Литмир - Электронная Библиотека

IX. LA GRUTA DE LOS NADADORES

Te prometí contarte cómo se enamora uno.

Un joven llamado Geoffrey Clifton se había encontrado con un amigo en Oxford, que le había hablado de lo que estábamos haciendo. Se puso en contacto conmigo, se casó el día siguiente y dos semanas después se trasladó en avión a El Cairo. Eran los últimos días de su luna de miel. Ése fue el comienzo de nuestra historia.

Cuando conocí a Katharine, estaba casada. Una mujer casada. Clifton bajó del avión y después, sin que nos lo esperáramos, pues al preparar la expedición habíamos pensado que acudiría solo, apareció ella, con sus pantalones cortos de color caqui y sus huesudas rodillas. En aquella época, era demasiado fogosa para el desierto. Me gustó más la juventud de él que el entusiasmo de su joven esposa. Él era nuestro piloto, mensajero, explorador del terreno. Representaba la Nueva Era: pasaba volando y dejaba caer mensajes en forma de largas cintas de colores para indicarnos a dónde debíamos dirigirnos. Constantemente nos hacía partícipes de su adoración por ella. Éramos cuatro hombres y una mujer y su marido, entregado al gozo verbal de su luna de miel. Regresaron a El Cairo y, cuando volvieron, un mes después, fue casi lo mismo. Aquella vez ella estaba más calmada, pero él seguía siendo la juventud en persona. Mientras Clifton se deshacía en elogios de ella, Katharine estaba sentada en unas latas de gasolina, con la barbilla entre las manos y los codos en las rodillas y se quedaba mirando una lona que no cesaba de agitarse con el viento. Intentamos disuadirlo a base de bromas, pero pretender que se mostrara más discreto habría equivalido a una agresión, lo que no era la intención de ninguno de nosotros.

Después de aquel mes en El Cairo, ella se mostraba silenciosa, leía constantemente, se mantenía más encerrada en sí misma, como si hubiera ocurrido algo o hubiese comprendido de repente esa característica prodigiosa del ser humano: la de que puede cambiar. No tenía que seguir siendo la persona mundana que se había casado con un aventurero. Estaba descubriéndose a sí misma. Era penoso de contemplar, porque Clifton no advertía el proceso de autoeducación de ella, que leía todo lo relativo al desierto, podía hablar de Uweinat y del desierto perdido e incluso había buscado con afán artículos marginales.

Yo, verdad, tenía quince años más que ella. Había llegado a esa fase de la vida en que me identificaba con los personajes perversos y cínicos de los libros. No creo en la permanencia, en las relaciones que se prolongan durante siglos. Tenía quince años más, pero ella era más inteligente. Tenía más deseos de cambiar de lo que yo pensaba.

¿Qué sería lo que la hizo cambiar durante su aplazada luna de miel en el estuario del Nilo, en las afueras de El Cairo? Los habíamos visto unos días: habían llegado dos semanas después de su boda en Cheshire. Clifton se había traído a la novia, pues no podía separarse de ella ni romper el compromiso con nosotros: con Madox y conmigo. Lo habríamos matado. Conque las huesudas rodillas de Katharine surgieron del avión aquel día. Así comenzó nuestra historia, nuestra situación.

Clifton celebraba la belleza de sus brazos, las finas líneas de sus tobillos. La describía nadando. Hablaba de los nuevos bidets de la suite del hotel, de su hambre canina en el desayuno.

Ante todo aquello, yo no decía ni palabra. A veces alzaba la vista, mientras él hablaba, y mi mirada se cruzaba con la de ella, testigo de mi muda exasperación, y entonces aparecía su sonrisa recatada. La situación no dejaba de resultar irónica. Yo era el mayor. Era el hombre de mundo, que había caminado diez años antes desde el oasis de Dajla al Gilf Kebir, había cartografiado el Farafra, conocía la Cirenaica y se había perdido más de dos veces en el Mar de Arena. Cuando me conoció, yo tenía todas esas distinciones o podía girar la vista unos pocos grados y ver las de Madox. Y, sin embargo, aparte de la Sociedad Geográfica, nadie nos conocía, éramos la franja marginal de un círculo que había conocido por su matrimonio.

Las palabras de elogio de su marido no significaban nada para ella, pero yo soy una persona cuya vida en muchos sentidos, incluso como explorador, ha estado regida por las palabras, por rumores y leyendas, mapas, trozos de loza con inscripciones, el tacto de las palabras. En el desierto repetir algo habría equivalido a tirar más agua en la tierra. Allí un matiz daba para cien kilómetros.

Nuestra expedición se encontraba a unos sesenta kilómetros de Uweinat y Madox y yo íbamos a salir solos de reconocimiento. Los Clifton y los demás iban a quedarse atrás. Ella había consumido toda su lectura y me pidió libros. Yo sólo llevaba conmigo mapas. «¿Y ese libro que hojea usted por las noches?» «Herodoto. ¡Ah! ¿Quiere ése?» «Si figuran en él asuntos íntimos, nunca me tomaría esa libertad.» «Tengo anotaciones en él y recortes. Necesito llevarlos conmigo.» «Ha sido un atrevimiento por mi parte, discúlpeme.» «Cuando vuelva, se lo enseñaré. No estoy acostumbrado a viajar sin él.»

