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IV. EL CAIRO MERIDIONAL, 1930-1938

Después de Herodoto, durante centenares de años el mundo occidental se interesó poco por el desierto. Desde 425 a.C. hasta comienzos del siglo XX no se fijó en él. Hubo silencio. El siglo XIX fue una época de exploradores de ríos y, después, en el decenio de 1920, hubo un epílogo positivo de esa historia en ese rincón de la Tierra, compuesto sobre todo de expediciones financiadas por particulares y a las que seguían conferencias modestas en la Sociedad Geográfica de Londres, en Kensington Gore. Las pronunciaban hombres quemados por el sol y exhaustos que, como los marinos de Conrad, no se sentían demasiado cómodos con el ceremonial de los taxis y el ocurrente, pero pesado, humor de los cobradores de autobús.

Cuando viajaban en trenes de cercanías desde los suburbios hacia Knightsbridge para asistir a las sesiones de la Sociedad, se perdían con frecuencia, extraviaban los billetes, atentos exclusivamente a no perder sus viejos mapas y sus notas para la conferencia, escritas lenta y laboriosamente y guardadas en las omnipresentes mochilas que siempre serían como partes de sus cuerpos. Aquellos hombres de todas las nacionalidades viajaban a última hora de la tarde, las seis, iluminados por la luz de los solitarios. Era una hora anónima, cuando la mayoría de los habitantes de la ciudad volvían a sus casas. Los exploradores llegaban demasiado temprano a Kensington Gore, cenaban en Lyons Córner House y después entraban en la Sociedad Geográfica, donde se sentaban en la sala del primer piso, junto a la gran canoa maorí, a repasar sus notas. A las ocho comenzaban las sesiones.

Cada dos semanas había una conferencia. Una persona hacía una presentación y otra expresaba agradecimiento. El orador final solía poner objeciones o someter a prueba la consistencia de la exposición, se mostraba pertinentemente crítico, pero nunca impertinente. Los oradores principales se atenían -según daban todos por descontado- a los hechos y presentaban con modestia hasta las hipótesis más osadas.

Mi viaje por el desierto de Libia, desde Sokum, en la costa mediterránea, hasta El Obeid, en el Sudán, trascurrió por una de las pocas rutas de la superficie terrestre que presentan diversos problemas geográficos interesantes.

En aquellas salas revestidas de madera de roble nunca se mencionaban los años de preparación, investigación y acopio de fondos. El conferenciante de la semana anterior había citado la pérdida de treinta vidas en el hielo de la Antártida. Se anunciaban con panegíricos mínimos pérdidas similares a consecuencia del calor extremo o de los huracanes. Toda consideración relativa al comportamiento humano y financiero resultaba absolutamente ajena a la cuestión que se examinaba, a saber, la superficie de la Tierra y sus «interesantes problemas geográficos».

¿Pueden considerarse otras depresiones de esa región, además de la tan debatida de Wadi Ryan, susceptibles de utilización con vistas al riego o al drenaje del delta del Nilo? ¿Están disminuyendo gradualmente los recursos hídricos procedentes de pozos artesianos? ¿Por dónde hemos de buscar la misteriosa Zerzura? ¿Queda algún otro oasis perdido por descubrir? ¿Dónde están las marismas de las tortugas de que habla Ptolomeo?

John Bell, director de estudios sobre el desierto en Egipto, formuló esas preguntas en 1927. En el decenio de 1930 las comunicaciones se volvieron aún más modestas. «Quisiera añadir unas observaciones a algunas de las tesis expuestas en el interesante debate sobre la "Geografía prehistórica del oasis de Jarga".» A mediados del mismo decenio, Ladislaus de Alamásy y sus compañeros encontraron el oasis de Zerzura.

En 1939 tocó a su fin el gran decenio de expediciones por el desierto de Libia y esa vasta y silenciosa zona de la Tierra pasó a ser uno de los escenarios de la guerra.

En la alcoba decorada como un cenador, el paciente quemado podía contemplar un panorama muy lejano. Igual que el caballero muerto de Rávena, cuyo cuerpo de mármol parece vivo, casi líquido, tiene la cabeza alzada sobre un cojín de piedra para que pueda contemplar el panorama por encima de sus pies. Más allá de la lluvia, tan deseada, en África, hacia todas sus vidas en El Cairo, sus trabajos y sus días.

Hana, sentada junto a su cama, lo acompañaba, como un escudero, en aquellos viajes.

En 1930 habíamos empezado a cartografiar la mayor parte de la meseta del Gilf Kebir en busca del oasis perdido llamado Zerzura: la Ciudad de las Acacias.

Éramos europeos del desierto. En 1917, John Bell había avistado el Gilf, luego Kermal el Din, después Bagnold, que se abrió paso por el Sur hasta el Mar de Arena. Otros eran Madox, Walpole, del departamento de estudios sobre el desierto, Su Excelencia Wasfi Bey, el fotógrafo Casparius, el geólogo Dr. Kadar y Bermann. Y el Gilf Kebir -la gran meseta del tamaño de Suiza, como gustaba de recordar Madox, situada en el desierto de Libia- era nuestro meollo y sus escarpas se precipitaban hacia el Este y el Oeste, mientras que la meseta descendía gradualmente hacia el Norte. Se alzaba en medio del desierto a setecientos kilómetros al oeste del Nilo.

