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Más adelante, las hileras de judías volvieron a convertirse en hileras de maíz. El aire era poco más fresco gracias a los altos maizales que crecían a ambos lados y daban un poco de sombra, pero en cierta forma prefería las judías a las molestas hojas del maíz que a veces sobresalían de los ordenados surcos. De pronto oyó voces. Se detuvo y se dio cuenta de que venían de delante. Ya era muy tarde para que los Tsai siguiesen trabajando en el campo. Pero esas voces no eran las del padre, la madre y el hijo que trabajaban hombro con hombro. Se trataba de murmullos interrumpidos por las risitas de una chica.

Como los pasos de Hu-lan, por los zapatos hechos a mano, prácticamente no hacían ruido, agitó las hojas del maíz con la mano para que el crujido anunciara su presencia a quienquiera que estuviese allí. De pronto, el sembrado se abrió y apareció un claro de unos dos metros por dos, en el que convergían otros cuatro senderos. En el centro de la encrucijada había una joven pareja sentada.

– Ni hao. -El saludo del joven pareció más bien una pregunta: “¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?”

– Zan mey yang -respondió Hu-lan, “¿qué tal?” y continuó sin esperar respuesta-: Estoy buscando la granja de la familia Tsai. ¿Está acerca?

La chica rió.

– Yo soy Tsai Bing -respondió el joven-. Éstas son las tierras de mi familia. ¿Qué desea? ¿Busca a mis padres? Están en el campo al otro lado de la casa.

Hu-lan, en lugar de responder, preguntó:

– ¿Puedo sentarme?

Los dos chicos se miraron y miraron después a Hu-lan. Al final, el joven asintió.

– Soy Liu Hu-lan, una amiga de Ling Su-chee.

– Ella es Tang Siang -dijo el muchacho señalando a la chica-, la hija de nuestro vecino. Las tierras de los Tang están allí -levantó un dedo sucio para señalar hacia la izquierda-. Tienen tantos li, tantos, que Tang Dan y su hija pueden vivir en la aldea de Da Shui.

En otra cultura, Hu-lan habría tomado esa minuciosa presentación como un parloteo nervioso, pero en China no sólo era común sino también lo esperado que una presentación incluyera identificación de lugar, condición y, lo más importante, posición de la familia.

Hu-lan no correspondió con similar información sobre ella.

– He venido a visitar a Su-chee -dijo en cambio-. Está muy triste por la pérdida de su hija. -mientras hablaba, observó a Tsai Bing. La cara todavía no había llegado a su madurez y tenía unos rasgos abiertos, ojos brillantes y sonrisa amistosa. Tenía una delgadez de campo, lo que significaba que era sólo piel y huesos. Levaba unos pantalones cortos, demasiado holgados para él, con un cinturón muy ceñido. Tenía el cabello negro y largo, con mechones rebeldes y despeinados. Hu-lan no sabía si era por habérselo cortado en casa o por el encuentro a solas con aquella chica-. Debe de ser muy duro para ti también.

– Ah, sí -dijo. Parecía sincero, pero Hu-lan se percató de la rápida mirada que intercambió con Siang.

– Tú y Miao-shan erais amigas, ¿no? -preguntó a la chica-. En el campo todos se conocen.

– Nos conocíamos desde el colegio. -Su tono parecía amable, pero Siang no era lo bastante sutil para ocultar el desprecio de su voz, que prácticamente decía a gritos: “Era pobre. Mi padre es un hacendado. Vivía en estos campos. Yo vivo en el pueblo”.

– Estoy segura de que a la madre de Miao-shan le ayudará mucho enterarse de tu dolor y saber que has venido a consolar al prometido de su hija.

Las mejillas de Siang se ruborizaron, pero no dijo nada.

Hu-lan dejó que el silencio se prolongara. No tenía prisa, y cuanto más tiempo se mantuviera callada, tanto más rápidamente tratarían los dos chicos de llenar el vacío. Siang dibujaba una línea en la tierra con la punta de la zapatilla, mientras Tsai Bing miraba nervioso alrededor.