Todo ello con mucha elegancia y cortesía. Le expliqué que era más que nada un libro de anotaciones y lo aceptó. Pude marcharme sin sentirme en modo alguno egoísta. Le agradecí su cortesía. Clifton no estaba. Estábamos solos. Cuando ella se había dirigido a mí, me encontraba en mi tienda preparando el equipaje. Soy una persona que ha dado la espalda a gran parte de las convenciones sociales, pero a veces agradezco los modales delicados.

Regresamos una semana después. Habíamos hecho muchos descubrimientos y habíamos atado muchos cabos. Estábamos de buen humor e hicimos una pequeña celebración en el campamento. Clifton siempre estaba dispuesto para celebrar a los demás. Era contagioso.

Ella se acercó con un vaso de agua. «Enhorabuena, ya he sabido por Geoffrey…» «¡Sí!» «Tenga, beba esto.» Extendí la mano y ella me dejó la taza en la palma. El agua estaba muy fría en comparación con la que habíamos estado bebiendo de nuestras cantimploras. «Geoffrey ha preparado una fiesta en su honor. Está escribiendo una canción y quiere que yo lea un poema, pero a mí me gustaría hacer otra cosa.» «Mire, tenga el libro y échele un vistazo.» Lo saqué de la mochila y se lo entregué.

Después de la comida y el té de hierbas, Clifton sacó una botella de coñac que había mantenido oculta hasta aquel momento. Había que beber toda la botella aquella noche durante el relato de Madox y la interpretación de la chistosa canción de Clifton. Después ella se puso a leer un pasaje de las Historias: el de Candaulo y su reina. Yo siempre me salto esa historia. Está al principio del libro y tiene poco que ver con los lugares y la época que me interesan, pero es, desde luego, una historia famosa. También era el tema del que ella había decidido hablar.

Aquel Candaulo se había enamorado apasionadamente de su esposa, por lo que la consideraba más bella, con mucha diferencia, que ninguna otra mujer. Solía describir a Giges, hijo de Daskilo (pues de todos sus lanceros era el que más apreciaba), la belleza de su esposa y la elogiaba sobremanera.

«¿Oyes, Geoffrey?»

«Sí, cariño.»

Dijo a Giges: «Giges, me parece que no me crees, cuando te hablo de la belleza de mi esposa, ya que los oídos de los hombres son menos aptos para creer que sus ojos. Así, pues, idea algún medio para verla desnuda.»

Se pueden hacer varias observaciones, sabiendo que con el tiempo yo llegaría a ser su amante, de igual modo que Giges sería el amante de la reina y el asesino de Candaulo. Con frecuencia abría yo el libro de Herodoto para aclarar una duda geográfica, pero, al hacer eso mismo, Katharine había abierto una ventana por la que asomarse a su vida. Leía con voz cautelosa. Tenía los ojos clavados en la página, como si, mientras hablaba, estuviera hundiéndose en arenas movedizas.

«Creo que es, en verdad, la más hermosa de todas las mujeres y te ruego que no me pidas que haga algo ilícito.» Pero el Rey le contestó así: «Ten valor, Giges, y no temas que yo diga estas palabras para ponerte aprueba ni que mi esposa pueda causarte daño alguno, pues idearé de antemano un medio para que no se dé cuenta de que has estado viéndola.»

Ésta es la historia de cómo me enamoré de una mujer que me leyó determinada historia de Herodoto. Oí las palabras que ella pronunciaba al otro lado del fuego y en ningún momento levanté la vista, ni siquiera cuando importunaba a su marido. Tal vez estuviera leyéndola sólo para él. Tal vez no hubiese un motivo oculto en la selección de aquel pasaje, salvo para ellos. Era simplemente una historia que le había chocado por la similitud con su situación, pero de repente se le reveló una senda en la vida real, aun cuando no lo hubiera concebido -estoy seguro- como un primer paso al azar.

«Te llevaré a la alcoba en que dormimos, detrás de la puerta abierta, y, después de que entre yo, llegará también mi esposa. Junto a la entrada de la alcoba, hay una silla, sobre la cual deja sus vestiduras, a medida que se las va quitando, una tras otra; de modo que podrás contemplarla con toda tranquilidad.»

Pero la reina vio a Giges, cuando abandonaba la alcoba. Entonces entendió lo que había hecho su marido y, pese a sentirse avergonzada, no puso el grito en el cielo… mantuvo la calma.

Es una historia extraña. ¿No te parece, Caravaggio? La vanidad de un hombre que lo mueve a desear ser envidiado o a ser creído, porque no le parece que le crean. En modo alguno era un retrato de Clifton, pero éste pasó a ser parte de esta historia. El acto del marido resulta muy escandaloso, humano. Nos sentimos movidos a creerlo.

El día siguiente, la esposa llamó a Giges y lo colocó ante una disyuntiva.

«Tienes dos opciones y te voy a dejar elegir la que prefieras: o bien matas a Candaulo y tomas posesión de mí y del reino de Lidia o bien recibirás muerte inmediata aquí mismo para que en el futuro no puedas ver, obedeciendo a Candaulo ciegamente, lo que no debes. Ha de morir o quien concebía ese plan o tú, que me has visto desnuda.»

Conque el rey es asesinado. Comienza una nueva era. Hay poemas sobre Giges escritos en trímetros yámbicos. Fue el primero de los bárbaros que consagró ofrendas en Delfos. Reinó en Lidia durante veintiocho años, pero aún lo recordamos como un simple eslabón en una historia de amor inhabitual.

40
{"b":"94374","o":1}