven, tenía un carácter alegre y mucha paciencia. Les dijo que el trabajo era fácil y consistía en ensartar los mechones de pelo de plástico en los minúsculos agujeros de la cabeza de los muñecos. Hu-lan recordaba el trabajo del día anterior y pensó que había tenido suerte. Pero se equivocaba. El día anterior estaba sentada y aún no se había hecho daño en la mano. Ese día, estaba de pie delante de la cinta transportadora que, a medida que avanzaba la mañana, iba cada vez más rápido. Lo que le había parecido relativamente fácil el día anterior cuando las aprendizas iban de un puesto de trabajo a otro, pronto se convirtió en algo imposiblemente difícil. Conforme las máquinas rugían, subía la temperatura hasta tal punto que el único respiro era el aire caliente que despedían los ventiladores de las máquinas. Al cabo de tres horas, las manos le ardían de cansancio, la herida le latía, tenía los dedos arañados y la bata húmeda de sudor.

Las manos de Siang, en cambio, se movían hábil y diestramente. Tras las pausa de la mañana, Aarón Rodgers, que circulaba entre esa sala y la de montaje final, se detuvo para felicitar a Siang por su habilidad.

– Thank you very much -respondió Siang con marcado acento chino.

Aarón le sonrió, se inclinó y le dijo algo al oído. Con el ruido de las máquinas, Hu-lan no pudo oír lo que le decía, pero vio que Siang se ruborizaba, le devolvía la sonrisa y respondía:

– No, no soy una chica de la ciudad. Estudié aquí, en la escuela local. Mi padre dice que el inglés es muy importante.

Aarón Rodgers coincidió, le masajeó los hombros a Siang por un instante y volvió su atención hacia Hu-lan. No mostró el menor gesto de reconocimiento. La miró a la cara y, manteniendo las distancias, le dijo en mandarín en un tono que apenas se oía por encima del ruido de las máquinas:

– Le sangran los dedos. No podemos manchar las figuras.

– Lo siento -respondió ella en mandarín.

Aarón se palpó los bolsillos y sacó unas tiritas.

– Póngase esto y venga a verme durante la pausa. Le buscaré otro trabajo.

– Intentaré hacerlo mejor -le prometió Hu-lan.

– Ya veremos. Por ahora vuelva al…

Los chillidos de una mujer lo interrumpieron. De repente se hizo el silencio en medio del zumbido de las máquinas y todas las conversaciones entre las mujeres cesaron bruscamente. Las máquinas se apagaron y los gritos de la mujer resonaron aún más con la reverberación y el eco de la enorme nave. Aarón salió a la carrera, mientras las demás dejaban sus puestos y empezaban a apiñarse alrededor de la mujer herida. Hu-lan se acercó al grupo y se abrió paso a codazos hasta el frente.

Había un mujer sentada en el suelo, delante de la máquina que cortaba el poliéster a tiras. Con la mano derecha se cogía el codo izquierdo mientras trataba en vano de contener la hemorragia. Tenía un tajo muy profundo en el antebrazo y le faltaban dos dedos. Aarón se arrodilló junto a ella, se quitó la camisa y se la envolvió alrededor del brazo. La levantó sin vacilar. Las mujeres se separaron para abrirle paso. La mujer, mientras se dirigían a la puerta, empezó a forcejear mientras gritaba: “¡No! ¡No! ¡No!”. Los gritos eran más fuertes que antes y la chica parecía aún más aterrorizada. Las otras, instintivamente, dieron un paso atrás y algunas apartaron la mirada. Un minuto más tarde, Aarón salió del taller, la puerta se cerró detrás de él y los gritos de la mujer se desvanecieron.

– No volveremos a ver a Xiao Yan nunca más -murmuró alguien cerca de Hu-lan.

En ese momento se oyó por los altavoces la voz de la señora Leung.

– Por favor, volved a vuestros puestos.

Las chicas obedecieron. Las máquinas volvieron a funcionar y las chicas a sus tareas. Hu-lan se quedó en su sitio lo necesario para ver las pinzas aún ensangrentadas que cogían otro bloque de fibra de poliéster y lo metían en las siniestras fauces de la máquina.

36
{"b":"95814","o":1}