– Últimamente no veía mucho a Miao-shan -dijo al fin-. Ella siempre estaba en el trabajo o en los dormitorios, y yo siempre aquí, en el campo. Vidas diferentes, gustos diferentes.

– Pero pronto iba a ser la misma vida, los mismos gustos, ¿no? -comentó Hu-lan-. El matrimonio une a la gente. La última noche debiste de haber hablado con ella de eso, de los planes de boda…

– No veía mucho a Miao-shan -la interrumpió-. Antes del suicidio, hacía semanas que no la veía.

– ¿Pero el bebé y la boda?

Ahora le tocó el turno a Tsai Bing de ponerse rojo. Echó otra vez una mirada a Siang. Al principio pareció turbado, pero luego desafiante. Se volvió de nuevo hacia Hu-lan y proyectó la barbilla hacia delante en un gesto de indiferencia.

– ¿Y quién dice que Tsai Bing fuera el padre? -intervino Siang-. Miao-shan no vivía en casa. ¿Quién sabe lo que hacía o dónde lo hacía?

– Eso es verdad -coincidió Tsai Bing.

Tsai Bing y Siang debían de ser amantes. ¿Qué otra cosa explicaba sino la extraña indiferencia de Tsai Bing hacia la pérdida de su prometida y los crueles comentarios de Siang? Pero la guapa de cara aún no había terminado.

– Miao-shan siempre estaba presumiendo. Con su ropa nueva y cara pintarrajeada pensaba que demostraba a todo el pueblo que era la mejor. Pero todo el mundo la miraba y pensaba que se comportaba como una prostituta.

– Comprendo -dijo Hu-lan, y en efecto comprendía perfectamente los celos de Siang.

– Todo el mundo sentía lástima de Tsai Bing -continuó Siang-. Es un buen hombre y un buen campesino. Obedece a su familia y respeta las reglas públicas. La ley dice que es demasiado pronto para que se case sin el permiso paterno y un permiso especial de excepción. Quizá algún día se case. Y cuando lo haga lo hará en toda regla y no por la puerta trasera.

Hu-lan había oído suficiente. Se levantó despacio y preguntó:

– Tsai Bing, ¿estás seguro de que no viste a Miao-shan esa última noche o por la mañana? Su madre pensaba que estaba contigo.

El chico, en lugar de responder, alargó la mano y cogió la de Siang.

Hu-lan se despidió mencionando que esperaba que se volvieran a ver, pero lo que pensaba era que Tsai Bing, un chico bastante agradable, estaba enamorado de Siang. Y si esa obstinada chica se salía con la suya, no le quedaba mucho tiempo para convertirse en su marido. Y cuando eso sucediera, caería rápidamente aquejado de Qi Guan Yan (férreo control de la mujer), o sea, vulgarmente el típico calzonazos. Pero la mente de Hu-lan fue más allá de esa valoración superficial. Si les creía y habían pasado juntos la última noche, ¿dónde estaba entonces Miao-shan? Quizá le había pasado lo mismo que a Hu-lan: al ir a buscar a su prometido, lo escuchó hablar con Siang en el maizal. Había muchas mujeres -y hombres-que se mataban por desengaños amorosos.

Hu-lan no paraba de pensar en Tang Siang. Era evidente que estaba celosa de Miao-shan. Más aún, sus comentarios habían sido innecesariamente crueles. Más que los comentarios de una persona que estuviera segura de su relación con Tsai Bing, parecían los de alguien que aún intentaba afianzar su posición o -si era tan lista como pensaba- que trataba de distraer a Hu-lan de la verdad, fuera la que fuese. Todo esto, junto con la descarada intimidad de Tsai Bing y Siang, hizo que Hu-lan se preguntase si era posible que el uno o la otra hubieran asesinado a Miao-shan. Los crímenes pasionales eran tan antiguos como el corazón humano.