Los antiguos egipcios suponían que al oeste de las ciudades-oasis no había agua. El mundo acababa allí. El interior carecía de agua. Pero en el vacío de los desiertos siempre estás rodeado por la historia perdida. Las tribus tebu y senussi habían recorrido esas regiones y poseían pozos que conservaban en gran secreto. Corrían rumores sobre tierras fértiles situadas en el interior del desierto, escritores árabes del siglo xoi hablaron de Zerzura. «El Oasis de los Pajaritos.» «La Ciudad de las Acacias.» En El libro de los tesoros ocultos, el Kitab al Kanuz, Zerzura aparece descrita como una ciudad blanca, «blanca como una paloma».

Si se observa un mapa del desierto de Libia, se ven nombres: Kemal el Din, que en 1925 llevó a cabo, prácticamente solo, la primera gran expedición moderna; Bagnold, 1930-1932; Almásy-Madox, 1931-1937. Un poco al norte del Trópico de Cáncer.

Éramos un grupito perteneciente a una misma nación que entre las dos guerras mundiales cartografiaba y recorría las rutas de exploraciones anteriores. Nos reuníamos en Dajla y Kufra, como si fueran bares o cafés: una sociedad de los oasis, como la llamaba Bagnold. Conocíamos nuestras respectivas vidas íntimas, nuestras capacidades y fallos mutuos. Perdonábamos todo a Bagnold por su descripción de las dunas. «Las estrías y la arena ondulada se parecen a la cavidad del paladar de un perro.» Ése era el Bagnold auténtico, un hombre capaz de meter su investigadora mano entre las fauces de un perro.

1930. Nuestro primer viaje desde Jaghbub hacia el Sur y por el interior del desierto, por entre el territorio de las tribus zwaya y majabra. Un viaje de siete días hasta El Taj. Madox y Bermann y cuatro más. Unos camellos, un caballo y un perro. Cuando partimos, nos contaron el viejo chiste: «Comenzar un viaje con una tormenta de arena trae buena suerte.»

La primera noche acampamos a unos treinta kilómetros al sur. La mañana siguiente nos despertamos y salimos de nuestras tiendas a las cinco. El frío era tan intenso, que nos impedía dormir. Nos acercamos a los fuegos y nos sentamos ante su luz en la obscuridad más extensa. Sobre nosotros estaban las últimas estrellas. El amanecer iba a tardar aún dos horas más. Nos pasábamos vasos de té caliente. Dábamos de comer a los camellos, que masticaban, aún medio dormidos, los dátiles con sus huesos y todo. Desayunábamos y después bebíamos tres vasos más de té.

Horas después, nos encontrábamos envueltos en una tormenta de arena procedente de la nada que nos ocultaba la clara mañana. La brisa había ido refrescando y arreciando gradualmente. Cuando por fin pudimos mirar más abajo, la superficie del desierto había cambiado. Pásame el libro… aquí. Ésta es la maravillosa crónica que de semejantes tormentas de arena hace Hassanein Bey:

Es como si la superficie descansara sobre conductos de vapor con miles de orificios que despidieran diminutos chorros de vapor. La arena salta con brinquitos y remolinos mínimos. La pertubación aumenta pulgada a pulgada a medida que arrecia el viento. Parece como si toda la superficie del desierto se alzase obedeciendo a cierta fuerza subterránea que la impulsara hacia arriba. Los guijarros te golpean en las espinillas, las rodillas, los muslos. Los granos de arena te suben por el cuerpo hasta azotarte la cara y seguir por encima de la cabeza. El cielo está cubierto, todos los objetos, menos los más cercanos, desaparecen de la vista, el universo está colmado.

Teníamos que continuar en movimiento. Si te paras, la arena se va acumulando, como en torno a todo lo que esté inmóvil, y te encierra. Te pierdes para siempre. Una tormenta de arena puede durar cinco horas. Hasta cuando, en años posteriores, viajábamos en camiones, teníamos que seguir avanzando sin ver nada. Los peores terrores sobrevenían de noche. En cierta ocasión, al norte de Kufra, nos asaltó una tormenta en la obscuridad, a las tres de la mañana. La tormenta arrancó las tiendas de sus amarras y rodamos con ellas, al tiempo que nos llenábamos de arena -como un barco, al hundirse, se llena de agua-, abrumados, sofocándonos, hasta que un camellero cortó las ataduras y nos liberó.

Pasamos por tres tormentas durante nueve días. No dimos con las aldeas del desierto en las que esperábamos obtener más provisiones. El caballo desapareció. Tres de los camellos murieron. Durante los dos últimos días carecimos de comida, sólo teníamos té. El último vínculo con cualquier otro mundo era el tintineo de la tetera ennegrecida por el fuego, la larga cuchara y el vaso que llegaban hasta nosotros en la obscuridad de las mañanas. Después de la tercera noche, dejamos de hablar. Lo único que importaba era el fuego y el mínimo líquido carmelita.

Por pura suerte nos topamos con El Taj, un pueblo del desierto. Me paseé por el zoco, por la avenida en la que resonaban los carillones de los relojes, hasta la calle de los barómetros, pasé por delante de los puestos de venta de cartuchos para fusil, los de salsa de tomate italiana y otros alimentos enlatados procedentes de Benghazi, percal de Egipto, adornos hechos con cola de avestruz, los dentistas callejeros, los vendedores de libros. Seguimos mudos y cada cual por su camino. Tardamos en reaccionar ante aquel nuevo mundo, como si hubiéramos estado a punto de ahogarnos. En la plaza central de El Taj nos sentamos a comer cordero, arroz y pasteles de badawi y bebimos leche con pulpa de almendra machacada. Todo ello después de la larga espera de los tres vasos de té ceremoniales, aromatizados con ámbar y menta.

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