Cuando Hu-lan salió de los campos y se dirigió a la carretera que llevaba a Da Shui aún era temprano, pero, para las costumbres rurales, ya era tarde.

Los campesinos que habían ido al pueblo a vender sus productos o a hacer negocios regresaban, por lo que Hu-lan tuvo que abrirse paso entre un tráfico en sentido contrario de gente, carretillas, carros y bicicletas. Al principio se mantenía a un lado de la carretera,, nerviosa por los carros, los camiones y los autobuses, pero al poco rato cogió el ritmo: los pasos parejos, un saludo ocasional, la bocina de los vehículos, el olor a tubos de escape, sudor y tierra.

Una hora más tarde, con el sol directamente sobre la cabeza, Hu-lan entró en Da Shui. En muchos aspectos seguía igual. Las calles eran demasiado estrechas para los coches. (Había visto tres coches aparcados en un terreno en las afueras del pueblo). Las casas sin pintar de bloques grises eran pequeñas, mayormente de una o dos habitaciones, con un patio diminuto que albergaba cerdos. Los techos de teja tenían una marcada inclinación. Unos pocos acababan en aleros invertidos que indicaban lo antiguos que eran. En el centro del pueblo había una especie de plaza, un terreno amplio y yermo donde picoteaban unos pollos. Como casi en toda china, había basura de todo tipo por todas partes: trozos de hierro retorcidos, canastos rotos, barriles viejos.

Pero para Hu-lan, Da Shui había cambiado completamente. Una estrecha acera de cemento bordeaba el lado norte de la plaza. Donde en una época había una o dos pequeñas tiendas de precios controlados por el gobierno, ahora se veía una hilera de pequeños comercios que competían entre sí en al venta de artículos de tocador, arroz, conservas, galletas y otros alimentos no perecederos. En las paredes vacías había publicidad pintada de chicles, electrodomésticos y cremas de belleza. Hasta se veía un par de tableros de anuncios.

Hacía veinticinco años, la única decoración del pueblo consistía en unos grandes carteles con el retrato del gran Timonel. Por supuesto que también se engalanaba con lemas revolucionarios que promovían la Revolución Cultural de Mao (“Todos rojos, sin excepciones” o “Combatid con palabras, no con armas”) y con da zi bao, unos carteles de ideogramas que proclamaban los delitos reales o imaginarios de tal o cual aldeano. En aquellos tiempos, los altavoces que atronaban citas del presidente Mao no paraban hasta bien entrada la noche.

Pero aquel día, también había altavoces cónicos en los aleros de las casas que transmitían programas cotidianos que empezaban a las seis de la mañana con noticias y comentarios.

Al mediodía, los que tenían la suerte de que sus campos estuvieran cerca del pueblo, comían en compañía de las noticias y, quizá, de un poco de música. Al atardecer, cuando los campesinos de los alrededores convergían en el pueblo para tomar una taza de té, charlar un poco y jugar a las cartas, la programación empezaba otra vez con el tradicional adoctrinamiento político. En aquel momento, una vieja marcha militar acompañaba a Hu-lan por la calle polvorienta.

Se encaminó al Departamento de Seguridad Pública local. El suelo de linóleo estaba sucio y gastado. Había un ventilador de techo flanqueado por dos hileras de tubos fluorescentes apagados. Hu-lan se acercó al mostrador. Al otro lado había dos escritorios contra la pared y mujeres sentadas a cada uno de ellos. Una comía de un bol que había traído de casa; la otra, por lo que Hu-lan veía, no hacía nada. Ninguna levantó la vista. El departamento de policía no era parte de lo que se consideraba el sector servicios. Los modales aún no habían llegado allí. No había frases prohibidas ni actitudes proscritas. Al contrario, a quienes trabajaban en la policía – hasta el sencillo personal de oficina- se les permitía ser maleducados. Hu-lan conocía la rutina, pero no por eso le gustaba.

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